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¿Tenemos el deber moral de trabajar?

Borja Barragué

23 de Mayo de 2016, 21:23

En un debate celebrado en Caixa Forum, Pau Mari-Klose sostenía que, aunque es verdad que en el periodo 2008-2014 se observa una caída en los ingresos de todos los grupos de renta, ésta es especialmente intensa en la parte más baja de la distribución. La desigualdad ha aumentado en los últimos años en España porque la brecha entre las rentas más bajas y la mediana se ha hecho más grande. Dado que el próximo 26 de junio habrá de nuevo elecciones, ¿qué proponen los principales partidos para garantizar unos ingresos mínimos a las decilas inferiores de renta? 

Quizá no sea demasiado arriesgado decir que existe cierto consenso entre los principales partidos españoles acerca de la necesidad de elaborar un plan integral de garantía de ingresos mínimos para luchar contra la pobreza. El PSOE y Unidos Podemos proponen reforzar la última red de seguridad mediante un Ingreso Mínimo Vital y una Renta Garantizada, respectivamente. Ciudadanos propone un Complemento Salarial que funciona como un impuesto negativo y que conlleva la asunción de que, una vez nos han enseñado a pescar, en el estanque siempre habrá peces. Hasta el pacto de los botellines, Unidad Popular planteaba un programa de Trabajo Garantizado à la Philip Harvey que asume que, de no haberlos o haberlos pero en cantidad insuficiente, el Estado siempre puede multiplicar los peces del estanque para garantizar una pieza a todo el mundo.

Con mayor o menor intensidad, todas esas propuestas asumen que, para tener derecho a esas prestaciones, los ciudadanos han de observar ciertas normas de comportamiento, por lo general vinculadas a la formación y búsqueda de empleo. Es decir, más o menos explícitamente, todas esas propuestas asumen que los ciudadanos tenemos el deber moral de ser económicamente autosuficientes. Pero, ¿qué argumentos se han venido invocando en favor de las políticas de workfare que condicionan las transferencias sociales a (la voluntad de) desempeñar una actividad laboral? En lo que sigue discutiré tres: el argumento basado en el mérito, el basado en el paternalismo y el basado en consideraciones de justicia. Anticipo que ninguno de los tres me parece que aporte un apoyo decisivo en favor del workfare. No al menos desde la perspectiva del liberalismo igualitario.    

El primer principio moral sobre el que ha solido fundamentarse el workfare es el mérito. En estas justificaciones suele entenderse que el trabajo remunerado es la única vía que tienen los ciudadanos de demostrar que son lo bastante responsables como para, llegado el caso, merecer la asistencia social. Esta visión meritocrática de la justicia social ha dado apoyo a políticas de garantía de ingresos típicamente liberales como el complemento salarial, que restringen el ámbito de sus destinatarios a quienes participan en el mercado laboral.

La noción de la justicia distributiva como dar a cada uno en proporción a lo que se merece no es nueva. Ya Aristóteles denominaba justicia correctiva a la idea de que la responsabilidad rectifica la injusticia que un individuo haya podido infligir a otro y justicia distributiva a la referida al reparto, según los méritos de cada cual, de bienes, derechos y deberes entre los que tienen parte.

El igualitarismo contemporáneo de inspiración rawlsiana, sin embargo, rechaza esa noción moralizada del mérito. La principal razón de ese rechazo –compartido por cierto con quien acuñara el término "meritocracia", Michael Young– es que la concepción meritocrática de la justicia distributiva no garantiza una igualdad de oportunidades lo suficientemente robusta, ya que la meritocracia simplemente implica sustituir la circunstancia del nacimiento por la de la educación del colegio de El Pilar o Eton como tamiz para asignar las posiciones sociales superiores a una elite instruidísima. 

El segundo principio es el paternalismo. En este caso el argumento no es tanto que la obligación de ser económicamente autosuficiente que subyace a los programas de transferencias condicionadas sea deseable desde la perspectiva del contribuyente, sino desde la de los (potenciales) perceptores. La participación en el mercado laboral, se nos dice, no es sólo fuente de unos ingresos más o menos estables, sino también una forma de sentirnos socialmente útiles, de incrementar nuestro capital humano o incluso de autorrealización personal. Esta visión perfeccionista de la intervención del Estado es el fundamento de programas de garantía de ingresos típicamente socialistas como el trabajo garantizado. ¿Hay algún problema con esta justificación?

El paternalismo no es nuevo. Los Estados llevan tiempo obligando a sus ciudadanos a que contribuyan a un sistema de pensiones, se pongan el cinturón de seguridad o el casco, o se abstengan de bañarse en la playa de Ondarreta con bandera roja. Aunque no siempre –hay quien defiende la prohibición de la prostitución por razones morales, porque es denigrante para quien la ejerce–, muchas veces el paternalismo se justifica por razones consecuencialistas: como resultado de la adopción de esa norma o política, la utilidad de las personas afectadas por ella aumenta.

