Por cuarto año consecutivo la Seguridad Social ha cerrado el ejercicio de 2015 con un fortísimo desequilibrio financiero, disparando las alarmas una vez más. ¿Es insostenible el sistema?, ¿son necesarias nuevas reformas? En las próximas líneas trataremos de explicar la verdadera dimensión del problema.
Los datos. Dejando a un lado la protección por desempleo, la Seguridad Social ha dedicado en 2015 al pago de las pensiones y del resto de prestaciones del sistema 17.000 millones de euros más de lo que ha ingresado, un desfase que supera en más de 1.000 millones el ya alarmante desequilibrio de 2014. ¿Cómo se explica que con un crecimiento económico del 3% las cuentas de la Seguridad Social experimenten un deterioro tan importante? La respuesta la encontramos en la evolución de los ingresos y de los gastos.
Por el lado de los ingresos, las cotizaciones sociales principal fuente de financiación han quedado muy por debajo de lo presupuestado, tal como ya anticipara en su momento la Autoridad Independiente para la Responsabilidad Fiscal. En concreto, una recuperación del número de afiliados del 3,2% apenas ha servido para incrementar la recaudación por cotizaciones en un 1,3% como consecuencia de tres factores concurrentes. Primero, la intensificación de la precariedad y el deterioro de las condiciones laborales (salariales, en particular) provocada por la ruptura laboral de 2012. Segundo, la fuerte caída de las cotizaciones de los desempleados abonadas por el Servicio Público de Empleo Estatal, reflejo de los recortes y del agotamiento de la protección por el agravamiento del paro de larga duración. Y, tercero, las inútiles tarifas planas y exenciones a la cotización que el Gobierno ha endosado a la Seguridad Social con un coste nada despreciable (casi 2.000 millones de euros).
En cuanto a los gastos, las previsiones iniciales mucho más realistas se han cumplido, poniendo de manifiesto el proceso de maduración natural del sistema. Así, un 3,4% de crecimiento de ese gasto es el resultado de la tendencia al alza de tres elementos: el aumento pese a su moderación del número de pensiones (en torno al 1%); el denominado efecto sustitución como consecuencia de la cuantía más elevada de las nuevas pensiones respecto de las que se pagaban a los pensionistas fallecidos (alrededor del 2%); y, en fin, la pírrica revalorización de las pensiones del 025%.
Este rápido deterioro ha supuesto que en solo cuatro años el Gobierno del PP haya recurrido al Fondo de Reserva y a los excedentes de las mutuas profesionales por un valor total de más de 55.000 millones de euros para hacer frente al pago de las pensiones. De manera que hoy apenas quedan 32.000 millones en el citado Fondo que muy probablemente habrán sido consumidos en 2018.
El diagnóstico. La gravedad de los datos expuestos no se discute. Pero conviene evitar juicios precipitados que podrían conducir a soluciones equivocadas e injustas. En este sentido, hay que advertir sobre la generalización en la opinión pública de dos ideas muy discutibles que, presentadas como verdades irrefutables, condicionan los términos del debate acerca de las soluciones. Se dice, por una parte, que las últimas reformas del sistema de pensiones llevadas a cabo no han servido para corregir los (supuestos) problemas estructurales de un modelo que, desde esa perspectiva, se considera sobredimensionado en su acción protectora. Al tiempo que, por otra, el deterioro financiero también tendría que ver con el hecho de que ya empiecen a hacerse notar los efectos del envejecimiento de la población. Ambas apreciaciones deben ser rechazadas para lo cual es importante diferenciar, a nuestro juicio, las dimensiones coyuntural y estructural de los problemas (retos) afrontados por la Seguridad Social.
Lo primero que habría que señalar es que las actuales dificultades de financiación nada tienen que ver con defectos de diseño entendidos aquí como excesiva generosidad del sistema de Seguridad Social. Más bien el desequilibrio financiero responde a la fortísima destrucción de empleo provocada por la crisis económica y a las recetas austericidas que han priorizado la lucha contra el déficit público sobre la recuperación del mercado laboral. La mejor prueba de la naturaleza coyuntural de estos condicionantes es que si ahora tuviéramos el nivel de afiliación y de salarios de 2008 la Seguridad Social disfrutaría de un holgado superávit.
Además existe nadie lo niega un reto estructural importante asociado al envejecimiento de la población que ha de resultar del alargamiento de la esperanza de vida y, sobre todo, de la jubilación de la generación del baby boom, la más grande de nuestra historia. Lo cierto es que a veces parece olvidarse que este cambio demográfico (sólo) empezará a dejar sentir sus efectos a mediados de la próxima década. Y que para darle respuesta se consensuó en 2011 una reforma (recorte) paramétrica que, más allá de algunas sombras, tenía la virtud de situar el nivel de gasto en el momento más crítico (2050) en cotas asumibles si tenemos en cuenta que hoy ya otros países de nuestro entorno gastan en pensiones por encima de esa cifra (14% del PIB). Así se pone de manifiesto en los Informes de envejecimiento de la Comisión Europea de 2012 y 2015.
Desde esta perspectiva, cabe afirmar que los cambios introducidos en 2013 no eran necesarios. Lo cual en absoluto significa que su contenido fuera menor como a menudo se da a entender. Muy al contrario, la reforma de aquel año busca garantizar la viabilidad del sistema de Seguridad Social evitando el crecimiento del gasto. Pero en la medida en que el número de pensionistas va a crecer sensiblemente, ello va a traducirse en un recorte drástico de la cuantía de las pensiones lo que conduce a dinamitar una de las grandes conquistas sociales de las últimas décadas: el éxito de la lucha contra la pobreza en la tercera edad sintetizado en el mandato constitucional de garantía de un sistema público de pensiones adecuadas y suficientes.
Las soluciones. Visto el recorrido limitado que tiene el Fondo de Reserva, la vía alternativa a los recortes de 2013 para la recuperación del equilibrio de la Seguridad Social pasa fundamentalmente por incrementar de forma sustancial la aportación del Estado a la financiación de aquélla. Son diversas las opciones que pueden plantearse en este sentido, siendo una de ellas la creación de un recurso fiscal específico para las pensiones, una medida que arroja resultados razonablemente satisfactorios en un país de referencia como Francia. En todo caso, aquí nos importa destacar un triple aspecto.
De un lado, incrementar la implicación directa del Estado en el sostenimiento de la Seguridad Social es una medida necesaria para corregir la anomalía que supone que España sea uno de los países de la OCDE donde esa contribución procedente de los impuestos generales es más baja. Caminaríamos, en definitiva, hacia la normalización de nuestras fuentes de financiación del sistema público.
De otro, hay que ser conscientes de que el esfuerzo adicional de financiación de las pensiones como principales prestaciones que se cuantifica en 3,5 puntos porcentuales de PIB de ahora a mitad de siglo constituye un esfuerzo muy importante, sin duda, pero es limitado en el tiempo porque a partir de esa fecha caerá de forma acelerada en la medida en que las cohortes venideras serán mucho más reducidas.
En fin, paralelamente al desarrollo de este tipo de medidas en el plano fiscal resulta imprescindible corregir los gravísimos problemas estos sí estructurales de precariedad e inestabilidad que sufre nuestro mercado laboral, que ya existían antes del estallido de la crisis pero que se han recrudecido con los últimos cambios normativos.
Este artículo también ha sido elaborado por Antonio González.