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¿Andalucía, por sí?

Ignacio Molina

16 de Septiembre de 2018, 15:31

Las elecciones al Parlamento de Andalucía, que se celebran hoy, han levantado una alta expectación al ser la primera vez que el hipotético fin del bipartidismo se somete a un test serio. En las últimas semanas han abundado los análisis sobre la conducta esperable de los votantes y, más o menos en conexión con eso, se han publicado algunos buenos artículos sobre la difícil situación política y socioeconómica a la que se enfrentará el próximo Gobierno de la Junta. Sin embargo, ni siquiera la coyuntura electoral ha servido para animar las reflexiones más de fondo sobre la posición que juega o podría jugar Andalucía en el proyecto colectivo español para después de la crisis y, más en particular, sobre su importancia clave en el debate acerca de la reconfiguración de los equilibrios territoriales en todo el Estado. Este olvido, a pesar de no ser nada novedoso, me sigue pareciendo muy llamativo. Pero lo cierto es que la mayor parte de los periodistas, los políticos o incluso los científicos sociales que abordan estas grandes problemáticas suelen despachar el tratamiento de Andalucía en una suerte de nota a pie de página, no especialmente destacada ni elogiosa. Así, las relaciones centro-periferia se suelen presentar como un proceso donde sólo importa Madrid y Cataluña (o el País Vasco) mientras el resto de intereses territoriales constituyen un magma al parecer menos digno o, si acaso, una baronía ocasionalmente molesta en la vida orgánica de los partidos. Y si ya se aborda el futuro de España y de sus grandes políticas públicas –competitividad, educación, mercado de trabajo, acción exterior, etc.–, entonces la comunidad autónoma más poblada tiene muchas posibilidades de recibir una crítica demoledora y estigmatizante como región atrasada o ineficientemente subvencionada que lastra al conjunto.

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Por supuesto, para que el conocimiento avance es necesario reducir la enorme complejidad que ofrece el mundo real, pero las malas simplificaciones sólo producen interpretaciones equivocadas. Ningún acercamiento medianamente serio a España como temática política e intelectual puede ser tan perezoso de ignorar o minusvalorar Andalucía. Además, si se mira hacia el pasado, esa omisión resulta todavía más inexcusable, pues es difícil encontrar en cualquier otro país europeo una región no capitalina que haya aportado tanto a la historia nacional e incluso, con un poco de exageración andaluza, a la universal. En el Capitolio de Washington sólo hay dos pinturas que no representan escenas desarrolladas en Estados Unidos: en una se muestra la llegada del hombre a la Luna y en la otra el paisaje andaluz donde se decidió el descubrimiento de América. En efecto, fue entre Granada y Huelva donde el Medioevo dio paso a la Modernidad, si bien la lista de contribuciones andaluzas a la Historia es mucho más amplia. Baste mencionar a los emperadores romanos nacidos en la Bética; al origen, apogeo y fin de Al Ándalus; a la conquista americana administrada desde Sevilla; o a la fundación, en Cádiz, de la España liberal. La turbulenta conformación del Estado contemporáneo y del capitalismo español durante los siglos XIX-XX acabó por erosionar la prosperidad y el protagonismo político de la región (aunque al final de ese largo periodo un malagueño y un sevillano acabarían resultando los dos gobernantes españoles de referencia en –respectivamente– el espectro conservador y progresista). De todos modos, Andalucía volvió a demostrar su relevancia durante la Transición al lograr un Estatuto con un nivel competencial muy similar al de las tres nacionalidades históricas, dando pie a la vertebración del Estado autonómico tal y como hoy lo conocemos. Cierto revisionismo posterior, expresado en esa displicente apelación al café para todos, olvida la fuerte oposición inicial del Gobierno central a permitir un amplio autogobierno donde no estaba previsto. Y cierta ofuscación actual se empeña en presentar negativamente, para la propia Comunidad y para el conjunto de España, los 35 años de autonomía transcurridos desde entonces. Por supuesto, Andalucía tiene hoy problemas impresionantes que se expresan, sobre todo, en una tasa de desempleo desmesurada y en otros desafíos de enorme calado: pobreza, alto abandono escolar, escasa innovación, poco peso de la industria exportadora, una protección social en peligro, la difícil vecindad con un Mediterráneo inestable, una Administración pública afectada por la corrupción, etcétera. Pero también es cierto que se han producido grandes avances con respecto a la situación de subdesarrollo parcial que vivía la región a finales del franquismo. La mejora del acceso a la educación o a la sanidad públicas, sobre todo en el medio rural, es imposible de discutir. Más allá de esos servicios mínimos que han acabado con el analfabetismo o reducido la mortalidad infantil del 21,6% al 3,4 ‰ en tres decenios y medio, hoy Andalucía ha pasado de ser una sociedad agraria a otra de servicios, cuenta con 10 universidades, un Servicio de Salud puntero, algunos sectores (como el turístico y el agroalimentario) bastante competitivos, infraestructuras avanzadas, una robusta oferta cultural y una creciente actividad tecnológica que en 2014 le llevó a superar, por primera vez, a Cataluña en el número absoluto de patentes registradas. Es verdad que la mejora de bienestar registrada en las últimas décadas, que sigue resultando manifiesta pese a los embates de la crisis, no ha sido suficiente para que Andalucía deje la cola del ranking autonómico en renta per cápita, donde sólo supera a Extremadura. Pero que no se haya reducido de forma más clara la brecha con otras comunidades autónomas no significa que desde el sur de España no se haya sabido acompañar la nítida convergencia que el país en su conjunto sí ha realizado durante todo este tiempo con el resto de Europa. Si se realiza una comparación en el seno de la UE, se comprueba que Andalucía posee un nivel de poder adquisitivo parecido al de las regiones menos ricas de Alemania, Francia o Reino Unido. Y si el referente se reduce a los estados miembros meridionales, entonces queda por encima de casi toda Grecia (salvo la Ática), de dos terceras partes de Portugal e, interesantemente, de cualquier región italiana al sur de Roma. De hecho, la equiparación que a veces se realiza entre los contrastes de desarrollo regional en España e Italia se demuestra precipitada; pues, por expresarlo de forma gráfica, ni Cataluña es tan rica como la Lombardía ni Andalucía tan pobre como Sicilia. Pero para superar definitivamente el riesgo de la maldición de un Mezzogiorno mal conectado con la globalización y con el corazón europeo –pese a formar parte del proceso de integración desde primera hora–, Andalucía necesita insertarse mucho más sólidamente en las cadenas de valor transnacionales. A día de hoy, teniendo en cuenta los componentes económicos, militares y de presencia blanda, la aportación andaluza a la proyección exterior de España es casi equiparable a su peso en el PIB (un 13,5% del total con una población que supone el 18%), lo que muestra una situación que no es catastrófica, pero que tiene mucho margen de mejora. Si se desea tomar en serio el grandilocuente pero solidario y extrovertido lema de la Comunidad (Andalucía por sí, para España y la humanidad), todo apuntaría a recomendar una apuesta mucho más decidida y compartida por un capital humano mejor formado. En paralelo, también toca desear al Gobierno que salga hoy de las urnas un sabio ejercicio de la responsabilidad que tiene la principal comunidad autónoma en número de habitantes para ayudar a repensar la organización territorial del poder de forma democrática, eficiente y sensible con la pluralidad identitaria de España. Cada paso que se avance en el cumplimiento de esos dos grandes objetivos, supondrá un retroceso equivalente de quienes ponen en duda que Andalucía es capaz de co-liderar el proyecto colectivo español, asumiendo una vez más el protagonismo que tantas veces ha ejercido en el pasado.
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