26 de Noviembre de 2018, 16:19
Roberto Soravilla, fallecido prematuramente hace poco, era un afable parlamentario del Partido Popular con quien compartí seminarios sobre temas europeos. Tenía perfil atípico (era pintor, galerista y de familia republicana), así que un día le pregunté por cómo había llegado a ser el portavoz popular en la Comisión Mixta para la Unión Europea. Muy sencillo -me dijo-, se debe a mi apellido. Pero no por endogamia o linaje -se apresuraba a subrayar-, sino por algo más pedestre: porque la S queda atrás en el abecedario y eso me resultó providencial en las elecciones de 1989.
Roberto se refería a que entonces, al final de una década de hegemonía socialista, el PP sólo esperaba obtener uno de los cuatro senadores por Madrid y decidió apostar por un político emergente, Alberto Ruiz-Gallardón, quien rebuscó entre sus amistades con apellidos de letra posterior a la R para completar la candidatura. La regulación de las listas abiertas en el Senado obligaba hasta 2011 al orden alfabético y, dado el alto número de votantes que sólo marca el primer nombre (dejando en blanco los otros dos a que tiene derecho), ése era el curioso modo de garantizar las aspiraciones del preferido por el partido. Si nuestro mismo protagonista se hubiese llamado Pérez no habría estado en aquella papeleta sepia. Un imprevisto crecimiento del centro-derecha madrileño en aquellas primeras elecciones encabezadas por José María Aznar le proporcionó el empujón final, y aunque Juan Barranco aún pudo superar en votos a Ruiz-Gallardón, Soravilla sacó algunos más que el segundo nombre del PSOE, ganando así un inesperado escaño.
[Recibe diariamente los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Es difícil encontrar una historia más alegórica que ésta sobre la disfuncionalidad de nuestra actual Cámara Alta y su sistema electoral. En ella salen, o salimos, malparados tanto los representantes como los representados: los primeros, por haber diseñado unas reglas de elección más que discutibles o por gestionar luego las candidaturas con una opacidad tan poco presentable; y los votantes porque, además de desaprovechar votos o multiplicar los nulos con respecto al Congreso, hemos renunciado por sistema a alterar la pre-selección que confecciona el partido (lo que reduce el valor de la queja contra las listas cerradas y bloqueadas).
Como remate de lo anterior, aunque quizás se puede decir que más bien como consuelo, una vez elegidos los senadores importan bastante poco. Apenas les prestan atención sus propios partidos, tampoco los gobiernos territoriales a cuyos intereses teóricamente sirven, ni los medios de comunicación; o, desde luego, la ciudadanía. Ni siquiera la Constitución les hace mucho caso, pues les otorgó funciones legislativas o de control tan limitadas y reversibles que cuesta mucho trabajo identificar alguna aportación o influencia tangible en casi 40 años de democracia. Ni siquiera un Senado controlado por la oposición a Rodríguez Zapatero pudo lograr que sus vetos a numerosas leyes y a cuatro Presupuestos anuales perdurasen más allá del par de semanas que tardaba el Congreso en volverse a reunir para levantarlos.
Pero esa futilidad del Senado, asumida de forma tan pacífica que la Academia sólo se ha dedicado a aconsejar su reforma o supresión, se acaba de topar repentinamente con una hábil escaramuza de Pablo Iglesias. Según su propuesta del martes pasado, el caserón de la plaza de la Marina Española estaría al parecer llamado a despertar de su habitual sopor y convertirse en pieza política clave a partir del verano, siempre que el PP perdiese la mayoría de que disfruta allí desde hace ahora 20 años. Como a estas alturas es bien sabido, la fórmula de Podemos para lograrlo pasaba por confeccionar listas al Senado que, además de las confluencias territoriales e Izquierda Unida, sumasen al PSOE. Y, en efecto, asumiendo como hacía aquí Albert Aixalá que quienes votaron en diciembre a todas esas formaciones apoyarían ahora una propuesta conjunta de este tipo, el sesgo tan mayoritario del peculiar sistema electoral al Senado pasaría ahora a perjudicar al PP, dejando el control total de la Cámara en manos de la izquierda. Si, así presentada, la propuesta parece tan favorable para vencer a Mariano Rajoy, ¿por qué la ha despreciado Pedro Sánchez? ¿Miopía estratégica? ¿Captura de la toma de decisiones por los barones de la España rural [sic]? ¿Demostración de que no es capaz de apostar por una auténtica alternativa a la derecha?
El PSOE, en efecto, se apresuró a rechazar la oferta reivindicándose como un "proyecto autónomo". Enseguida se verá que tenía razones para hacerlo pero, frente a la destreza de Podemos en el manejo proactivo del relato, el líder socialista ha tenido que reaccionar a la defensiva, sin resultar convincente y mucho menos ilusionante. De hecho, había elementos poco confesables en la negativa de Sánchez, incluyendo su debilidad ante parte de la organización que dirige (el socialismo andaluz, por ejemplo, viene de ganar el Senado en cinco provincias y nunca iba a aceptar repartir listas con esa compañía) o la intensa desconfianza hacia Iglesias (una antipatía mutua que ambos disimulan en periodo electoral).
