30 de Noviembre de 2016, 22:33
"Los menos educados temen ser gobernados por intelectuales esnobs que no saben nada sobre sus vidas y experiencias. Los educados temen que su destino sea decidido por ignorantes que desconocen cómo funciona de verdad el mundo".
Así, la dicotomía entre educados y menos educados encuentra diversas correspondencias: liberalismo/populismo, globalismo/nacionalismo, ironistas/literalistas. No refleja, en cambio, una brecha entre izquierda y derecha, o al menos disminuye su importancia; tampoco, necesariamente, una divisoria generacional. En todo caso, la brecha es geográfica, como demuestran los mapas políticos en Gran Bretaña (Londres y el sur de Inglaterra contra el norte) y Estados Unidos (las costas frente al interior). En el caso del Brexit, el 75% de los posgraduados apoyaron la permanencia; entre quienes dejaron el colegio sin cualificación alguna, el 73% apoyó la salida de la UE. Por su parte, Trump ha obtenido frente a Clinton una ventaja entre votantes blancos sin grado universitario desconocida desde que este dato empezó a cosecharse allá por 1972. Ahora bien, las minorías latina y afroamericana, cuyo nivel educativo también es discreto, tiende a apoyar al Partido Demócrata; esta vez, a diferencia de lo sucedido hace cuatro años, se ha movilizado mucho menos. Para David Runciman, el voto está cada vez más determinado por el nivel educativo. Pero, a su juicio, sería un error deducir que se da un contraste entre conocimiento e ignorancia; lo que se enfrentan son dos visiones del mundo. ¿Acaso es la derecha populista la única que cree en conspiraciones globales? En otras palabras, todos padecemos sesgos racionales y afectivos que están determinados por nuestro proceso de socialización y educación. Esto, en puridad, no es nuevo. Sí lo es que las redes sociales estén intensificando este efecto, reduciendo el mundo común compartido por los ciudadanos. Y lo es que la crisis, combinada con algunos efectos de la globalización -con la deslocalización y la inmigración a la cabeza- ha creado en los menos educados la sensación de que las élites defienden aquellas políticas que perpetúan su poder. Por eso, subraya Runciman, "la brecha educativa tiene el potencial de destruir los delicados hilos que mantienen unida la democracia representativa". ¡Es la educación, idiotas! Idiotas y no estúpidos: porque idiota es quien se refugia en sus intereses privados y desatiende los asuntos públicos. No es Runciman, ni mucho menos, el único que ha tomado nota de este fenómeno; basta echar un vistazo a los perfiles sociodemográficos de los votantes para percatarse de ello. Si es que los propios candidatos no nos informan: Trump dijo en campaña que "ama a la gente no educada". Pero Runciman sí se sitúa en una posición de aparente equidistancia moral cuando habla de dos visiones del mundo distintas y subraya que el educado es también víctima de sus propios sesgos. Esto último es indudable, aunque quizá convendría admitir que hay sesgos más aceptables que otros: el sesgo del racista es menos democrático que el sesgo del cosmopolita. ¡Admitamos también que un racista podría pedir al cosmopolita que se vaya a vivir con él a la banlieu y opine después! Dicho de otra manera: aunque no todo es información, las preferencias informadas y los valores sometidos a autocrítica son preferibles a las demás. Esta autoconciencia puede proporcionarla la educación, pero no la garantiza. Y no olvidemos que esa educación es también educación sentimental: capacidad de dialogar constructivamente con las propias emociones. Lujos, en fin, para minorías dentro de minorías. Desde luego, es decisivo que las viejas clases obreras hayan abandonado a los partidos socialdemócratas para votar a los populistas. Y aunque el descontento tiene su causa en la falta de rendimientos socioeconómicos del sistema democrático, no olvidemos que Le Pen cosecha apoyos en una Francia donde el gasto social no ha disminuido durante la crisis. Hablamos así más bien de una ansiedad cultural, identitaria, que los actores políticos populistas no solo canalizan, sino que contribuyen a crear. Es un depósito de ira, por decirlo con Sloterdijk, que ha encontrado un gestor eficaz. En último término, el problema está en un proyecto moderno que no puede realizarse sin el capitalismo, que crea la riqueza susceptible de redistribución pero conoce episodios de destrucción creativa que sacuden las comunidades políticas e incluso -somo sucede con la inmigración- las abren en canal. Sus indudables beneficios son dispersos o invisibles; sus daños, concretos y conspicuos. La tarea civilizatoria del humanismo es gradual, lenta, falible; a sus futuros beneficiarios, sin embargo, se les ha agotado la paciencia. Sería complaciente decir que la solución consiste en más educación; es obvio. Pero a corto plazo no bastará y quizá la única pedagogía eficaz sea el fracaso del populismo en el poder.