18 de Octubre de 2018, 17:29
El advenimiento de la Gran Recesión sumió a la economía española en una de sus recurrentes pesadillas, el desempleo. Quedaba de este modo evidente que después de muchos años de crecimiento y de creación de empleo, uno de los grandes problemas de nuestra economía permanecía ahí, donde la habíamos dejado en la segunda mitad de los 90. Plenamente recuperado de fuerzas, el paro alcanzó cotas nunca vistas y escaló los rankings de los problemas más importantes para los españoles.
A la luz de esta evidencia, los sucesivos gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y de Mariano Rajoy aprobaron sendas reformas laborales, la del último de mayor calado y trascendencia. Esta reforma pretendía principalmente flexibilizar las relaciones laborales para permitir que los ajustes del mercado laboral ante un shock de demanda externo no se llevaran a cabo principalmente vía destrucción de empleo, seña de identidad de España, sino a través de otras variables: salarios, jornadas
Recientemente, la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) publicó un informe donde se recogía, ya con una cierta perspectiva temporal, los efectos en empleo y desempleo de la reforma de 2012. Aunque es evidente de que se trata de una reforma parcial y para nada satisfactoria por quienes pensamos que nuestro mercado de trabajo exige más cambios, sí es cierto que trascienden de este análisis ciertos efectos positivos. Así, tanto el desempleo como el empleo se han visto positivamente afectados, el primero mostrando caídas menos intensas mientras que el segundo mostrando una mayor vitalidad. Dicha evolución positiva se explica por una reducción significativa de la tasa de salida desde el empleo al desempleo, así como un aumento de los flujos desde el desempleo al empleo. Los cálculos finales de este informe estiman que, al menos, un tercio de la reducción del desempleo desde 2012 pudo estar motivado por la propia reforma.
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Sin embargo, y a pesar del saldo positivo, los retos que quedan aún por afrontar en términos de política laboral son importantes. Aunque desde hace al menos dos años la economía española crea empleo, de la crisis emerge otra serie de problemas que es necesario ajustar en el futuro. Así, en primer lugar, es evidente que la precariedad laboral ha aumentado desde los mismos inicios de la recuperación. Por ejemplo, la temporalidad. y que se redujera claramente a inicios de la crisis motivado exclusivamente por una enorme destrucción de empleo entre el colectivo de trabajadores no indefinidos, vuelve a crecer como suele ser habitual en épocas de expansiones en España. Además, tras las sucesivas reformas que han flexibilizado su uso, el aumento del número de contratos parciales no voluntarios está ahondado la dualidad del mercado de trabajo español, ya de por sí elevada por la existencia de un alto porcentaje de trabajadores temporales.
En segundo lugar, dada la aún escasa flexibilidad para acomodar las relaciones laborales a los diferentes shocks de demanda, las empresas siguen ajustando sus salarios por vías alternativas a aquellas definidas por la negociación colectiva. Resulta evidente que gran parte de la deflación salarial experimentada desde 2011 ha venido principalmente por la sustitución de anteriores contratos por otros nuevos con menores retribuciones o por la discriminación a los nuevos entrantes remunerados en términos reales a niveles de 1993.
En tercer lugar, la Gran Recesión nos deja un oscuro legado materializado no sólo en la aún elevada tasa de paro, sino en el aumento del paro de larga duración, tanto en el número de desempleados como en el alargamiento del tiempo que estos permanecen en el desempleo.
Por último, y en cuarto lugar, ha aumentado claramente (por las razones argumentadas anteriormente) la desigualdad salarial y laboral entre los españoles, incrementando de este modo el resentimiento de una parte importante de la fuerza laboral española. Estos problemas, y otros, necesitan ser afrontados con claridad en sucesivas reformas laborales.
Así, la próxima debería abordar, como mínimo, las anteriores cuestiones, proponiendo para ello políticas laborales que no fueron consideradas en las reformas anteriores o, al menos, como se merecían los problemas enumerados.
En primer lugar, es absolutamente necesario hacer algo más por la eliminación (o al menos reducción) de la dualidad laboral, así como por la precariedad. Para ello, muchos insistimos en la necesidad de eliminar las diferencias existentes en los costes de despido entre contratos temporales y contratos indefinidos. Ni la estructura productiva española ni la estacionalidad de la misma explican tal despropósito, siendo las causas esencialmente regulatorias. Aunque esta propuesta es conocida por todos como contrato único, se ha repetido insistentemente que no es necesario un solo contrato. Es posible alcanzar similares objetivos con dos o tres contratos, con justificaciones para su uso muy claras pero que, sin embargo, no se diferencien en los costes de oportunidad. Así, dos o tres contratos, uno de obra y servicio, uno temporal y otro indefinido con indemnizaciones por despido similares y crecientes con el tiempo hasta alcanzar un máximo a los tres o cinco años de su firma, sería suficiente para alcanzar un objetivo claro de reducción de temporalidad.
