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Legalidad y legitimidad al vent…

Miguel Álvarez Ortega

12 de Noviembre de 2015, 05:32

De las muchas piezas que componen el puzle conceptual del "procés" independentista catalán, en el que se hallan discutibles neologismos como el derecho a decidir, se encuentran igualmente viejos conocidos como la pareja legalidad / legitimidad. Y no deja de resultar relevante, a este respecto, que aquellos teóricos y juristas más entusiastas de la cuestiones formales y conceptuales decidieran centrarse en el primero. Muchos fueron acusados, por ello, de rendir huero tributo a la "ley", desconociendo la compleja realidad socio-política y la necesidad de contar con referentes éticos en los que fundar el orden establecido. Algo similar parece constatarse en la retórica independentista.

El razonamiento esgrimido ahora en el "procés" parece articularse sobre la necesidad de reconocer una suerte de legitimidad constituyente en el Parlament de Cataluña que habilitaría la desatención de la legalidad del Estado español, particularmente en su expresión mediante el TC, al que se considera deslegitimado desde la sentencia del Estatut. Legalidad no equivale a legitimidad y, en este contexto, la ley española ha de ceder ante la legitimidad catalana con base en una clara prelación lógica. A fin de cuentas, las cuestiones de legalidad se relacionan con un plano técnico-jurídico, coactivo, si se quiere, incluso voluntarista; mientras que la legitimidad es el reino de la justificación, de la corrección en un sentido ético fuerte. Si no queremos asumir que la ley es una mera expresión de la fuerza, ésta deberá estar investida de una propiedad superior de la que poder derivar un deber de obediencia, habrá de ser "legítima". La legalidad, por insistir una vez más, es una cuestión interna de validez normativa; la legitimidad, una cuestión externa justificativa.

En este sentido, el hecho de que las pretensiones normativas plasmadas en la Propuesta de resolución del Parlament firmada el 27 de octubre se mueven palmariamente en el terreno de la invalidez jurídica admite poca discusión (abundan los escritos competentes a este respecto). Y que es no sólo deseable sino necesario buscar una articulación política al problema también es idea muy difundida y bien articulada. Pero el problema de la legitimidad, la propia esgrimida y la planteada como externa y rechazada, es más complejo. A Max Weber, el gran teorizador de la legitimität, no han dejado de lloverle palos (filosóficos) desde la aparición de Economía y Sociedad, fundamentalmente debido a la multiplicidad de planos y a la ambivalencia socio-normativa de la citada noción. En efecto, "legitimar" quiere decir justificar, pero también mostrar apoyo (por considerarse justificado, se entiende). Por ello algunos han propuesto emplear "legitimación" para referirse al sostén o apoyo fáctico por razones cualesquiera y dejar "legitimidad" como problema normativo en sentido fuerte.

Desde la reencarnación mesiánica a la tecnocracia, propuestas de legitimidad hay de todos los colores, tamaños y formas: los Monty Python jugaban con esta idea en una escena de Los Caballeros de la Mesa Cuadrada en la que unos campesinos increpaban al rey Arturo si le parecía lógico justificar su reinado en el hecho de que una extraña mujer en un lago le había entregado una espada. Efectivamente, como para todo problema filosófico y social, hay casi tantas posturas como individuos. Pero el consenso contemporáneo tiende a defender eso de la legitimidad democrático-constitucional, sosteniendo la legitimidad de las normas sobre la base de un contenido indisponible en el que no entran las mayorías y un ámbito diverso, referido a cuestiones menos trascendentales, en el que funciona la regla democrática. En una democracia constitucional asumimos un deber de acatar las normas, incluso aquellas que no nos gustan, porque nuestros derechos básicos se ven protegidos y porque podemos participar, siquiera indirectamente, en decisiones que nos afectan. Y porque, no menos trascendente, la alternativa sería el caos ajurídico, el totalitarismo o escenarios en los que cada cual decide en la esfera de su conciencia, à la Rudolf Laun, qué normas entiende como legítimas y cuáles no.

Es por todo ello por lo que las teorías sobre la desobediencia civil, desde Gandhi a Rawls, se las ven y se las desean para operar en democracias contemporáneas. Donde existe respeto a los derechos humanos y cauces de articulación democrática y depuración de posibles desviaciones, difícilmente se puede hablar de falta de legitimidad. La cuestión clave es que, en estos marcos, la legalidad no es mera fuerza coactiva, sino que cumple con los estándares admitidos de legitimidad en su sentido más fuerte. La alegada oposición de la legalidad española frente a la legitimidad catalana es, por tanto, un claro sofisma, entre otras cosas porque esta última, al querer ir en contra de los principios básicos del Estado de derecho y de su propio ordenamiento, sólo se reduce a una mera legitimación fáctica que, ni siquiera si superara la mitad de los votos, podría considerarse de por sí justificada.

Como quiera que la cercanía con esta realidad puede empañar nuestra mirada, puede ser ejercicio útil el rescatar las formas de los denostados analíticos. Tomemos distancia. En un Estado X, democracia constitucional cuasi-federal respetuosa de los derechos humanos, el Parlamento del ente subcentral Y, poseedor de amplia autonomía jurídico-política según el derecho comparado y en el que rige un sistema educativo de inmersión monolingüe en la lengua regional, aprueba una resolución Z que insta a la desobediencia al derecho procedente de X (a la par que el suyo propio) y emprender la secesión unilateral contando con menos de la mitad de los votos de su electorado. Por mera coherencia, sólo cabría concluir la ausencia de legitimidad de esa pretensión…o salir del marco consensuado jurídico-político y filosófico de la Modernidad occidental. 

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