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Un paso atrás o un mal paso: la declaración EU-Turquía

Gemma Pinyol

20 de Marzo de 2016, 20:38

Sobre la reunión del Consejo Europeo y el acuerdo entre la UE y Turquía de la semana pasada se pueden decir muchas cosas. Y en estos días oiremos muchas de ellas, porque estamos ante un acuerdo incomprensible para buena parte de la ciudadanía europea, que en el último eurobarómetro de 2015 demostró mayoritariamente su opinión que los países miembros deberían ayudar a los refugiados que están huyendo, principalmente pero no sólo, de la guerra de Siria.
 
Se puede decir, de pasada, que parece fuera de lugar incorporar a una declaración sobre la gestión de una crisis humanitaria de tales dimensiones, elementos que forman parte de otras negociaciones de muy largo alcance entre la UE y Turquía, como la unión aduanera o la adhesión. Y en el detalle, se pueden señalar tres cuestiones que, entre otras, preocupan especialmente. 

En primer lugar, la inconsistencia del acuerdo. Es cierto que en el mismo ya no aparece la imperdonable expresión "un retorno exhaustivo, de gran magnitud y por la vía acelerada" que recogía la declaración del 8 de marzo, y que tanta preocupación despertó entre la opinión pública. Pero se señala que se llevará a cabo el retorno de "todos los nuevos migrantes irregulares que pasen de Turquía a las islas griegas a partir del 20 de marzo", es decir, aquellas personas que no se admitan como refugiados y a quienes no soliciten asilo en Grecia. Eso sí, se preocupan de señalar que las solicitudes de asilo se estudiarán de modo individual. Es decir, que o bien el acuerdo se ha hecho para dejar por escrito que los países de la Unión Europea cumplirán con aquello que ya están obligados a cumplir (por la Convención de Ginebra del 1951 y por la Carta de Derechos Fundamentales de la UE), o que la fórmula debe entenderse como un intento de sustraerse del compromiso internacional de no devolver a las personas refugiadas allí donde no se pueden garantizar sus derechos. O papel mojado o una vulneración de la Convención de Ginebra de 1951.

En segundo lugar, el acuerdo genera inseguridad, porque parte de la presunción de considerar Turquía un país seguro. Más allá de varios elementos que pueden poner en duda esta afirmación, la jurisprudencia del TJEU y del TEDH ha dejado claro que cada Estado debe verificar que el país al que pretende retornar a un demandante de asilo respetará la seguridad y los derechos del mismo, aunque este sea un país considerado seguro. Pero además, hay un elemento jurídico que no debe olvidarse. En su ratificación de la Convención de Ginebra, Turquía se acogió a una de las limitaciones que la misma permitía: reducir su ámbito de aplicación a los acontecimientos producidos en Europa. En su ratificación del Protocolo de Nueva York de 1967 (precisamente hecho para superar esta limitación geográfica y la temporal), Turquía fue de los pocos países en mantenerla. Para Turquía, la adhesión a la Convención se limita a las personas que puedan huir de Europa. Es cierto que la legislación turca permite acoger, hoy por hoy, a personas refugiadas sin importar el origen. Pero la existencia de esta limitación debería impedir –porque no responde a una aplicación de máximos– que los países de la UE consideren devolver a refugiados no-europeos a Turquía.

En tercer lugar, el acuerdo es ineficaz. Por un lado, porque sólo da respuestas cortoplacistas a situaciones muy determinadas. Los países miembros han optando por seguir repitiendo que, ante lo que estamos viendo que sucede en las fronteras de la UE, la prioridad está en es luchar contra "el modelo de actividad de los traficantes". Es evidente que las mafias se están beneficiando de la tragedia de las personas, pero lo cierto es que focalizar la respuesta en cerrar la ruta marítima entre Grecia y Turquía no solucionará nada. Las personas que escapan de la violencia y la guerra buscarán, y en eso las mafias también participarán, otras vías de huida, y otras fronteras que cruzar. 

Pero además, las dudas sobre su aplicabilidad son muchas. El acuerdo se basa en un protocolo de readmisión bilateral entre Turquía y Grecia que aún necesita precisarse, y deja por tanto, todo el peso de la atención y acogida de los solicitantes de asilo en manos griegas. Un caos de gestión –en palabras de ACNUR–  que se incrementará con la atención individualizada ante las solicitudes de asilo que presentaran los refugiados que no quieran evitar un retorno forzoso a Turquía. O sea que, en lugar de su tan anunciada reforma, volvemos a la aplicación de Dublín II (por la que el primer país de entrada se convierte en el país responsable de examinar una solicitud de asilo), dejando sola a Grecia ante la responsabilidad. La solidaridadeuropea la recogen las vagas promesas incluidas en las conclusiones del Consejo, pero visto lo visto hasta la fecha, no hay muchas razones para ser optimistas. No se ofrecen soluciones a nivel europeo, compartidas, en línea con la propuesta del gobierno sueco o el Parlamento Europeo de un sistema centralizado europeo con cuotas nacionales. Se repiten "medidas solidarias" en línea con lo que llevamos oyendo ya un tiempo, con los resultados que ya conocemos, y que tienen en Idomeni el epitoma de la vergüenza. 

Contradicciones, debilidades, y cortoplacismo que no responden a la necesidad urgente de gestionar de un modo compartido –más Europa– las deplorables condiciones en las que se encuentran miles de personas –muchas de ellos niños y ancianos– que intentan conseguir refugio en los países de la Unión Europea. Una respuesta que debe ser compartida –más Europa– pero sobretodo, garantista y respetuosa con los derechos de las personas y el respeto al derecho internacional y europeo –mejor Europa–. Cualquier paso que nos lleve hacia otra dirección, como el que supone el acuerdo alcanzado con Turquía, es, con seguridad, una oportunidad para seguir desatando lo peor de cada Estado miembro y un retroceso de costes imprevisibles en la construcción del proyecto europeo.
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