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Reformemos el Senado, pero no sólo

Argelia Queralt Jiménez

26 de Noviembre de 2018, 16:36

Si queremos que España sea un estado federal no sólo por el nombre sino por su realidad jurídico-política hace falta reformar el Senado y convertirlo en una verdadera cámara de representación territorial. Un estado con una estructura unicameral no responde, a día de hoy, a la estructura institucional de un Estado verdaderamente descentralizado. Algunos dirán que la Segunda República era un estado democrático y descentralizado pero unicameral. Es cierto, pero aquella estructura respondía a nuestra propia historia (por aquel entonces recentísima) y al establecimiento de un modelo de organización territorial del poder político que poco tiene que ver con el que hoy necesita España.

El Senado debe dejar de ser una cámara de segunda lectura que es percibida por la ciudadanía como una institución poco útil, que retrasa, en su caso ratifica, y que, en los tiempos que corren, sirve para acrecentar las dudas sobre la eficacia de las instituciones. El Senado debe convertirse, definitivamente, en la cámara de representación de los intereses de los entes descentralizados, hoy comunidades autónomas, mañana, quizá, estados federados. Y para ello debe reformarse la Constitución porque lo que falla no es el Senado, esto es, su manera de ejercer sus labores, sino su configuración constitucional: la composición, funciones y posición que le son asignadas por el texto constitucional. No cabe otra vía más que la revisión de las previsiones constitucionales; otra cosa sería sólo un subterfugio, otro parche en nuestro maltrecho modelo territorial.

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Siguen abiertas muchas cuestiones, aunque casi todas tienen respuesta en la Academia desde hace años (algunas ya recogidas en el Informe del Consejo de Estado de 2006 sobre las modificaciones de la Constitución Española). Son los políticos, la política, la que debe tomar ahora las riendas y decidir, de entre todas las propuestas, cuál es la que más conviene al modelo de organización territorial español. Así, nuestros representantes políticos deben, de una vez por todas, dejar los cálculos electoralistas de lado y actuar como estadistas. Deben decidir qué Senado quieren porque no hay recetas mágicas que hagan funcionar a todas las cámaras territoriales de los estados federales y/o altamente descentralizados. Siempre se pone el acento en la composición del Senado, en cómo deben ser elegidos los senadores; pero, previamente, debe determinarse qué debe esperarse en España de una cámara de representación territorial más allá de la genérica, aunque muy indicativa, fórmula de "Cámara en la que se representen los intereses de las comunidades autónomas".

En este sentido, ¿qué funciones quiere reconocerse al Senado? ¿Debe participar en todas las leyes que sean aprobadas en el Parlamento, o bien sólo en aquellas que afecten a los entes descentralizados, entendida esta afectación de forma amplia? ¿Deben participar en la elaboración de los Presupuestos del Estado en aquello que no afecte a la economía autonómica? ¿Debe el Senado participar más activamente en el control del Ejecutivo estatal o debe mantenerse en el segundo plano con el que la Constitución lo dibuja actualmente? ¿Debe ser la vía a través de la que se dinamicen las relaciones institucionales entre Estado central y entes descentralizados o debe ser, en cambio, una de las vías? La respuesta a ésta y otras cuestiones condicionará también la respuesta a la pregunta que parece preocupar más a todos los agentes implicados en este replanteamiento del Senado: su composición.

De nuevo hay que recordar que no existe una fórmula única aplicable a todos los senados de estados federales: nada tiene que ver la forma de elección de los de Estados Unidos, Austria, Bélgica o Alemania y, por tanto, tampoco con la composición resultante de aquella forma de elección. Y, sin embargo, no parece que nadie ponga en duda que todos ellos, con sus más y sus menos, son estados federales. Nuestros políticos cuentan con los pros y los contras de cada uno de estos modelos, y son ellos los que deben decidir el que más se adecúa a la actual realidad territorial española. Y deben hacerlo de forma responsable, esto es, teniendo claro el modelo y configurándolo como una apuesta que funcione también en el largo plazo.

Hay que reformar la Constitución y, para la reforma del Senado cabría incluso utilizar la vía ordinaria, la menos compleja, aquella que necesita sólo el acuerdo de tres quintas partes del Congreso de los Diputados (210 señorías) y mismo porcentaje del propio Senado (160). Ahora bien, la reforma no servirá de nada si no se modifican elementos esenciales que hacen que nuestro modelo territorial sea hoy ineficaz y genere tensiones quizá ya irresolubles. Nuestros representantes políticos deben repensar el sistema de distribución competencial, las relaciones entre el Estado y los estados descentralizados, y la financiación. Y todo ello basado en una verdadera cultura federal, fundamentada en el principio de lealtad institucional mutua: el Estado central debe dejar atrás la desconfianza hacia los entes descentralizados, admitir que son ya mayores de edad (algunos incluso alumnos aventajados) y que deben tratarlos de tú a tú. Porque no olvidemos que el artículo 2 de la Constitución impone el principio de unidad, sí, pero junto al de autonomía (política): éste es el binomio que permite funcionar a los estados descentralizados a los que tanto citamos; también los federales.

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