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¿Y quién decide que es democrático y qué no?

Alberto Fernández Gibaja

20 de Octubre de 2021, 21:29

En 1964, el juez de la Corte Suprema de Estados Unidos Potter Stewart utilizó la ya famosa frase "lo reconozco cuando lo veo" para diferenciar qué era y qué no era pornografía. El juez expresó en su opinión en el caso Jacobellis vs. Ohio que no entraría a definir qué era la pornografía, pero que es algo que se reconoce cuando se ve, y en el caso que juzgaba no lo era. En muchos aspectos, qué es y qué no es democrático responde a un mecanismo similar y, en parte, la sostenibilidad del sistema político depende de ello. Este entendimiento se basa en una serie de conocimientos políticos comunes que articulan los sistemas democráticos y a través de los cuales definimos qué es democrático y qué no. Estos conocimientos políticos comunes son el cimiento compartido por la población que nos ayuda a entender, sin prácticamente discusión (salvo si se lanza una OPA hostil a la totalidad del sistema político) que, por ejemplo, la independencia de los órganos electorales o la separación de poderes son condiciones sine qua non para una democracia. De igual modo, nadie plantea que sea democrática la posibilidad de restringir el voto abiertamente a algunos grupos de la sociedad o de restringir la libertad de credo o expresión.

Tradicionalmente, los partidos y actores políticos que ponían en duda estos principios comunes eran marginales y solían, de hecho, hacer gala de no compartirlos como bandera ideológica. Sin embargo, uno de los problemas que acecha hoy en día a la democracia es que muchas de las propuestas nativistas, populistas o iliberales claman que su objetivo es, en realidad, la defensa de la democracia. Cabe destacar que la defensa es, evidentemente, de su modelo concreto de democracia, pero al entrar en la disputa de su significado se abre una vía de fuga clave para aquellos conocimientos políticos comunes que sostienen el sistema y, por tanto, para la sostenibilidad del mismo. 

El nativismo, populismo o las vías autoritarias e iliberales engloban un amplio abanico de líderes políticos, desde Narendra Modi en la India a Nayib Bukele en El Salvador o el tándem Ortega-Murillo en Nicaragua. Además, éstos pilotan regímenes diversos, ya sean democracias débiles con contrapesos decrecientes, como es el caso de El Salvador, regímenes autoritarios como en Nicaragua o democracias que muestran resiliencia a pesar de los embates gubernamentales, como es el caso de Brasil. Como bien expresa la ya clásica definición de Cas Mudde, una de las características de estos movimientos es que reclaman ser los únicos que hablan en nombre del pueblo, en oposición a una élite corrupta; y que, por tanto, sus acciones y propuestas emergen legítimamente de la voluntad popular que ellos representan. Anclados en este entendimiento de la política, no es de extrañar que estos movimientos indiquen que todas sus acciones, al emanar de la voluntad popular, son profundamente democráticas por definición, ya que representan el poder (kratos) del pueblo (demos). Es más, muy habitualmente defienden sus acciones como las únicas genuinamente democráticas o que protegen el Estado de derecho, por mucho que las mismas disten mucho de reunir cualquier atisbo democrático. 

Sin embargo, definir la democracia es una tarea ardua y compleja. Existen definiciones minimalistas, que ayudan a establecer sus principios básicos aunque no otorgan las herramientas para distinguir si una acción es democrática o no. Para Idea Internacional, la democracia es control popular sobre la toma de decisiones e igualdad en la ostentación de dicho control. A un nivel más detallado se debe entrar en todas las diferentes aristas que, unidas, conforman la democracia (y que son imposibles de aunar en un solo número, por mucho que algunas instituciones como Freedom House lo intenten). Estas aristas no dan una foto clara, sino multidi-mensional, donde se engloban cinco elementos clave: la capacidad del Gobierno de ser representativo, la defensa de los derechos fundamentales, la existencia de controles efectivos, el funcionamiento de una Administración imparcial y la posibilidad de participación política de la ciudadanía. Ninguna es más importante que las otras, aunque la ausencia de algunas (como, por ejemplo, que el Gobierno no sea representativo o no esté sometido a controles de ningún tipo) sí invalida posibles desempeños altos en el resto de los aspectos. 

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Fuera del ejercicio intelectual que supone definir la democracia, es verdad que una defensa de su significado comúnmente aceptado es imprescindible tanto para la mejora democrática como para su sostenibilidad. Por un lado, sin un acuerdo común que nos dé, como sociedad, una vía de mejora de los diferentes aspectos democráticos, difícilmente podremos acordar cambios. Al mismo tiempo, sin un acuerdo de mínimos difícilmente podremos identificar las amenazas que se ciernen sobre la democracia y defenderla. Y ahí precisamente reside el peligro de tergiversar la palabra democracia políticamente, ya que genera una cortina de humo que amenaza con tapar los ataques contra ella. Se ha visto en Venezuela, en Nicaragua, en Brasil y se ve en El Salvador. Perder el entendimiento común de qué es la democracia es acercar demasiado la cerilla a la mecha, y en muchos lugares lo estamos haciendo. 

