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El político y el científico, un debate inacabado

Ruth Ferrero-Turrión

26 de Agosto de 2018, 11:54

Como en casi todas las áreas de Ciencias Sociales, los estudiosos de las Relaciones Internacionales se encuentran frente al problema de limitarse a desarrollar su trabajo en la torre de cristal de su universidad o centro de investigación, o saltar a la esfera pública y ofrecer en ella un análisis informado sobre aquellos temas que aparecen como prioritarios en la agenda política, social o económica y que, por lo tanto, interesan coyunturalmente a los medios de comunicación. A priori, parece que una de las principales utilidades de la Universidad debiera ser esta combinación de funciones.

En los últimos años, con la presencia creciente de los medios digitales y las redes sociales en nuestras vidas, la información que antes era sólo accesible a unos pocos se ha hecho más accesible para todos. Esta situación ha supuesto una mayor transferencia de conocimiento desde la Academia hacia otros escenarios sometidos al escrutinio de la opinión pública. De este modo, si en años anteriores los economistas abrieron camino en los medios, ahora son los politólogos los que se encuentran presentes de manera casi permanente para analizar cualquier acontecimiento o situación del día a día. Así, los medios tradicionales (televisión, prensa y radio) legitiman sus informaciones y líneas editoriales sobre la base de contar con expertos acreditados procedentes de la Academia.

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Si esto fuera así, no sería un problema. Sí lo es que los medios de comunicación precarizados y guiados por la guerra de audiencias acuden a cualquier persona que sepa hilar de manera lucida un discurso más o menos coherente, lo cual no quiere decir que sepa de que está hablando y mucho menos que conozca en profundidad las cuestiones de las que habla. Este hecho es quizás más problemático en el ámbito del análisis internacional, dado que es ligeramente más complejo acceder a información fiable y sólida.

Quizás uno de los principales problemas que tiene España en este sentido sea la escasez de centros dedicados específicamente a la política internacional. Esto provoca que el número de analistas en este ámbito sea muy reducido, y mucho más cuándo el asunto que hay que explicar es específico de una región o sector concreto. Se puede ampliar el pool de expertos recurriendo al ámbito académico, pero el grupo seguiría siendo muy reducido. Si este hecho lo situamos en un entorno en el que los medios de comunicación no dan la relevancia suficiente a la política internacional, el resultado no puede ser otro que el de la aparición de discursos y argumentos simplificadores de la realidad.

Y si así están las cosas, ¿qué sucede cuando los debates en torno a una cuestión se polarizan y simplifican? En ese caso, los distintos analistas van a defender una posición de acuerdo a sus instituciones de acogida con la legítima intención de influir en el debate político y en los decisores políticos. De eso se trata. El problema es que la opinión pública, en un elevado porcentaje, desconoce cuáles son los intereses que subyacen detrás de determinados artículos y tribunas. Textos aparentemente objetivos y científicos esconden argumentos sesgados, descontextualizan acontecimientos o directamente obvian realidades que son determinantes para una cabal comprensión de la cuestión objeto de debate, algo que ya ha recibido el nombre de la política más allá de la verdad, donde no importa lo que se diga siempre que la gente lo crea.

Se trata, pues, de un regreso al debate weberiano entre el político y el científico. Identificar la frontera entre uno y otro es clave para acceder a un análisis bien informado. Si esta distinción nunca ha estado demasiado clara, en la actualidad se ha complicado sobremanera. Así, por ejemplo, desde la Academia hemos asistido a discusiones y debates sobre medios, intelectualidad y política que ponen de manifiesto los retos a los que nos enfrentamos. Hemos presenciado en un corto periodo el incremento exponencial de expertos en todas las áreas de las Ciencias Sociales. En el caso de las Relaciones Internacionales, este hecho es incontestable. Pareciera que por el mero hecho de leer durante un par de semanas la sección internacional de The Guardian o de Financial Times uno se transformara casi milagrosamente en un experimentado analista internacional. El resultado son análisis poco rigurosos, a veces sesgados, pero con una amplia difusión a través de medios tanto tradicionales como digitales. Y esto por no hablar de la difusa línea que se establece entre información, opinión y análisis, y que es alimentada por los grandes consorcios de comunicación que en, no pocas ocasiones, obedecen a intereses meramente empresariales.

Vivimos en una sociedad regida por la inmediatez y el acceso fácil a la información. Una sociedad en la que el nivel de rigurosidad se mide por el número de seguidores en Twitter, por los clics en un blog o por lo simpático, vivaracho o mordaz que se sea en las tertulias de radio y televisión. En este contexto, no queda apenas lugar para la complejidad de pensamiento y de análisis. Es mucho más práctico establecer categorías simplificadoras que fijen los parámetros que, según el experto de turno, hay que seguir; de forma que no existen los grises; y si alguien se atreve a mencionar los matices se debe a que no está suficientemente bien informado o a que un nostálgico sin remedio.

En el debate público se echan de menos a intelectuales que, a la vez que tienen un compromiso público conocido por todos, mantienen un discurso sólido y riguroso con independencia de su ideología. Académicos en constante proceso de renovación y relectura de los clásicos y que planteaban sus análisis desde la complejidad y la duda. Su participación en el ámbito de lo público y su influencia en la agenda política hacen más falta que nunca. Elevar el nivel de debate de manera pedagógica es un servicio público. Pero para conseguirlo es necesario plantar cara a grandes intereses corporativos o partidarios y hacerse un hueco de cara a la opinión pública. En todo caso, se hace más necesario que nunca tomar aire, en una suerte de elogio de la lentitud , que permita leer y reflexionar de manera pausada, rebajar los egos desmedidos y colaborar con análisis objetivos y rigurosos que transmitan fiabilidad a la opinión pública y que permitan una comprensión de la realidad sin maniqueísmos y sin intereses ocultos.

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