30 de Abril de 2016, 21:14
La rivalidad entre Irán y Arabia Saudí representa en la actualidad el principal factor de inestabilidad en Oriente Medio. Es crucial en los dos principales conflictos declarados de la zona, en Siria y Yemen, donde la situación podría calificarse de guerra por procuración entre las dos potencias regionales, pero su impacto va más allá. A menudo se reducen las tensiones entre los dos países a una disputa sectaria: los iraníes son mayoritariamente chiíes, mientras que la ideología del Estado saudí, el wahabismo, es una versión del islam sunní sumamente hostil al chiismo. Por otro lado, desde 1979 se acusa al régimen de Teherán de intentar exportar su modelo de gobierno jomeinista a otros países de la región, muchos de los cuales tienen un porcentaje considerable de chiíes. En el caso de Arabia Saudí, se trata de casi la quinta parte de la población, concentrada además en la provincia que produce la mayor parte del petróleo del reino.
No cabe duda de que el factor sectario no debe descartarse, pero dista mucho de proporcionar una explicación integral del enfrentamiento entre Arabia Saudí e Irán. De hecho, hasta finales de los años setenta ambos países estaban en la órbita de Washington y sus relaciones bilaterales eran relativamente cordiales, aunque existían desacuerdos en temas como el reconocimiento de Israel por parte del Shah. La situación cambió radicalmente con la Revolución Islámica, que ofrecía un modelo de Estado alternativo, basado tanto en el islam como en la participación del pueblo y que, como tal, representaba un desafío a la legitimidad de los regímenes de la región. Sin embargo, debido a la situación de minoría de los chiíes en el mundo musulmán, Irán ha buscado minimizar la cuestión sectaria a favor de otras, en particular la hostilidad compartida hacia Israel. Ello le ha permitido extender su influencia más allá de su público natural, en particular con su apoyo a Hamás.
Por otro lado, la invasión de Irak por parte de EEUU y sus aliados en 2003 abrió una caja de Pandora y es en gran parte responsable de la situación actual. Durante décadas el país había estado en manos de un régimen brutal, supuestamente laico pero dominado por la minoría sunní y que no dudaba en instrumentalizar la religión cuando era conveniente (sobre todo tras la fallida invasión de Kuwait, cuando Sadam Husein escribió "Allahu akbar" de su puño y letra en la bandera iraquí y lanzó la llamada "Campaña de la Fe" contra el vicio). Era absurdo imaginar que la democracia pudiera funcionar en tal ambiente; en la ausencia de una sociedad civil mínimamente desarrollada, las primeras lealtades son hacia la tribu y la secta, y tanto el revanchismo como el clientelismo de los nuevos gobernantes eran predecibles. Ello dio lugar a la insurgencia en la que jugó un papel prominente Al-Qaeda en Irak, que posteriormente se convertiría en Daesh.
El desastre de Irak condujo a una desvinculación gradual de la región por parte de los EEUU de Obama, lo cual generó gran preocupación en Arabia Saudí. El temor de no seguir contando con el apoyo incondicional de Washington llevó al reino a convertirse en el principal importador de armas del mundo. A ello se sumaron las negociaciones sobre el programa nuclear iraní, que culminaron en el acuerdo firmado el pasado mes de abril que está previsto ponga fin al aislamiento de la República Islámica, alivie las sanciones internacionales que tanto han dañado su economía y le permitan reanudar sus exportaciones de hidrocarburos. Ante estas circunstancias, Arabia Saudí ha adoptado una política exterior más agresiva, sobre todo tras la muerte del rey Abdulá en enero de 2015.
El principal responsable del cambio es el príncipe Mohammed bin Salmán, a quien su padre, el frágil rey Salmán, ha entregado la cartera de defensa (entre otros cargos destacados), y cuyo aventurismo preocupa no solo en Oriente Medio sino también en las capitales occidentales. Menos de dos meses tras la muerte del rey Abdulá, Arabia Saudí emprendió una guerra contra los hutíes en Yemen que está teniendo un terrible coste humano y económico en el que ya era el país más pobre del mundo árabe. El motivo fue el apoyo que Irán estaría prestando a los hutíes, difícil de estimar pero que probablemente contribuyó a su avance contra el presidente Hadi, quien debe su puesto a un acuerdo promovido por Riad. El conflicto ha beneficiado no solo a Al-Qaeda en la Península Arábiga sino también al Estado Islámico, que lo ha aprovechado para establecer su presencia en Yemen.
La situación es incluso peor en Siria, donde desde el principio Bashar al-Assad acusó al movimiento pro-democracia que le exigía reformas de terrorismo, erigiéndose en protector del mosaico étnico-religioso del país contra las fuerzas del islamismo radical. Irán apoyó incondicionalmente al régimen, su único aliado en la región desde los años ochenta (por motivos que poco tienen que ver con simpatía hacia los alawíes, tradicionalmente considerados herejes por los chiíes imamíes, y mucho con su enemistad común con el Irak baazista). La intervención de su milicia libanesa, Hezbollah, fue decisiva para impedir la derrota de al-Assad. Como era de prever, los predicadores suníes, tanto wahabíes como islamistas, se apresuraron a anunciar una yihad contra el gobierno "herético" de Damasco. El flujo de dinero del Golfo contribuyó a islamizar a gran parte de la oposición, además de financiar a yihadistas radicales sin presencia previa en Siria.
En definitiva, es difícil concebir una salida a los conflictos que plagan Oriente Medio sin algún tipo de mediación exterior entre Arabia Saudí e Irán que combine presiones y concesiones. Los buenos resultados de los moderados en las elecciones parlamentarias en Irán muestran los beneficios del diálogo con nuestros adversarios. El diálogo con nuestros supuestos aliados debería seguir la misma estrategia del palo y la zanahoria Y dada la amenaza del yihadismo global, que el régimen saudí tanto ha contribuido a propagar, probablemente más del primero que de la segunda.