¿Cómo es posible, entonces, que las bases del sistema político que domina en casi toda América Latina y Europa se vean cuestionadas tan fácilmente? Tres son los aspectos que se han alineado para difuminar y debilitar los acuerdos comunes alrededor de la idea de democracia. En primer lugar, una galopante e inextricable crisis de representación que asuela la práctica totalidad de las democracias. Ésta se asienta en un hecho fundamental: la ciudadanía, en su mayoría, no se siente representada por los partidos, y los partidos, como ya indicó Peter Mair hace unos años o más recientemente Piero Ignazi, se han concentrado en gestionar el poder político más que en actuar como correa de transmisión entre la ciudadanía y ese poder político.

Las razones que han generado ese fenómeno son muy variadas, e incluyen transformaciones sociales, económicas e incluso factores internos de los partidos como la profesionalización de los aparatos de comunicación o la financiación de los mismos. Sin entrar en estas razones, es clave entender que esta desafección partidista desmonta uno de los pilares de la democracia: la ciudadanía no siente que su vehículo de participación democrática principal (los partidos) funciona a su favor y, por lo tanto, se abre a escuchar ideas que proclamen nuevas formas de representación política y, por consiguiente, de entendimiento común de la democracia. Algunas de esas formas, bien ejecutadas, pueden profundizar y renovar el sistema democrático, como pueden ser las asambleas consultivas o los presupuestos participativos. Sin embargo, otras, llevadas al extremo, pueden poner en serio aprieto a la democracia. Un claro ejemplo son los referendos utilizados como mecanismos de legitimación popular y no de consulta. Desde México a Bolivia se han utilizado para legitimar acciones desde el Gobierno y enmascararlas como profundizadoras de la democracia, cuando en realidad han sido meros actos de legitimación o de movilización de las masas. 

Una segunda falla que afecta al entendimiento común de la democracia es el anti-intelectualismo rampante de muchos liderazgos populistas, nativistas y iliberales. Una traza de muchos populismos nativistas, desde Donald Trump a Jair Bolsonaro, ha sido el anti-intelectualismo, asociando a estas élites como autores intelectuales de todos los fenómenos que desencadenan la crisis de representación existente. Este anti-intelectualismo es utilizado como una excusa por parte de los liderazgos populistas, nativistas e iliberales para justificar que si los expertos consideran que sus medidas no son democráticas, es porque no son parte de ese pueblo al que dicen representar. Esto lleva a que los consejos o recomendaciones que puedan dar tanto la sociedad civil experta como los intelectuales nacionales o internacionales para apuntalar el entendimiento común de la democracia (y por tanto, de qué no es democrático) se deslegitimicen automáticamente. De una manera simple, y siguiendo la lógica del ataque a los conocimientos políticos comunes, nadie que no pertenezca a ese pueblo puro que estos liderazgos dicen representar puede definir qué es y qué no es democrático, ya que esa potestad está reservada solo al pueblo

Un tercer aspecto, transversal a muchos problemas existentes hoy en día en los sistemas democráticos, es la manipulación informativa. Aunque muchas veces se considera que la desinformación política busca traer falsedades al debate público, en realidad su efecto no es tanto hacer creer a la población en algo que no es cierto, sino más bien sembrar dudas y elevar a la categoría de posibilidad algo que antes era impensable. Muchas de las campañas de contaminación del debate público mediante la desinformación se dan sólo precisamente para sembrar dudas. De esta manera, atacar al conocimiento común compartido sobre qué es y qué no es democrático se convierte en un objetivo perfecto de estas campañas.

Un claro ejemplo es la constante manipulación de la opinión pública en Brasil a través de las redes sociales para sembrar la duda sobre la importancia de la separación de poderes, e incluso hacer pensar a parte de la población que dicha separación de poderes es, en efecto, anti-democrática.

Conservar y defender el significado del término democracia, aunque a simple vista sea un ejercicio más intelectual que práctico, es fundamental para la protección de la misma. Si no existe un mínimo común entendimiento sobre qué es democrático que asiente las bases del sistema político, incluso de una manera más profunda que una Constitución, este será siempre precario. De ahí que las fuerzas populistas, nativistas e iliberales se esfuercen en diluir estos acuerdos, ponerlos en duda y tergiversar la palabra democracia para cuestionarla y, llegado el momento, apoderarse de ella. Por ello, la defensa de los principios democráticos básicos y su concepción no sólo no es fútil, sino que se torna imprescindible para defender la democracia. Para ello, es fundamental la educación cívica democrática y el conocimiento profundo, por parte de la ciudadanía, de cómo funciona la democracia en cada país, desde el papel de cada institución (especialmente, el Poder Legislativo) hasta cómo se desarrolla y qué eligen exactamente los procesos electorales. La alternativa es el gradual deterioro democrático y un desmoronamiento de su edificio impulsado por estruendoso aplauso.

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