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Umbrales de pobreza … ¿y de riqueza?

Borja Barragué

12 de Noviembre de 2018, 17:28

En una entrevista publicada por el diario Cinco Días, Carmen Thyssen afirmaba que ser rico "siempre es difícil", porque "conlleva una gran responsabilidad" para uno mismo y las personas de su entorno. En un sentido similar, David Leonhardt afirmaba en una columna en The New York Times que corren malos tiempos para ser rico. Mientras que antes de 2008 la figura del millonario tendía a asociarse a colosos del emprendimiento como Steve Jobs o Amancio Ortega, a partir del estallido de la crisis ésta se asocia también a titanes del capitalismo de amiguetes como Rodrigo Rato o Miguel Blesa.

De ahí, quizá, que recientemente se haya reabierto (aquí, aquí o aquí) un debate recurrente en épocas de vacas flacas: ¿existen buenas razones para freír a impuestos a los (más) ricos? Lo que sigue del post se divide en dos partes. En la primera revisaré tres razones que se han venido manejando para justificar la implantación de algo así como un umbral de riqueza. En la segunda discuto algunas de las formas que podría adoptar ese umbral.

En una conferencia pronunciada en el Center for Ethics in Society de la Universidad de Stanford, Ingrid Robeyns elaboraba la teoría que ha llamado 'limitarismo', cuyo argumento central sostiene que los ciudadanos tenemos la obligación moral de no ser (demasiado) ricos. Robeyns considera que el deseo de una persona de tener más recursos que los estrictamente necesarios para llevar una vida completamente satisfactoria –tener buena salud, buena educación, un trabajo satisfactorio, una vivienda y tiempo de ocio– tiene "cero urgencia moral". En la línea de Peter Singer, Robeyns afirma que en el mundo mucha gente se muere de hambre mientras que gente más rica que ellos podría procurarles un incremento muy sustancial en la calidad de sus vidas a un coste, en comparación, muy reducido. Es decir, la riqueza (extrema) importa porque la pobreza (extrema) importa.

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Pero, además de mejorar la calidad de vida de los más pobres, cabe esgrimir al menos otro par de razones en favor de un umbral de riqueza. Por un lado, podríamos querer establecerlo para asegurar el igual valor de las libertades políticas de todos los ciudadanos. Una de las áreas de investigación más fértiles en los últimos años en el ámbito de la Ciencia Política empírica ha sido el de las implicaciones políticas del incremento de la desigualdad en las tres o cuatro últimas décadas. Aunque la mayoría de trabajos se refieren a Estados Unidos, Aina Gallego analiza aquí el grado en que varios factores de estratificación social influyen sobre los niveles de participación política de los diversos grupos sociales en Europa. Cabe extraer dos conclusiones principales de esa literatura empírica. Primero, que el sentido del voto de los diputados electos se corresponde mucho mejor con las preferencias políticas del primer quintil de la distribución que con las del 80% restante. Si, como sugerían aquí Soroka y Wlezien, las preferencias de la elite son, en lo esencial, similares a las del resto de la población, su desproporcionada influencia en el proceso democrático no tendría consecuencias demasiado graves para los más pobres. Sin embargo, y ésta es la segunda conclusión destacable, Page y otros encuentran que, en el caso estadounidense al menos, las preferencias de los verdaderamente muy ricos difieren significativamente de las del votante medio en ámbitos relevantes como el tributario o las políticas de bienestar social.

Asimismo, podríamos querer establecer un umbral que limite las desigualdades de riqueza para promover el igual valor de las oportunidades laborales y educativas de todos los ciudadanos. Tradicionalmente, la literatura empírica sobre movilidad social intergeneracional ha venido considerando que las (des)ventajas socioeconómicas heredadas de nuestros antepasados desaparecen al cabo de aproximadamente tres generaciones –por ejemplo, Becker y Tomes aquí, porque una elasticidad de 0,5 en una generación implica una de 0,125 al cabo de tres generaciones–. Sin embargo, en un artículo reciente cuyo resumen puede consultarse aquí, Barone y Mocetti encuentran una persistencia significativa de las posiciones (estatus) socioeconómicas a lo largo de siete siglos. Las sociedades con una alta transmisión intergeneracional de las ventajas socioeconómicas no sólo son percibidas como injustas por sus ciudadanos, sino que además son más ineficientes por la pérdida de capital humano que se produce en la parte más baja de la distribución –medido como las contribuciones y las capacidades que estos ciudadanos no realizan–.

Supongamos, aunque sea sólo en aras de la argumentación, que damos por buena alguna de esas razones. ¿Cómo podríamos aterrizar en el plano institucional la idea del umbral de riqueza o techo de ingresos? Aunque seguramente existen otras, aquí discutiré dos estrategias: la vía tributaria y el establecimiento de un salario o renta máxima. Lo haré en este mismo orden.

