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Reforma constitucional: ¿partir del consenso o construir el consenso?

Eduard Roig Molés

18 de Febrero de 2017, 23:56

La reforma de la Constitución no es un fin en sí mismo. La Constitución se reforma bien para dar respuesta a concretas necesidades de regulación (por ejemplo, la protección del derecho a la dependencia o la eliminación de los aforamientos o la previsión de nuevas competencias estatales, o…), bien para intentar ampliar la base de legitimación del sistema político, mejorando su capacidad de integración. Ambas finalidades obviamente se solapan, pero son distintas. La primera permite determinar de inicio el objeto de la reforma, limitarla a la discusión del mismo y hacerlo a partir de un amplio acuerdo inicial en cuanto a la finalidad pretendida, velando por no debilitar el consenso constitucional original. La historia constitucional española de los últimos veinte años nos muestra numerosas oportunidades desaprovechadas en este sentido: desde la sempiterna discusión sobre la reforma del Senado a la regulación de la sucesión de la Corona, la integración en la Unión Europea o, ya más indefinidamente, la actualización del modelo autonómico. Lo esencial en estas reformas es su resultado: la inclusión en la Constitución de una concreta nueva norma que permite resolver mejor un determinado problema. La segunda exige lo contrario. Cuando el cuestionamiento de los preceptos constitucionales y las demandas de reforma son numerosas y heterogéneas y se extienden a un amplio número de ciudadanos (con propuestas contradictorias, frecuentemente), la reforma permite (re-)integrar a esos ciudadanos en el sistema mediante el debate de sus propuestas y el restablecimiento de un consenso original que, precisamente, se considera debilitado o incluso perdido; un nuevo consenso que, como todos los consensos, significa la aceptación de determinadas decisiones que no se comparten a cambio de otras que se consideran fundamentales. Lo esencial aquí es el debate, pues se trata de responder a las inquietudes y alternativas ciudadanas mediante la atenta consideración de las mismas y la integración en el sistema del máximo posible de respuestas a las mismas. Por ello, reclamar de inicio un acuerdo de partida o limitar el debate a aspectos concretos no parece adecuado, pues incrementa precisamente la percepción de exclusión del sistema. Y el consenso constitucional original puede servir como referente, pero la reforma se hace precisamente porque ese consenso se ha debilitado ya tanto que es necesario rehacerlo. En esta segunda opción de reforma es necesario distinguir dos fases: la de presentación y debate de demandas y propuestas, que debería permitir plantear el máximo de demandas, incluso contrapuestas, para considerar sus efectos y desarrollar alternativas y, de este modo, identificar los elementos para un nuevo consenso; y, en segundo lugar, la de elaboración del texto de reforma a partir de ese nuevo consenso. Sin duda, en esta segunda fase se rechazarán numerosas demandas planteadas, pero tras considerarlas y quizás tras asumir algunos de sus aspectos; lo que debe permitir ampliar el número de quienes se identifican con los valores constitucionales y reducir el de quienes se excluyen del sistema. Así, lo relevante en este caso es precisamente el planteamiento político de los problemas. Cuantas más líneas rojas fijemos al inicio del debate, menor será su virtualidad integradora; y podemos acabar en la paradoja de desarrollar un muy consensuado debate entre los partidos mayoritarios, con muy razonables soluciones técnicas, que en cambio debilite adicionalmente la función integradora de la Constitución y refuerce la dinámica de exclusión de quienes no se sientan integrados en el debate. Por esta razón, los partidos políticos no son los mejores protagonistas para esa primera fase, pues difícilmente aceptarán discutir propuestas contrarias a sus posiciones fundamentales y, a la inversa, difícilmente renunciarán a la discusión de sus propuestas centrales. Es necesario un foro más abierto y menos dominado por los partidos, aunque su presencia sea fundamental. Un foro en el que pueda desbrozarse el debate; en el que las propuestas inasumibles puedan plantearse para dar lugar a alternativas susceptibles de acuerdo o a renuncias a cambio de la aceptación de otros elementos relevantes; un foro donde el elemento fundamental no sea la defensa frente a las propuestas de otro partido político sino la respuesta a demandas planteadas por grupos sociales, expertos o instituciones variadas. Formuladas esas demandas y alternativas y ante un abanico de propuestas que no tuvieran que defender como propias o rechazar como contrarias, los partidos estarían en mejores condiciones de protagonizar ya una segunda fase de elaboración de la reforma que, además, podría organizarse de modos muy diversos e incluso graduales y separados. El Presidente Rajoy parece abrirse a una reforma del primer tipo, y sus palabras y propuestas son sin duda sensatas a ese efecto. La cuestión es si esa apertura no llega tarde y nos encontramos ya ante la necesidad de una reforma del segundo tipo, para la que, en cambio, demandar consenso de partida es la más segura forma de quemarla.
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