En octubre de 2015 se conmemora el 15º aniversario de la adopción de la Resolución 1325 sobre Mujeres, Paz y Seguridad del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (
UNSCR1325). Y, con tal motivo, una reunión de Alto Nivel evaluará su eficacia e implementación. España tendrá un papel más relevante de lo habitual ya que presidirá, temporalmente, dicho Consejo. Ahora bien, después del
informe demoledor (del pasado 17 de junio) de la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre la situación en España y del papelón (apenas tres semanas después) en la
revisión cuatrianual ante el Comité de la CEDAW, un momento que pudiera ser
histórico aventura con no serlo.
La citada resolución abordó, por vez primera en la historia de Naciones Unidas, la mella desproporcionada y específica que los conflictos armados tienen en la vida e integridad física, psicológica o sexual de mujeres y niñas; asunto este último nada baladí, pues si en los estados de derecho del patriarcado globalizado todavía hay quien piensa que las mujeres tienen un papel subalterno (destinado a satisfacer deseos o necesidades ajenas), en los conflictos, donde éste no existe y el daño es victoria, la cosa se complica. Por ello, la Resolución 1325 (y las posteriores conexas: entre otras,
RES1820,
RES1888,
RE1960 y
RES2106) alertan sobre
la especial protección que debe brindarse a mujeres y niñas frente a la violencia sexual que sufren allí donde hay conflicto armado. Porque ésta es, por muy desgarrador que suene,
una práctica habitual entre los diferentes bandos en conflicto; también, incluso entre los que dicen venir en son de paz, como ha reconocido el propio
secretario general de Naciones Unidas.
Como muestra, por ejemplo,
cuatro de cada 10 condenas del Tribunal Internacional para la Antigua Yugoslavia incluyen cargos por violencia sexual. Pero en un mundo atravesado por la desigualdad y el mandato de sumisión, la violencia contra las mujeres es una moneda común que corre el riesgo de naturalizarse o minimizarse. Por ello, la Resolución 1325 (y anexas) no sólo prevé el especial tratamiento ante la sobre-exposición de las mujeres ante la violencia sino que, con objeto de desmontar el
revival histórico del mandato de sumisión, aborda la desigualdad como origen de la misma; reforzando su participación como agentes activos en todas las escalas, niveles o tareas y su empoderamiento.
Adicionalmente, reconoce la existencia de una agenda propia o diferenciada de las mujeres (que el androcentrismo gusta en ignorar) y la necesidad de incorporar el impacto de género en las operaciones para mantenimiento de la paz (no sólo en los conflictos bélicos). Todo ello con tres compromisos por parte de los estados miembros: 1) Implementar planes nacionales y aportar apoyo financiero y recursos; 2) recabar y consolidar datos sobre el impacto de los conflictos armados entre mujeres y niñas, y 3) reforzar los mecanismos de rendición de cuentas, de transparencia y de interlocución. La clásica tríada que acompaña a las políticas públicas, tan clásica como su incumplimiento.
La Resolución 1325 fue recibida en su día como una joya, como una oportunidad para acabar con la injusticia y la impunidad. Pero
si conocidas convenciones ratificadas Estado a Estado (como la CEDAW o las de Ginebra) se incumplen de manera sistemática, no mejora la cosa en el caso de resoluciones no vinculantes dónde no se prevé un sistema de sanciones ni objetivos concretos. En los 15 años que han pasado desde la adopción de la Resolución sobre Mujeres, Paz y Seguridad
se ha incrementado el número de víctimas civiles en los conflictos armados. El negocio de la opaca, poderosa y lucrativa industria de la venta de armas va bien, no así la Resolución.
Quince años y aún no disponemos de datos consolidados que identifiquen daños, prioridades o que permitan tener un mapa completo sobre el estado de la cuestión. Es más, la Resolución 1325 sigue siendo una gran desconocida y, como muestra de ello,
su propia revisión tiene una presencia periférica en la agenda del movimiento feminista estatal (más volcada en Beijing+20, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, los
vientres de alquiler o la brecha salarial). Hecho, desde luego no ajeno, a la ausencia de transparencia y de interlocución con la sociedad civil organizada y al ninguneo a las organizaciones feministas.
¿Cuál es la valoración del impacto de la Resolución?
Es innegable que se ha incrementado la presencia de mujeres como actores activos, aunque su número todavía es insuficiente. Representan la quinta parte de las personas que integran las misiones de Naciones Unidas y la décima de aquéllas que forman parte del personal militar para el mantenimiento de la paz. Apuntado este avance, sigue constatándose una fractura existente entre la presencia de mujeres y la representación de sus derechos e intereses. Ellas suelen tener menor influencia y liderazgo y persisten los resistentes
techos de cristal.
Por lo demás,
el resto de los compromisos adquiridos hace tres lustros siguen pendientes: la agenda propia o específica, la incorporación de la perspectiva de género, la promoción de los derechos económicos y sociales de las mujeres con la finalidad de fomentar su empoderamiento, la financiación, la implementación y el cumplimiento de los planes nacionales, su dotación presupuestaria, la consolidación de los datos, la rendición de cuentas y la
verdad-justicia y reparación para las víctimas. Prevalece la impunidad frente a las agresiones sexuales y la doble estigmatización de las víctimas provocada por la falta de anonimato en los procesos judiciales. Ese parece ser el mapa, aunque seguimos sin datos consolidados.
La lógica indica que estos asuntos debieran ser abordados en la reunión de Alto Nivel de octubre en la que ocuparemos la Presidencia del Consejo de Seguridad. Una Presidencia liderada por un país que, en la actualidad, tiene poco liderazgo en materia de igualdad y cooperación, que ha recortado (abrumadoramente) los presupuestos en ambas partidas mientras ha incrementado la inversión pública en I+D+i en investigación militar. Los recortes en Ayuda Oficial al Desarrollo (reducidos en un 70%) que han provocado que se estén cumpliendo, casi exclusivamente, con los compromisos de carácter obligatorio (entre los que no se encuentra el Plan de Apoyo a la RES1325). De esta forma, aunque España fue uno de los países que plasmó el compromiso de la Resolución en un
Plan Nacional de Apoyo en 2007, los recortes en Ayuda al Desarrollo, la participación casi exclusiva del Ministerio de Defensa, la ausencia de organismos multilaterales o de carteras ministeriales como Educación, Justicia, Sanidad y la escasa coordinación interministerial en la materia han acabado por enterrar la hoja de ruta de la 1325 y el Plan de Acción Nacional.
El próximo mes de octubre,
Naciones Unidas tiene una nueva oportunidad para anteponer los derechos de las mujeres al negocio de las armas, para defender su integridad física, sexual y psicológica frente a la impunidad de los culpables y la falta de voluntad política de los estados. De no ser así, la Resolución 1325 pasará de ser esa supuesta
joya que tanto celebramos hace tres lustros a un adorno normativo más. Es de esperar que la reunión de octubre no acabe con una nueva y octava resolución que vuelva a no cumplirse mientras las iniciativas que priorizan la igualdad de género reciben el 1% del gasto destinado a la reforma del sector de seguridad. Ello nos haría cómplices, por omisión, de los devastadores efectos que los conflictos armados tienen, a escala planetaria, en mujeres y niñas.