Es sobradamente conocido que los tipos marginales en países como Francia, Alemania, Reino Unido o EEUU eran muy elevados en las cuatro décadas que van de 1935 a 1975, alcanzando en algunos casos el 90%. Lo que es mucho menos conocido es que esos tipos confiscatorios no estaban tan generalizados como podría parecer. En 1935, Franklin D. Roosevelt elevó el tipo hasta el 79% (desde el 63%) e incrementó el tramo hasta los cinco millones (desde el millón de dólares). Pero como observa Bruce Bartlett, en realidad ese tipo confiscatorio sólo se aplicaba a una persona en todos los Estados Unidos: John D. Rockefeller.

El establecimiento de un tipo marginal rooseveltiano para los (mega) ricos ha sido defendido desde la teoría de la tributación óptima y además es una propuesta que el electorado parece apoyar (aquí los datos para EEUU, aquí para España). Contando con apoyo teórico y electoral, ¿qué podría salir mal?

Esto es lo que debió de pensar Bill Clinton cuando introdujo el 'techo fiscal' en 1993. Tras ganar las elecciones, el equipo de gobierno de Clinton exploró una estrategia fiscal para reducir los salarios de los chief executive officers (CEOs) consistente en impedir a las empresas deducirse toda remuneración no ligada a la consecución de objetivos (non-performance based compensation) por encima del millón de dólares. Pues bien, entre 1993 y 2001 la remuneración mediana de los CEOs en el índice S&P 500 aumentó desde los 2,2 hasta los 7,2 millones de dólares –para contextualizar ese dato: entre 1936 y 1989 la remuneración mediana de los CEOs de las 50 mayores empresas más subió desde 1,1 hasta 1,8 millones–. Mientras que los consejos de Administración limitaron los salarios al millón de dólares, el intensísimo uso de la remuneración (ligada a resultados) a través de stock-options –¿recuerdan la obsesión de los directivos por el valor de las acciones de la empresa en el escándalo de Enron?– disparó sus ingresos.

La segunda estrategia para fijar algo así como un umbral de riqueza es la implantación de un salario o renta máxima. La crisis de 2008 ha colocado en el centro del debate público la remuneración de los altos ejecutivos, por lo que no es difícil encontrar ejemplos recientes de medidas orientadas a ese objetivo, como la sección 957 de la Ley Dodd-Frank, el Stewarship Code británico o la Iniciativa Minder suiza, aprobada en referéndum nacional en marzo de 2013 por una mayoría del 67,9%. Siendo ésta, de nuevo, una estrategia electoralmente atractiva para los políticos electos, ¿qué problemas, si es que existe alguno, encierra esta segunda vía?

Supongamos que Ricardo montó hace apenas un año una empresa en Madrid y en el primer año ha ganado unos 240.000 euros. Supongamos, además, que gana las elecciones el Partido Limitarista, que adopta una serie de políticas (predistributivas) tendentes a reducir la desigualdad de ingresos antes de impuestos y transferencias entre la gente que como Ricardo se encuentra cerca del umbral de riqueza y la gente como Jonathan situada cerca del umbral de pobreza. Entre esas medidas se encuentra un techo de ingresos situado en los 250.000 euros anuales. Si Ricardo tiene la obligación de desprenderse de todos sus futuros ingresos a partir de los 250.000 euros, ¿qué incentivos tiene para seguir invirtiendo (tiempo, dinero, esfuerzo) en desarrollar el producto y aumentar el tamaño de la empresa?

Una opción a priori más interesante para los limitaristas preocupados por la pobreza sería el principio de la diferencia de J. Rawls. Según este principio distributivo, las desigualdades en los recursos socioeconómicos sólo son admisibles en la medida en que maximicen las perspectivas de quienes ocupan el extremo inferior de la distribución. En un esquema distributivo donde el principio de diferencia queda satisfecho, Jonathan puede aceptar que Ricardo acreciente sus ingresos y siga invirtiendo en la empresa, porque algunos de los recursos extra derivados de esa inversión se invierten, por ejemplo, en programas de formación y garantía de ingresos que mejoran sus expectativas. Mientras que la política fiscal rooseveltiana y los techos de ingresos ofrecen a Ricardo poquísimos incentivos para continuar generando riqueza, el principio de la diferencia combina de forma eficaz las ideas de eficiencia y equidad, salvando la objeción de la igualdad a expensas de la prosperidad económica.

Voy concluyendo ya. Lo anterior sugiere que, incluso si se comparte la preocupación central del limitarismo por repensar los umbrales no sólo de la escasez sino también de la abundancia, es posible que las políticas orientadas a limitar la generación de riqueza no sean la mejor forma de hacer operativa esa intuición, porque el bienestar social depende de la producción total. Dicho de otra forma: una visión sugerente de la justicia social, para serlo, ha de incluir entre sus ingredientes la eficiencia, porque la igualdad en la miseria es un ideal de justicia decididamente poco atractivo.

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