29 de Septiembre de 2018, 20:52
"Ho perso io, la poltrona che salta è la mia". Así se pronunciaba Matteo Renzi el domingo por la noche cuando, visiblemente emocionado, y aún sin datos oficiales definitivos, el primer ministro italiano reconocía que había ganado el no a la reforma constitucional en el referéndum constitucional que él había convocado. Los especialistas en política italiana nos dicen que el domingo no sólo se votaba dicha reforma constitucional, sino que el referéndum había que leerlo fundamentalmente en clave de plebiscito sobre la gestión general del Gobierno Renzi. Y así parece haberlo interpretado el propio Renzi, a juzgar por su creencia de que esa derrota es incompatible con la continuidad de su Gobierno. Muchos nos dicen que esto supondrá un nuevo avance del populismo, y no pocas cancillerías e instituciones europeas parecen estar inquietas por la incertidumbre que se avecina. No faltan las voces que, de nuevo, culpan a los referendos de este sindiós.
Vilipendiarlos se ha convertido en un deporte de moda. Los ejemplos recientes del Brexit, el plebiscito colombiano sobre los acuerdos de paz con las Farc, y ahora el italiano, se han convertido en armas arrojadizas en manos de los detractores de los referendos. Lo que ha sucedido en todos estos casos, según ellos, es un ejemplo obvio de la irracionalidad del pueblo, del peligro del populismo demagógico y de la inconveniencia de la democracia directa. Todos estos males, creen, se curarían con una buena dosis de democracia representativa, rociada de instituciones contra-mayoritarias, y muchos, muchos frenos y contrapesos. ¿Cuántas veces hemos escuchado decir que Cameron se equivocó al convocar el referéndum sobre la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea, y que este tipo de decisiones deberían quedar únicamente en manos de expertos y representantes? ¿Estaba capacitado el italiano medio para comprender el calado técnico de la reforma constitucional de Renzi? ¿Tienen razón estos críticos? ¿Debemos prescindir de los referendos? ¿O tal vez limitar su uso a aquellos casos en los que, como algunos admiten cínicamente, estemos absolutamente seguros de que vamos a ganar? Creo que no, que los críticos no tienen razón y que los referendos suponen un recurso valioso y absolutamente irrenunciable en nuestras democracias. El error de los críticos se basa, a mi juicio, en tres confusiones lamentablemente muy habituales sobre qué es un referéndum y cómo funciona. Veamos cuáles son.
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Democracia significa soberanía popular, esto es, la ciudadanía debe tener la última palabra sobre los asuntos públicos que nos conciernen a todos. Esto es compatible, ciertamente, con la delegación de algunos poderes de decisión política a instituciones representativas, como el Parlamento y el Gobierno. Pero la ciudadanía debe reservarse siempre la última palabra, y algunas decisiones son incluso demasiado importantes como para ser delegadas en primera instancia, sobre todo cuando vemos que nuestras formas de representación son en muchos casos imperfectas y no aciertan a alinearse con la voluntad de la mayoría de sus representados. Pensemos en nuestra vida individual. Uno puede delegar en otros muchas decisiones de la vida diaria, pero algunas decisiones vitales -como la de qué estudiar, en qué orientar nuestra carrera profesional, con qué persona formar pareja, si es que con alguna, o si tener hijos o no, entre otras- son extremadamente importantes para nuestra vida, definen de una forma estructural nuestra identidad y nuestra vida entera. Nunca delegaríamos estas decisiones en un tercero. Si lo hiciéramos, dejaríamos de tener una vida autónoma.