Como habrá comprobado el lector, el contrato único no es incompatible con la existencia de uno temporal causal, pero muy limitado en sus posibles usos. La lucha contra el fraude sólo será posible en el caso en el que ésta sea abordable. Tener un contrato temporal cuya definición permite que se firmen varios millones de ellos al año impide una lucha eficiente contra el abuso. La existencia de un contrato único indefinido para la inmensa mayoría de las contrataciones y uno temporal muy concreto facilitaría enormemente la tarea.
Complementario a la simplificación contractual y a la limitación radical del uso de los contratos temporales, sería conveniente reactivar la famosa 'mochila austriaca'. Estos fondos de capitalización permitirían la movilidad del trabajador, lo que redundaría a medio plazo en un aumento de la productividad.
En segundo lugar, sigue siendo elevada la inseguridad de los empresarios a la hora del despido. Actualmente, los despidos improcedentes están excesivamente judicializados, y todo ello a pesar del intento de la reforma de 2012 de intentar clarificar este hecho y limitar, así, el excesivo papel de los jueces en los conflictos que pudieran surgir. Sin embargo, ni ha sido suficiente ni las posteriores posteriores han ayudado. Es absolutamente necesario que una vez más se haga un intento, esta vez real y decidido, por establecer con claridad exquisita las causas del despido (no necesariamente aumentarlas) para que el papel de los juzgados sea simplemente el de validar el cumplimiento o no de las mismas por parte de los empresarios que despiden, ya sea individual o colectivamente.
En tercer lugar, sería necesario abordar seriamente el problema del desempleo a largo plazo. Para ello, las políticas activas de empleo son absolutamente necesarias. Resulta paradójico que, siendo España uno de los países con mayor desempleo de larga duración, sea de los países de Europa que menos esfuerzo haga para renovar el capital humano obsoleto, ya sea por el cambio en el paradigma del crecimiento económico o por el propio alejamiento de los trabajadores del empleo durante largo tiempo.
Para ello, es imprescindible aumentar las dotaciones dedicadas a la atención al desempleado, con seguimiento y autorización individualizada. En este sentido, es absolutamente necesario evaluar los resultados de los programas de cualificación y re-introducción en el mercado laboral. Sólo de este modo será posible una mejora decidida en esta parcela de política laboral. Resulta desalentador que, aun existiendo estas políticas con importantes dotaciones presupuestarias, muchas servían incluso de supuestas tapaderas para la corrupción y el enriquecimiento de algunos. Al menos, parece haberse avanzado en el control de las mismas desde el punto de vista del presupuesto. Es así necesaria una apuesta mucho más decidida por este tipo de acciones, que en otros países son importantes y cuyos resultados positivos están fuera de duda.
Por supuesto, las políticas activas de empleo exigirán de un esfuerzo de coordinación entre las comunidades autónomas, verdaderos agentes de éstas. El esfuerzo para alcanzar un encuentro común sobre el que avanzar requiere de no pocas energías negociadoras, pero imprescindibles para el cariz que toma el problema del desempleo de larga duración en España.
En cuarto lugar, es necesario avanzar en la reforma de la negociación colectiva. La reforma de 2012 buscó incrementar la flexibilidad interna de las empresas para que pudieran ajustarse ante shocks de demanda no sólo vía empleo, sino además a través de otros canales, como los salarios y la jornada laboral. Aunque tales objetivos pueden suponer, para algunos, un ataque directo contra los derechos de los trabajadores, e incluso pueda suponer un desequilibrio en el poder de negociación sobre ciertas materias, lo cierto es que las oscuras predicciones que sobre la reforma de 2012 se elevaron en el ámbito de la negociación no parecen haberse cumplido. Por lo tanto, avanzar en la prevalencia de los convenios de empresa sobre los sectoriales y provinciales, así como favorecer el ajuste no sólo vía empleo, son medidas encaminadas al objetivo de la reducción del desempleo que pueden estar teniendo éxito.
Por último, las altas tasas de desempleo y de precariedad están ampliando la brecha salarial, provocando un aumento de la desigualdad salarial. Aunque la lucha contra este problema debe tener una perspectiva a largo plazo, una eventual reforma no debe obviarlo aunque trate de resolver otros problemas más perentorios. Así, estudiar posibles beneficios de un complemento salarial, llevar a cabo una reforma seria del sistema educativo, especialmente en los niveles más próximos al mercado laboral (Formación Profesional y Universidad), facilitar la movilidad interna en la empresa, así como externa de los trabajadores, también funcional y geográfica, etc. Todo ello permitiría, no a corto pero sí a medio y largo plazo, poner freno al aumento de una desigualdad salarial que tiene carácter estructural.
En definitiva, a pesar de los efectos positivos de la reforma de 2012, quedan pendientes numerosas tareas a las que hacer frente en nuestro mercado laboral. Al Gobierno que emerja, si lo hace en los próximos meses, debemos exigirle, por el bien de todos, voluntad, conciencia y responsabilidad para afrontar de una vez por todas todas las dificultades que nuestro mercado de trabajo afronta, con el único objetivo de elevar la estabilidad y bienestar de los ciudadanos de este país.