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¿Tiene solución el déficit democrático de la Unión Europea?

Cesáreo Rodríguez Aguilera de Prat

9 de Marzo de 2016, 21:43

La actual crisis de los refugiados  está mostrando la parálisis prácticamente completa de la UE, aquejada de insolidaridad general, repliegue nacionalista, restricciones inauditas de la libertad de movimientos con vallas e imposibilidad de asumir un reparto proporcional de aquellos entre los Estados, con un número oficial de acogidos insultantemente bajo (tan solo quinientos), al margen del loable esfuerzo de Alemania y Suecia que ya peligra. Por si faltaba algo, el gobierno reaccionario de Víktor Orbán quiere organizar un referéndum nacional para intentar no acatar lo ya aprobado a nivel comunitario. Añádase una política económica que persiste en el error, la obsesión austeritaria que, si bien algo atenuada en ritmos y cuantías, se mantiene como dogma pues para las autoridades comunitarias el control absoluto de la deuda es una prioridad intocable.

Todo esto prueba que la UE no funciona bien desde el punto de vista democrático, ni en su proyección exterior, ni en el modo de adoptar e imponer sus recetas económicas dentro de sus fronteras. La UE tiene muchos problemas estructurales y mientras no cambie en forma y fondo no podrá abordarlos mejor: no es que una mayor democratización pueda resolverlos, pero ofrecería medios muy superiores a los actuales para encararlos. Por eso, la cuestión del déficit democrático de la UE es hoy central, como ha señalado Yannis Varoufakis que está impulsando un movimiento paneuropeo al respecto, y de la que he tenido ocasión de ocuparme a fondo (El déficit democrático europeo. La respuesta de los partidos en las elecciones de 2014, Libros de la catarata, Madrid, 2015). Seguir cediendo cada vez más parcelas de soberanía nacional a la UE sin contrapartidas de más y mejor democracia a nivel europeo es un sinsentido y un paso atrás que sólo favorece a élites tecnocráticas alineadas con los mercados.

El déficit democrático, algo de lo que cada vez se habla más desde que la antigua Comunidad Europea se transformó en la actual UE (desde el Tratado de Maastricht de 1993) - es decir, desde que se dio el paso (no culminado) de ir de un mercado común a una entidad supranacional política (nunca bien definida)- el problema es cada vez mayor. Como no se aborda a fondo (más allá de inevitables retoques parciales coyunturales) y como las instituciones comunitarias no descansan en la lógica mayoría de gobierno/ minoría de oposición (como pasa en los Estados nacionales) ocurre que la protesta y el descontento prácticamente los recogen casi en solitario movimientos populistas de la derecha radical que hacen una creciente oposición antisistema irresponsable. ¿Es esto lo que quieren las autoridades comunitarias, una contestación frontal y sin matices? No institucionalizar la oposición tiene este precio y esto es lo que revela las diversas caras del déficit democrático comunitario que afecta a las instituciones, los procedimientos y la legitimidad social.

Las deficiencias institucionales son las más visibles, aunque quizás estén sobredimensionadas: es verdad que la UE tiene un importante problema institucional por su disfuncional modelo que combina (desequilibradamente) Estados con órganos comunitarios, pero las recetas arbitristas centradas en esta dimensión (con la esperanza de que nuevas instituciones serán la respuesta salvífica) no son la clave. Esto no quita que habrá que reformar las actuales instituciones para mejorar la representatividad, la responsabilidad y la rendición de cuentas, pero no bastará. Por lo que hace a los procedimientos es cierto que ha habido mejoras, pero siguen siendo demasiados los mecanismos de toma de decisiones (con mayorías diferentes en función de los asuntos) y sin que se hayan resuelto los problemas de opacidad y secretismo de la comitología dominada por una tecnocracia elitista. Por tanto, la clave radica en la baja legitimidad social de la UE  ya que ésta es vista cada vez con más distancia por los ciudadanos. La UE no suscita la menor adhesión emocional y es tolerada- con más o menos resignación- sólo por cálculos instrumentales de coste/ beneficio. La lealtad de los ciudadanos se dirige (aún) de forma abrumadora a los Estados (o a comunidades subestatales internas), pero no  a la UE. Esta es una entidad percibida como artificial e incomprensible, de ahí que sólo una mayor implicación de los ciudadanos podría revertir esta percepción. En consecuencia, haría falta más deliberación abierta y más participación y, en este sentido, hay que recordar que cada vez se vota menos en las elecciones al Parlamento Europeo (la impresión- errónea- es que son de "segundo orden"), pese al constante aumento de los poderes de éste. Todo ello debería cuestionar el "método comunitario" de adopción de decisiones obsesionado por despolitizar y buscar consensos centristas a toda costa y este objetivo es cada vez más imperativo porque la UE se entromete  de forma incremental en asuntos internos de los Estados (salarios, negociación colectiva, pensiones, régimen de los funcionarios) sin contrapartidas democráticas.

Es cierto que no hay una definición unánime entre los especialistas sobre qué debe entenderse por "déficit democrático" de la UE, pero pese a la diferencia de enfoques  y de énfasis en unas u otras dimensiones, la gran mayoría (hay excepciones) confirma una serie de elementos disfuncionales. Es todo un desafío conceptual y empírico intentar construir una democracia supranacional (algunos lo consideran imposible por definición), pero aunque la UE no llegue a ser un Estado (los Estados Unidos de Europa) esto no justifica en absoluto la existencia de muchas carencias democráticas que podrían corregirse. Si la UE no se interfiriera en la vida interna de los Estados y se limitara a ser una simple coordinadora económica internacional no habría problema alguno, pero es que hoy es mucho más que eso. No es un Estado (con todos los problemas de no serlo), pero es mucho más que una simple alianza internacional de Estados y es esto lo que exige más controles y más participación cívica). No es de recibo seguir avanzando en la integración económica con sacrificio de la democracia: lo que se pierde en los Estados nacionales no se compensa en la UE.

Una de las claves para la posible solución de este déficit sería la de politizar abiertamente todas las opciones para lo que harían falta verdaderos europartidos (no los virtuales que hoy existen): mientras los partidos sólo respondan ante sus electores nacionales y mientras no exista algo parecido a un auténtico gobierno europeo (al menos económico) los partidos no tendrán incentivos para reforzar su integración europea y para corregir a fondo la actual situación. Frente a los consensos centristas del mínimo común denominador (el típico método comunitario que se presta a componendas cada vez menos defendibles) hace falta debatir y confrontar alternativas en los dos grandes ejes de la política europea: sobre más o menos integración y sobre  más o menos regulación y redistribución, con sus respectivos  pros y contras. La ausencia de un pueblo europeo no puede ser excusa para seguir manteniendo un modelo elitista y opaco que beneficia fundamentalmente a los mercados y no a los ciudadanos.

La UE obliga a repensar la democracia en términos diferentes a los del Estado nacional, pero no puede cerrar el debate sobre su necesaria reforma que debería abarcar todas las dimensiones mencionadas. Frente a la tecnocracia elitista hace falta más democracia abierta: no es preciso pensar en un horizonte casi estatal para la UE (hoy casi imposible), pero es urgente superar las limitaciones de la baja calidad democrática europea. Será difícil vencer las resistencias del statu quo , pero en teoría la solución existe, aunque para ello será preciso que antes cambie la actual correlación de fuerzas contraria de hecho a una transformación de tal envergadura.

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