Lo mismo ocurre, en el ámbito político, con aquellas decisiones que consideramos de naturaleza constitucional. Adoptar una nueva Constitución o reformar la ya existente, decidir la salida (o ingreso) de un estado de la Unión Europea, firmar unos acuerdos de paz o decidir sobre la secesión de una parte de un país, son decisiones extremadamente importantes que establecen los valores y objetivos que nuestras instituciones democráticas deben perseguir, y que forman parte estructural de nuestra identidad como sociedad. En nada se asemejan a las cuestiones de política legislativa ordinaria, como cuando regulamos -por ejemplo- el uso del suelo, los contratos privados o la prestación de servicios públicos. Las cuestiones de naturaleza constitucional, pues, no son delegables. La democracia requiere que la ciudadanía tenga la última palabra sobre ellas. Si no fuera así, el principio de soberanía popular y autogobierno el equivalente público de la autonomía individual- no podría ser satisfecho. Y la única forma de que pueda hacerlo es precisamente la del referéndum. No hay otra. En este sentido, los referendos son, al menos en estas ocasiones, necesarios e irrenunciables, como expresión única y última de soberanía popular. Es más, a los que piensen que son mecanismos extremadamente temerarios y que la democracia sólo puede arrojar resultados sensatos cuando es fuertemente representativa, hay que recordarles que la victoria de Trump, o antes de Bush, y Berlusconi, y Chávez, y Orban, etcétera, se han producido en el estricto marco de la democracia representativa.
En democracia nunca puede darse nada por sentado. Es legítimo que uno tenga una opinión preconcebida sobre el tema por el que se convoca el referéndum, pero no que desprecie absolutamente, y de antemano, lo que los otros defienden. Tanto en el caso del Brexit como en el de Colombia, y ahora en el italiano, muchos han considerado que la opción obviamente correcta era la contraria a la que finalmente se impuso. Es en este sentido en el que consideran que el resultado fue un fracaso manifiesto. Tal vez tengan razón en que esa opción, la perdedora, era la correcta. Ahora bien, no deberían dar por sentado que su corrección era tan obvia. Cuando la mitad de una población compuesta por millones de personas vota a favor de una opción determinada es porque ven razones de peso para hacerlo. No es posible atribuir todos esos millones de votos a la ignorancia, la desinformación y la irracionalidad. Cuando la población se divide al 50% sobre una cuestión es porque dicha cuestión es cualquier cosa menos obvia. Y lo que deben hacer ambas partes, así como sus representantes respectivos, es escuchar atentamente y en serio los argumentos de los otros. Que en democracia a veces pierda la opción que uno considera correcta no es un fracaso de la democracia, ni es culpa del referéndum. Más bien es una consecuencia necesaria del éxito de la misma. Tal vez los recientes referendos británico y colombiano supongan un fracaso, como de hecho concederé parcialmente en el punto siguiente, pero no lo son en todo caso porque la opción que nos parecía incorrecta resultara ganadora. Lo hubieran sido de todos modos si el resultado hubiera sido el inverso.
Pensemos en el ejemplo del Brexit una vez más. No sólo la deliberación durante la campaña estuvo plagada de mentiras y manipulaciones, sino que venía a sumarse a una historia de décadas en la que la clase política británica contribuyó a desinformar a su ciudadanía sobre el papel real de la Unión Europea. Durante años esa clase política utilizó el tema de la UE como un arma electoralista y no alimentó un debate profundo de razones y bien fundado sobre hechos objetivos. Cómo podía esta clase política pretender, después, que con unas pocas semanas de debate simplista, enconado y también manipulador la ciudadanía estuviera en condiciones óptimas para ejercer su soberanía última. La culpa del resultado del 'Brexit' no la tiene el referéndum, la tiene el no haber hecho las cosas bien desde el punto de vista de la organización de todo el proceso. Lo mismo ocurre con la victoria de Trump. No es culpa de tener elecciones democráticas, sino de un complejo sistema electoral en el que no nos hemos tomado suficientemente en serio lo que significa que la ciudadanía posea la última soberanía.
Los referendos son herramientas potentes e irrenunciables de soberanía popular, pero son también instrumentos delicados, y su organización es compleja y exigente. De modo que debemos tomárnoslos muy en serio, e invertir grandes esfuerzos en que funcionen adecuadamente. En caso contrario, nos abocamos a una profecía auto-cumplida, en la que el fracaso del instrumento derivará de la falta de compromiso y seriedad de aquellos que han abusado de él sin creer realmente en lo que significa. Pero, dado que no hay alternativa si creemos en la soberanía popular, es compromiso de todos mejorar el uso que hacemos de este instrumento. Y debemos advertir, con letras grandes y llamativas, que dicha profecía desemboca, atención (en caso de autocumplirse), en el fin de la democracia misma.