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Desproporcionalidad y gobernabilidad

Carlos Fernández Esquer

29 de Marzo de 2016, 07:10

La posibilidad de que se vuelvan a repetir elecciones hace necesario analizar lo ocurrido en los pasados comicios del 20 de Diciembre de 2015, donde el sistema electoral volvió a jugar un papel determinante. Buena parte de los resultados obtenidos por los partidos se explican a partir de los efectos producidos por nuestro sistema al transformar los votos en escaños.

No es un sistema electoral, sino tres, los que en realidad operan en las elecciones al Congreso de los Diputados. En circunscripciones pequeñas, de menos de 5 escaños, los resultados son claramente mayoritarios. En aquellas de tamaño mediano, entre 6 y 9 escaños, se reproducen los resultados globales. Sólo en las circunscripciones donde se reparten más de 10 escaños los resultados son realmente proporcionales. Por tanto, y teniendo en cuenta que más de la mitad de circunscripciones del total son de menos de 5 escaños, queda claro que el sistema electoral español en su conjunto tiene un acusado sesgo mayoritario. Y no por la mal llamada «Ley D`Hondt», ni tampoco por la barrera legal del 3% de los votos, que apenas tiene efecto alguno. En realidad, la principal fuente de desproporcionalidad del sistema, la verdadera causa de ese sesgo mayoritario, es el pequeño tamaño de las circunscripciones, que otorga ventaja a los partidos vencedores y obstaculiza la entrada de los pequeños partidos.

Esto ha convertido al español en uno de los sistemas electorales a nivel europeo que, aun perteneciendo a la familia de los llamados «proporcionales», genera paradójicamente una mayor desproporcionalidad. De esta forma, lo que venía ocurriendo habitualmente es que los dos partidos mayoritarios –UCD y PSOE en un principio y posteriormente el PP- salían claramente sobrerrepresentados, mientras que los terceros partidos con implantación a nivel nacional –PCE/IU, CDS, UPyD- veían cómo sus votos no conseguían materializarse en un porcentaje de escaños equivalente. En las pasadas elecciones del 20 de diciembre, los efectos desproporcionales del sistema electoral volvieron a desplegarse, esta vez con nuevos actores. Los dos grandes partidos se beneficiaron del sesgo mayoritario del sistema electoral, especialmente el PP que obtuvo 19 escaños más de los que le habrían correspondido en un sistema que utilizase un distrito nacional único –como sucede en las elecciones al Parlamento Europeo–. Por contra, los grandes damnificados fueron Ciudadanos y la coalición Unidad Popular, que recibieron una penalización de 10 y 11 escaños respectivamente.

Con todo, ha sido en estas elecciones en las que se han alcanzado los mayores niveles de fragmentación partidista. Mayores incluso que los que se dieron en las elecciones fundacionales de la democracia celebradas en 1977 y 1979. Hoy, las cuatro primeras fuerzas políticas tienen todas ellas una presencia significativa en el Parlamento y, al contrario de lo que venía ocurriendo habitualmente, no existe una diferencia tan rotunda entre el primer y el cuarto partido. Por tanto, y en relación al sistema de partidos, podríamos hablar de la caída del mal llamado bipartidismo. Este término ha de ser sustituido por una nueva expresión más ajustada a esta nueva situación política: el "multipartidismo fragmentado".

Desde las primeras elecciones y hasta el 2011, los dos principales partidos habían acaparado de media más del 85% de escaños en todas las elecciones. En 2015 este dato ha descendido hasta alcanzar el 61% de los escaños. Ello ha significado que las fuerzas nacionalistas como DyL (sucesora de CIU) y PNV, no sean ya partidos bisagra con capacidad para condicionar a las fuerzas mayoritarias. La importancia de los terceros partidos de ámbito nacional ha aumentado considerablemente. Si lo ponemos en relación con las pasadas elecciones, de los 16 escaños que sumaban IU y UPyD, en estas elecciones Ciudadanos, Podemos y Unidad Popular ascienden a 111 parlamentarios.

Este aumento en la fragmentación de partidos se ha podido ver en los tres subsistemas electorales de los que hablábamos al principio. En circunscripciones de tres escaños, como Guadalajara o Huesca, cada uno de los diputados que se reparte ha ido a parar a distintas fuerzas políticas. Tradicionalmente, en este subsistema era donde con mayor vigor actuaba el sesgo conservador. Así, los partidos de centro-derecha resultaban bonificados en las provincias rurales, donde el voto es más valioso y el sesgo mayoritario les reportaba un mayor beneficio. Ahora bien, si las encuestas intuían la irrupción de Ciudadanos como tercer partido en estas provincias, ha sido sin embargo Podemos el que ha entrado con más fuerza. En todo caso, lo anterior no impide que el sesgo conservador haya continuado beneficiando al PP. También ha aumentado la fragmentación significativamente en el subsistema intermedio. El caso paradigmático sería el de Tarragona, donde los seis escaños a repartir se han distribuido entre seis partidos distintos. Podemos entra en todas las circunscripciones de este subsistema, y lo hace con especial éxito en las que existen sentimientos nacionalistas arraigados: Guipúzcoa, A Coruña, Vizcaya, Gerona y Pontevedra. No cabe duda de que la fórmula consistente en coaligarse con otros partidos para penetrar en algunos de estos territorios ha resultado ser una gran estrategia electoral, dejando al margen la cuestión de sus relaciones intraparlamentarias.

En definitiva, si nuestro sistema electoral había sido acusado de poner barreras a la entrada de nuevas fuerzas políticas y de fomentar el bipartidismo, los resultados recientes obligan a replantearse estas afirmaciones. En contraposición a lo que ocurrió con el sistema electoral de la II República, que alimentó un escenario de atomización partidista y polarización política, una de las virtudes que se solían atribuir a nuestro sistema actual consistía en que contribuía a la gobernabilidad. El incómodo peaje que en términos de desproporcionalidad nos habíamos visto obligados a pagar, se contrarrestaba en parte con la estabilidad gubernamental de que disfrutaba el ejecutivo. Sin embargo, tras los últimos comicios la desproporcionalidad no se ha corregido y, además, tampoco se vislumbra la formación de gobiernos sólidos y duraderos. 

Aunque la reforma del sistema electoral siempre ha estado aleteando en el debate público, nunca como ahora había estado tan cerca de materializarse. Parece existir una demanda cada vez mayor para corregir la desproporcionalidad que producen nuestras reglas electorales. Sin embargo, no debe descuidarse que los sistemas electorales son instituciones que tienen que tratar de satisfacer varios objetivos, no siempre conciliables entre sí. Y uno de los más importantes en un sistema de parlamentarismo racionalizado es el de favorecer la construcción de mayorías que puedan a su vez sustentar a un gobierno que lleve adelante su programa político con un mínimo de garantías. Cualquier reforma electoral que quiera implementarse con éxito debe tener en cuenta todas estas dimensiones.

En este artículo también ha participado José Rama Caamaño, Investigador en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid.

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