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Grecia,  la UE y 'brinkmanship': el juego en el que ambas partes pierden

Ignacio Molina

21 de Agosto de 2018, 14:35

La crisis del euro ha traído sangre, sudor y lágrimas al continente. Lo ha hecho con singular fuerza en su pieza hoy más vulnerable –Grecia–, aunque el impacto alcanza al resto de países endeudados y también, de manera menos cruda pero igualmente negativa, a los acreedores, a las instituciones comunes y a los estados miembros que no participan de la Unión Monetaria. Pese a algunas mejoras apuntadas en estadísticas y sondeos recientes, nadie discute que durante todo este tiempo se he reducido el bienestar y la legitimidad que disfrutaba el proceso de integración. Pero incluso en ese desolador panorama hay margen para la esperanza, incluso para desarrollos que favorecen el futuro de la UE. El refuerzo de la gobernanza del euro o las decenas de debates en marcha sobre cómo reconectar a los ciudadanos con el proyecto son buena muestra de ello. De forma algo más frívola cabe decir que estos seis años han servido, además, para ampliar nuestros conocimientos de economía, política y derecho europeos. A golpe de elecciones, cumbres y turbulencias financieras hemos aprendido mucho sobre funcionamiento del Eurogrupo, doctrina del Tribunal Constitucional alemán, facciones de la izquierda radical griega, sistema bancario irlandés, populismo escandinavo o mandato del BCE en el Tratado. Y también hemos incorporado a nuestro bagaje y vocabulario conceptos antes desconocidos como prima de riesgo, prestamista de último recurso, devaluación interna o memorando de entendimiento. Hoy traigo a colación un término tal vez menos conocido y que, a diferencia de los anteriores, ni siquiera tiene traducción al español, pero que parece idóneo para explicar la estrategia empleada tanto por Grecia como por el resto de la UE en las actuales negociaciones sobre la extensión del rescate: brinkmanship.

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Se trata de una expresión aplicada a las relaciones internacionales y que, de modo similar al juego del gallina (por favor, dígase en masculino), consiste en forzar un pulso hasta una situación límite. Si en el game of chicken se trata de ver quién se asusta y aparta primero para evitar un choque entre dos vehículos que se acercan a gran velocidad, aquí la idea alude al borde de un precipicio (brink) con una lógica idéntica; esto es, que la presión psicológica por un inminente desastre hará ceder a una o a las dos partes. El problema de estas impactantes metáforas nacidas de la teoría de juegos es que, hasta el arranque de la crisis, su uso habitual se reservaba para estrategias bélicas y, de forma célebre, para las peligrosas crisis entre EE.UU. y la URSS: Corea, bloqueo de Berlín o misiles cubanos. Pero siendo el proceso de integración supranacional la respuesta precisamente contraria a la Guerra Fría (un sistema cruzado de intereses y de unión cada vez más estrecha que evita la posibilidad de un nuevo enfrentamiento en el continente), nada resulta más dañino al espíritu europeo que estas situaciones de máxima tensión donde la rigidez negociadora y el orgullo parecen impedir a las partes dar un paso atrás antes de caer al abismo. Este pasado fin de semana hemos vivido un momento así, con todos los indicios apuntando a un Grexit. La portada de The Economist en los quioscos justo evocaba esa imagen del despeñamiento inminente y los análisis usaban ya abiertamente un lenguaje desolador al hablar de control de capitales, planes de contingencia o fracturas geopolíticas. De hecho, mientras acudía el sábado por la tarde a una cita en casa de un diplomático griego y su esposa finlandesa para vivir la vigilia del desenlace con ellos y las dos mejores expertas españolas en la Grecia contemporánea (la profesora Irene Martín y la periodista Mª Antonia Sánchez-Vallejo), me venía a la cabeza la crisis de los misiles de 1962. Por supuesto, nuestra inquietud sería mucho menos dramática que la que pudo vivirse entonces cuando los estadounidenses se reunían para conjurar su miedo a un ataque soviético, pero quizás la razón para nuestro encuentro estaba movido por un deseo parecido: tratar de compensar la impotencia confiando juntos en que al final el sentido común evitaría el desastre (en este caso, no una guerra abierta, pero sí el mayor fracaso político en la historia contemporánea de Grecia y quizás de toda la UE). La sensación ha cambiado algo después de un lunes políticamente propicio en el que los ministros de Finanzas, por la mañana, y los máximos líderes de la eurozona, por la tarde, han evitado resbalar en el borde. Pero la incertidumbre sigue siendo máxima y el daño ya infligido difícil de reparar. La UE funciona porque genera sumas positivas, y no sólo desde la perspectiva material de la prosperidad sino también, y quizás más importante, desde la espiritual de la autoestima y la identidad. Por eso duele tanto ver a Grecia y sus socios enfrascados en una negociación tan tensa donde ni siquiera hay suma cero porque ambas partes pierden. Desde luego, en estos momentos hay suma negativa para todos en el ámbito económico, como demuestran la desaceleración del crecimiento, la huida de capitales, el aumento de la prima de riesgo o lo inalcanzable que hoy resulta el objetivo del 1% de superávit fiscal primario que el Gobierno griego defendía en Bruselas en febrero. Pero el mayor problema es de orden político: la quiebra de la confianza mutua, la ausencia de un relato común que anime a mirar más hacia delante que a echarse reproches en cara. Ésa es justo la gran fuerza de la UE, la razón de ser que le dio origen en 1950; y que en la crisis griega se ha desaprovechado completamente. El primer ministro Tsipras tiene razón en muchas de sus quejas y nadie duda de que el pueblo griego ha sufrido desde 2010, en buena medida por malos cálculos económicos de la Troika o por un deseo político algo despiadado que incluía medidas ejemplarizantes para convencer en casa y asustar a otros deudores. Pero Grecia se equivoca no reconociendo el importante esfuerzo de ayuda que, por muy torpemente canalizado que haya estado, han realizado sus socios. Y, desde luego, se traiciona a sí misma al conceder casi todo el protagonismo en la interlocución a Alemania, despreciando un poco a los demás, o al no aplicar con otros la empatía democrática que reclama para sí. Es muy difícil ganar si la estrategia principal pasa por llevar a Bruselas y las demás capitales al borde del precipicio y confiar en que recularán por miedo a las turbulencias de un impago o un efecto dominó o a la falta de credibilidad que se cerniría sobre un euro mutilado. Y es imposible hacerlo si a todo eso se suman guiños irritantes a Putin. En realidad, el 'brinkmanship' es una mala técnica negociadora y parece que el propio ministro de economía Varoufakis así lo sospecha, pues últimamente ha dejado de confiar solo en el 'rational choice' y ha empezado a sugerir 'discursos de esperanza' a los acreedores o a buscar la complicidad de otros países endeudados. Una mezcla de prejuicio ideológico y arrogancia intelectual ha hecho creer hasta ahora que no serían efectivas estas apelaciones sinceras a la solidaridad a cambio de una autocrítica necesaria, un esfuerzo regeneracionista creíble y una promesa de cumplir las reglas. Ese movimiento aparentemente ingenuo es la única arma verdadera que tiene Atenas si quiere aliviar su situación. No es un arma menor: la fuerza de un proyecto europeo que no se basa en imposiciones ni en números, sino en 65 años de capital político invertido desde lo alto. Y, desde lo bajo, en la fuerza reconfortante de un grupo de europeos reunidos un sábado por la noche en torno a una ensalada griega con feta y una tarta finlandesa con arándanos y frambuesas. Sin abismos.
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