La situación de conflicto que se está viviendo en Cataluña llegará inevitablemente a una fase de diálogo. Es posible que en ese escenario se plantee la posibilidad de acabar con los diversos procesos judiciales abiertos. ¿Es ello factible?
Un primer grupo de casos son los provocados por supuestas desobediencias por exhibir estelades en ayuntamientos, por no colocar la bandera rojigualda, por ir a trabajar en día de fiesta, o supuestas injurias por romper fotos del jefe del Estado, o supuestos delitos de rebelión y sedición por hacer metáforas alimenticias más o menos afortunadas. Debe recordarse que todos los citados son actos que en muchos Estados democráticos se encuadran como simples ejercicios de la libertad de expresión. Siendo el Derecho penal la solución más extrema de las leyes, quizás habría que pensar si no existen respuestas más dúctiles a hechos que, separados de su carga política, obviamente no son graves. Cabría plantear incluso si el ordenamiento tiene que reaccionar siquiera ante dichos hechos, toda vez que, además, muchos de sus protagonistas son representantes políticos con una libertad de expresión que debe ser especialmente protegida en democracia. Si se acabara optando por considerar que los hechos no son delictivos, cualquiera de los procesos iniciados concluirían, con diferentes matices técnicos, con una absolución.
En esos hechos se ha dado la circunstancia de que los imputados por los mismos se han negado a comparecer ante el juez, haciendo uso de su derecho al silencio. Sin embargo, siguiendo una interpretación muy tradicionalista y entiendo que actualmente rechazable, se ha ordenado su detención y conducción a presencia judicial disponiendo un costoso y molesto traslado para que el sujeto, ya ante el juez, manifieste de nuevo que no va declarar o aproveche para hacer una manifestación política, tras lo cual ha quedado lógicamente en libertad. Se comprenderá que todo este dispendio es innecesario. El sujeto investigado no es un testigo ni un perito. No tiene obligación de colaborar activamente con la justicia porque está amparado por su derecho al silencio y a no aportar pruebas contra sí mismo. Diferente es que se temiera por su fuga, por ejemplo. Entonces sí procede su detención cautelar. Pero es evidente que no es el caso.
Un segundo grupo son las querellas por desobediencia y prevaricación como consecuencia de la consulta independentista del 9 de noviembre de 2014, o por permitir una tramitación parlamentaria prohibida por el Tribunal Constitucional. Esos procesos están pendientes ante el Tribunal Supremo (Homs) y ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (Mas, Rigau, Ortega y Forcadell). Pese a los durísimos escritos de la Fiscalía, la calificación penal de estos hechos también es compleja y profundamente discutible. Si también se llega a la conclusión de que estos procesos deberían concluir, bastaría con que el ministerio fiscal, dependiente del Fiscal General de Estado elegido por el citado Gobierno, retire en cualquier momento la acusación antes de concluir el juicio oral. Se ha hecho antes y no tiene que sorprender tal conducta. Se llevó a cabo, por ejemplo, con Arnaldo Otegi en uno de los varios procesos que tuvo pendientes durante la tregua de ETA que acaeció en el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. En hechos con discutible calificación jurídico-penal sería hasta sencillo obrar de ese modo, incluso al margen de cualquier consideración política a la que la Justicia, por cierto, debiera ser ajena, para lo bueno y para lo malo.
Diferentes por completo son los procesos ante el Tribunal Constitucional. Pese a lo polémica que ha sido, por desgracia, la intervención del alto tribunal en algunas ocasiones, el contencioso planteado ante este órgano es el que tiene una solución más sencilla. En el marco de la negociación política a la que antes me referí, basta con que el Gobierno desista de las sucesivas demandas y recursos para que todo acabe. De esa forma, el Tribunal Constitucional dejaría de situarse en el centro de un debate que, no hay que ignorarlo, lo ha desgastado muchísimo, de manera innecesaria.
En suma, todo el conflicto judicial, en su conjunto, tiene muy fácil solución. Sólo hace falta apretar el botón de la voluntad política instruyendo a la abogacía del Estado y a la fiscalía para ello, igual que en el pasado se la instruyó claramente para lo contrario, con dimisión del antiguo Fiscal General del Estado inclusive. En este caso no se trata de delitos comunes, obviamente, sino de hechos con un calado tan inequívocamente político que hacen muy controvertida su calificación penal, por lo que sería muy sencillo que la fiscalía decidiera concluir los procesos. Además, no faltan razones de legitimidad, como se ha explicado.
Lo contrario puede suponer tener que acudir, algún día, al siempre polémico indulto, que deja en nada el difícil trabajo de la Justicia, y que además es muy complejo cuando no se trata de penas de prisión. Confiemos en que los responsables de tomar en cada caso las decisiones, se guíen, de forma definitiva, por la senda del acierto.