Las dos motivaciones más defendibles para el rechazo tampoco era fáciles de explicar ante el votante que se disputa con Podemos-IU: por un lado, que una coalición tan escorada le quitaría al PSOE la centralidad de la que pese a todo ahora disfruta, perdiendo en junio muchos votos moderados y, más adelante, capacidad de interlocución con Ciudadanos. Y, por el otro, que el escasísimo poder de la Cámara Alta no merecía ese coste, al margen de que la principal motivación aducida por Iglesias -hacer posible una reforma constitucional- quedaría neutralizada por la facilidad con la que el centro y la derecha conseguiría en el Congreso la minoría de bloqueo.
En suma, Podemos no pagaba precio alguno pero ganaba mucho: una cincuentena de senadores, más capacidad para condicionar la agenda política y un PSOE debilitado. Éste, por el contrario, sólo conseguiría una decena de senadores poco útiles a cambio de fuertes tensiones internas y una asegurada erosión política y electoral. Así las cosas, y más o menos agotado el recorrido de este señuelo, el Senado parece haber agotado su efímero minuto de gloria.
Pero antes de volver a olvidarnos de él, permítaseme hacer una reflexión adicional articulada a modo de modesta proposición. No es falsa modestia, pues resulta imposible otorgar gran importancia a nada que tenga que ver con un Senado que apenas funciona y que si empezara a hacerlo, parafraseando a Rubio Llorente, quizás nos haría añorar su actual letargo. Pese a todo, lo que ahora sugeriré pudiera resultar de cierto interés general considerando el momento político actual. En particular, útil para un Pedro Sánchez que no se conformase sólo con zafarse de posibles abrazos del oso o en mostrar poca imaginación al renovar listas electorales; pero, más allá de eso, sería asumible e incluso deseable para los demás partidos a partir de que uno la activase.
La propuesta es sencilla y tiene algún elemento común, aunque también importantes diferencias, con la que ayer mismo propusieron (sin éxito) los socialistas valencianos. Consiste en que el PSOE responda a la oferta de Podemos renunciando a presentar tres candidatos/as a senador en aquellas provincias en donde fuera muy improbable la victoria, reduciendo ese número a dos allí donde sólo puede quedar segundo y a uno si se espera ser tercero o cuarto. En paralelo, debiera invitar a la vez a Podemos (con sus confluencias) y a Ciudadanos a que hagan lo mismo, y animar a los votantes a que elijan libremente los tres nombres que prefieran entre los cuatro o cinco que quedarían en esa criba. El PSOE podría así seguir pivotando sobre el centro-izquierda y pondría a los otros dos (en especial, a Podemos-IU) en la incómoda posición de free-riders si no le acompañan en la idea de dejar que sea el votante quien decida la combinación que prefiere para debilitar, o no, al PP en el Senado. Si Podemos o Ciudadanos ignorasen la idea de reducir a dos o a uno sus candidatos al Senado, tampoco perdería nada el PSOE, y es probable que acabase acumulando votos útiles de quienes vean imposible que Podemos o Ciudadanos saquen adelante sus tres candidatos. El mismo PP podría imitar en el futuro esta práctica si funcionase primero la coordinación entre las fuerzas de izquierda, intentando asociarse a votantes de Ciudadanos para evitar ser barrido del Senado.
Una propuesta así, además, permitiría a cada uno de los partidos mantener su personalidad (eliminando complejas negociaciones de coalición) y, siendo muy optimistas, supondría fortalecer al votante en relación con los aparatos que pre-seleccionan a sus candidatos con la escasa fineza aquí comentada (una falta de respeto en la que, por cierto, Podemos ha incurrido sin rubor en esta semana al hacer predicciones públicas de senadores elegidos cuando queda mes y medio para que los votantes puedan tachar sus tres nombres). En este caso, de lo que se trata precisamente es de tomarse en serio la pequeña ventana de libertad que ofrece el actual sistema electoral del Senado para escoger libremente tres nombres y tratar de combinarla con el nuevo panorama fragmentado del sistema político español.
Es verdad que la finalidad del poder constituyente y de la ley electoral era ayudar a combinar representación con estabilidad gubernamental pero, en la medida en que el bipartidismo ha dejado de caracterizar nuestra democracia (y el sesgo mayoritario de la ley electoral para el Congreso ya no evita esa realidad), puede resultar disfuncional mantener un premio de mayoría demasiado distorsionador en el Senado. Dando por bueno que éste pueda tener un papel a desempeñar en la reforma constitucional, tan frustrante es que el PP se parapete allí de forma artificial para evitarla como que la respuesta fuera articular otra mayoría inflada (en este caso de izquierda) que tampoco corresponda a la realidad política plural y acabe dificultando renovar el pacto constitucional por consenso. En cambio, la modesta proposición que aquí se expone incentiva que el Senado refleje al final mejor esa pluralidad y, de paso, puede servir para que los partidos se preocupen por ofrecer candidatos atractivos y mejor preparados para una Cámara legislativa propia de país avanzado.
Como me dijo en su día el añorado Soravilla, con él tuvieron la suerte de que era un artista viajado que sabía inglés, y sólo por eso en contraste con el paupérrimo bagaje lingüístico de sus compañeros se especializó en asuntos exteriores y europeos. Tal vez podamos aspirar a una democracia parlamentaria que dependa menos de la suerte. Y a un debate político menos pendenciero que el que pretende hacer pasar al Senado por lo que no es ni debería ser.