Ha tenido estos días amplio eco en la prensa un estudio sobre la contribución de las personas mayores al sostenimiento económico de sus nietos y nietas. Las informaciones relativas al estudio señalan que ocho de cada diez abuelos ayudan económicamente a sus hijos y nietos, que la mitad de los pensionistas dedica entre un 20% y un 30% de sus ingresos a esas ayudas, y que el número de pensionistas que ayudan a sus familiares se ha multiplicado por cuatro desde el inicio de la crisis. También dice la prensa que no es infrecuente que los abuelos disminuyan sus gastos en alimentación o vendan algún bien para aliviar las penurias familiares y, en definitiva, que los abuelos están siendo el gran bote salvavidas de las familias españolas durante la crisis.
Por suerte, la situación no es exactamente esa. Las estadísticas más fiables sobre esta cuestión coinciden en señalar que el porcentaje de personas mayores que ayuda económicamente a familiares u otros allegados se sitúa en torno al 10% y que, de hecho, España está a la cola de Europa en lo que se refiere a la proporción de mayores que ayudan de forma significativa a sus allegados. Y si bien es cierto que el porcentaje de benefactores es entre las personas mayores superior al que se registra en otros tramos de edad, ese porcentaje no se ha incrementado drásticamente durante la crisis: de acuerdo al informe sobre exclusión y desarrollo social en España de la Fundación FOESSA, el porcentaje de benefactores netos habría pasado entre los mayores de 65 años del 9,7% en 2007 al 10,3% en 2013. Una metodología mal explicada, una comunicación efectista y cierta necesidad de insistir en que la crisis también afecta a las personas mayores podrían estar detrás de estos malentendidos, que, en todo caso, son peligrosos: como han señalado los sociólogos más atentos a estas cuestiones, este tipo de mensajes restan credibilidad a los cada vez más abundantes y rigurosos estudios que en nuestro país se hacen sobre la pobreza infantil y sobre el impacto de la crisis en las familias con niños.
Todo esto no quiere decir en cualquier caso que la solidaridad familiar y, particularmente, la que ejercen los abuelos respecto a sus nietos? no sea un amortiguador importante de la crisis y un pilar esencial del modelo de bienestar español. Este modelo se caracteriza, como se sabe, por una escasa inversión pública en la infancia y en la juventud, y por el reducido, y escasamente redistributivo, apoyo que se da a las familias con hijos.
Por ello ?junto en el esfuerzo que sin duda muchos abuelos, y sobre todo abuelas, hacen para ayudar a sus nietos (tanto en dinero como en tiempo)?, sería necesario centrar la mirada en otras cuestiones. En ese sentido, la profesora de la Universidad Pública de Navarra Lucía Martínez Virto ha puesto de manifiesto en sus trabajos varias cuestiones de interés: la primera es que la mayor parte de las personas son, al mismo tiempo, receptoras y prestadoras de ayuda, en un modelo caracterizado por la interdependencia familiar, que va mucho más allá de las ayudas económicas de abuelos a nietos. El segundo elemento se refiere a la condena que supone la carencia de apoyos familiares: está bien centrar la mirada en los abuelos que ayudan, pero también es necesario observar a todos aquellos que no tienen quién les ayude (entre otras razonas porque esta carencia de apoyos se relaciona, como causa o como efecto, con situaciones más profundas de exclusión). Por último, la profesora de la UPNA alerta sobre el progresivo agotamiento de la solidaridad familiar ante la persistencia de la crisis y el subdesarrollo de las políticas sociales de apoyo a las familias y de prevención de la pobreza.
Y no cabe duda por último que, si hablamos de colchones familiares, deberíamos también hablar del peso creciente de la herencia familiar en las condiciones de vida, y en las oportunidades de futuro, de niños y jóvenes. De la (re)emergencia, en definitiva, de la cuestión de la herencia familiar en un contexto marcado por la degradación de las oportunidades de ascenso social. En efecto, el capital económico, relacional, cultural y educativo de la familia de origen, la inversión que los padres pueden hacer en sus propios hijos/as, está llamada a tener un peso cada vez mayor en una sociedad en la que, como señala Camille Peugny, el origen social vuelve a ser determinante en el itinerario vital de las personas. La dualización de la estructura social entre perdedores y ganadores de la globalización polariza de nuevo los destinos individuales y hace aún más estrechas las vías de movilidad, señala este autor. En ese contexto, es en los extremos de la escala de rentas donde el peso de la herencia familiar resulta más fuerte y donde se tiende con mayor facilidad a reproducir el nivel educativo, social o de ingresos de la familia de origen. De hecho, estudios muy recientes del Gobierno británico alertan sobre la existencia de techos de cristal que dificultan el ascenso social de personas de orígenes familiares desfavorecidos, independientemente de su esfuerzo o mérito?, y, también, de suelos de cristal, que impiden que los hijos de ciertas familias, incluso los más cenutrios, desciendan significativamente en la escala social.