Supongamos que concedemos que en la mayoría de ocasiones el Estado produce un aumento de la utilidad total cuando adopta políticas paternalistas, porque la intervención estatal suele tener como resultado vidas más largas (casco, cinturón), más sanas (soda tax), o mayores ingresos en la última etapa de nuestra vida (pensiones). Incluso en ese escenario favorable al paternalismo, uno aún podría pensar que la cuestión de si el paternalismo está justificado no es simplemente empírica, porque depende de cómo definamos la utilidad. Si ésta incluye sólo cosas como años de vida ajustados por calidad o ingresos, entonces sí parece una cuestión empírica. Pero si la concebimos de forma que incluya cosas como la autoestima o el derecho a tomar decisiones por uno mismo, entonces la cuestión de si la utilidad de un agente ha aumentado tras la intervención paternalista del Estado adquiere un cariz normativo.

Uno podría pensar que cuando un médico priva a los padres de la decisión de seguir (o no) adelante con un embarazo con malformaciones congénitas, esa vulneración del principio de autonomía es incompatible con un aumento de utilidad, incluso si el resultado fuera una mayor calidad de vida para los padres en el futuro. Pero también que cuando el Estado obliga a Jennifer a aceptar un empleo que le confiere un estatus social bajo, eso implica de alguna forma un menoscabo de su dignidad incompatible con una ganancia neta de bienestar, incluso si el resultado fuera que Jennifer pasa de la decila 2 a la 4 en la distribución de ingresos. Desarrollaré un poco más esta idea a continuación antes de concluir el post.

El principio más frecuentemente invocado para justificar la idea de que los ciudadanos que no sufren ninguna discapacidad tienen la obligación moral de ser económicamente autosuficientes ha sido el principio de reciprocidad. Según este argumento, cuando recibo algo de alguien (un subsidio de desempleo), surge la obligación de reciprocar (aceptar una oferta de empleo), porque de lo contrario estaría imponiendo el coste de mis decisiones (surfear todo el día en la playa de Mundaka) a terceros. Esta noción de la justicia como reciprocidad es el fundamento de programas de garantía de ingresos típicamente socialdemócratas como los mínimos vitales o las rentas garantizadas. A pesar de su aparente corrección, este argumento adolece de dos problemas fundamentales.

En primer lugar, ¿por qué condicionar la asistencia social a los pobres al desempeño de un trabajo remunerado cuando el acceso a otros bienes provistos por el Estado y del que se benefician otras clases sociales es absolutamente incondicional? Supongamos que BorjaMari es un ciudadano español cuya preferencia por el ocio es tan intensa que a los 40 años cuenta 8 días cotizados a la Seguridad Social. La mera residencia en España le garantiza virtualmente a BorjaMari, un parado voluntario, el acceso a recursos provistos por el Estado como la policía o las autovías, sin que éste haya de observar el deber recíproco de participar en el mercado laboral. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el principio de reciprocidad exigiría la deportación de estos free riders o gorrones del bienestar. Sin embargo, hasta donde yo sé nadie ha planteado tal cosa. Incluso Donald Trump acepta que los ciudadanos tienen un derecho incondicional a ciertos recursos suministrados por el Estado.

En segundo lugar, incluso si concedemos que el comportamiento más prudente en una economía de mercado es trabajar duro para no transferir el coste de nuestras decisiones a terceros, es posible que este requisito no sea aplicable a toda la población. Es posible que la inclusión activa sea una obligación exigible a la gente con mayor capital humano, pero no a la gente cuya dotación de talentos productivos difícilmente va a tener alguna demanda en el mercado laboral y, cuando la tenga, va a ser para un empleo poco cualificado que proporcione un estatus social bajo.

Existe evidencia de que la productividad en nuestra etapa adulta está fuertemente afectada por los inputs que recibimos de niños. Dicho de otra forma: nuestra productividad depende de circunstancias arbitrarias desde un punto de vista moral, porque son una mezcla de las loterías genética y social. En la mayoría de los casos, el workfare incorpora dos obligaciones: la de aceptar un empleo (poco cualificado) y la de aceptar un estatus social bajo. Pero si la demanda de nuestro capital humano está fuertemente influida por circunstancias irrelevantes desde un punto de vista moral, ¿qué razones podría invocar un socialdemócrata para obligar al grupo más vulnerable de la población a que asuma las consecuencias negativas (bajo estatus) de factores que escapan a su control, como la educación o los ingresos de sus padres? Como decía al comienzo de este post, yo creo que ninguna.

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