2 de Septiembre de 2018, 03:08
En nuestro país son asesinadas anualmente por sus parejas o ex parejas entre 65 y 75 mujeres. Resulta sorprendente cómo dichas cifras permanecen casi invariables desde hace 15 años, periodo en el que, según datos oficiales, casi 1.000 mujeres han perdido su vida por este motivo. ¿Y por qué? ¿Por qué, pese a la batería de medidas adoptadas durante todos estos años, no conseguimos reducir esa cifra? Aunque hay más, voy a destacar cuatro razones.
En primer lugar, el sistema de protección a las mujeres en situación de riesgo se basa en un presupuesto que se ha demostrado falso según el cual todos los maltratadores, incluidos los que están dispuestos a matar (e incluso a veces a morir) cambiarán su comportamiento y omitiran el delito si la pena con la que se les amenaza es lo suficientemente grave e intimidatoria. En segundo lugar, el sistema de protección no identifica bien ni los factores ni las situaciones de riesgo; se sustenta en inercias y procedimientos que se han demostrado escasamente eficaces y, pese a ello, apenas han evolucionado. Tercero, la protección de la integridad física de la mujer en riesgo se hace depender, de manera inflexible, de la previa presentación de una denuncia de maltrato. Finalmente, en cuarto lugar, el sistema no analiza convenientemente cada feminicidio, no procesa sus errores y por lo tanto no aprende de ellos.
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En efecto, nuestro modelo preventivo frente a la violencia de género (incluida, claro está, la prevención frente a la muerte violenta de la mujer) se sustenta en gran medida sobre la amenaza penal. Parte ingenuamente de la idea de que el potencial feminicida es un delincuente más, una persona que responde a parámetros normales de motivación. Sin embargo, a raíz del análisis y tratamiento estadístico de centenares de datos obtenidos durante los últimos 15 años, puedo afirmar que esto no es así. En los supuestos más graves (cuando el modelo de dominio y control del varón sobre la mujer alcanza sus mayores cotas) en los que la mujer está sometida a un muy elevado riesgo de sufrir una agresión mortal, las medidas penales y procesales (básicamente, la prisión y el alejamiento y control del agresor) revisten escasa utilidad. Nos encontramos ante un sujeto escasa o nulamente motivable por la amenaza penal; su comportamiento no está condicionado en absoluto por la pena con la que se le conmina (es lo que técnicamente se denomina inasequibilidad normativa). Esa inasequibilidad, y el consiguiente alejamiento del perfil más común del delincuente, la visualizamos con toda su crudeza cuando comprobamos cómo casi un tercio (28,9%) de los feminicidas se suicida o lo intenta después de matar a su pareja, tras una planificación conjunta de ambos actos (H/S), y cómo la inmensa mayoría de los restantes se entrega a las autoridades policiales, sin enfrentarse mínimamente al sistema.
Hoy sabemos que la denuncia (de maltrato) y la separación (del agresor) o su mero anuncio, ya sean juntas o por separado, son las dos formas de cuestionamiento radical del dominio del varón sobre la mujer y, como tales, los factores más relevantes de riesgo de feminicidio. La constatación de que el tipo de relación de dominio, sobre la que el varón ha construido su propia existencia, llega a su fin, produce en éste una descompensación extrema que, en ocasiones, termina con el asesinato de la mujer.
Si atendemos a la información analizada, consta que nada menos que el 34,4% de los feminicidios se habrían producido mientras la víctima se encontraba en trámites de separación o divorcio, siendo ésta la variable que más veces se repite. En realidad, el porcentaje de supuestos en que el feminicidio se produce en situaciones de ruptura de la relación debe ser bastante superior, primero porque hay casos en que el referido proceso estaría en una fase previa y no consta en las estadísticas y, en segundo lugar, porque los datos se limitan sólo a las rupturas de vínculos matrimoniales, pero no de pareja. La denuncia activa (o debe activar) una serie de medios de protección física de la mujer; sin embargo, la decisión de separación, que no va acompañada de denuncia, no pone en marcha ninguno. Nuestro modelo constitucional impide tomar medidas restrictivas de derechos sobre el potencial agresor, pero no existen limitaciones que nos impidan proteger a la víctima, cuando el riesgo de feminicidio exista y el sistema utilice los instrumentos de los que dispone, aun sin denuncia, para detectarlo.
De todos los feminicidios de género que se han producido en la última década sólo en un 15,7% de los casos la víctima había denunciado previamente al varón, pese a que el asesinato no habría sido el primer acto violento. El ejercicio de posiciones de dominio y control prolongadas en el tiempo provoca en la víctima la desactivación progresiva e intensiva de sus capacidades para hacer frente al estado de agresión y para asimilar las posibles consecuencias vitales (reales e imaginadas) derivadas de la denuncia de maltrato; y es que la situación de una mujer sometida a este proceso difiere poco de la de los prisioneros de guerra o de las víctimas de secuestros de larga duración.
En ese 15,7% de los feminicidios en los que sí existía una denuncia el sistema no fue capaz de evitar la muerte violenta de la mujer, porque el actual sistema de valoración del riesgo de las víctimas (VPL/VPER) tampoco ha sido capaz de discriminar los casos de riesgo extremo de los demás, lo que impide asignar adecuadamente los medios de protección física directa y, cuando los detecta, no siempre es capaz de ofrecer una protección adecuada. Pero, sobre todo, no olvidemos que en el 85,3% de los casos no se presentó denuncia y que, si seguimos haciendo depender el sistema de protección física a la mujer de la presentación de denuncia, seguiremos abocados al fracaso.