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Gobiernos 'Frankenstein' en Europa

Cesáreo Rodríguez Aguilera de Prat

11 de Enero de 2021, 18:00

Uno de los tópicos políticos más habituales hoy en España es la constante descalificación del Gobierno de Pedro Sánchez con el recurso a la metáfora de ser una suerte de engendro Frankenstein. En otras palabras, un Gobierno 'monstruoso' por sus supuestamente aberrantes y antinaturales alianzas, y todo ello con un trasfondo deslegitimador y de claro desgaste constante. Ésta es la estrategia de la derecha reaccionaria (Vox) y de la derecha conservadora (PP), siendo algo más matizada ahora – dentro de esta opción– la del centro-derecha liberal (Ciudadanos); tres partidos que han coincidido, por ejemplo, en la conformación de tres gobiernos autonómicos sin que ello parezca suscitar la menor perplejidad pese a que tales alianzas pudieran ser perfectamente susceptibles del mismo tipo de críticas.

En este sentido, es de interés mostrar que la supuesta 'anomalía' española no es tan exótica como pudiera parecer en la UE; y que, pese a sus contradicciones, puede tener un sentido más integrador del sistema, aunque parezca contra-intuitivo. En varios países de la Unión se han dado y se dan gobiernos con socios a primera vista antitéticos, y no por ello han sido calificados de ilegítimos, ni tampoco han resultado ser desestabilizadores. En Austria, la derecha conservadora del ÖVP gobernó con la extrema derecha del FPÖ; en Dinamarca, el centro-derecha necesitó el apoyo parlamentario de la extrema derecha, y en Italia la derecha post-fascista de Gianfranco Fini gobernó con Silvio Berlusconi y la derecha radical populista de Matteo Salvini lo hizo con el centrista Giuseppe Conte.

No se crea que el fenómeno de gobiernos de centro-derecha moderada con ultras ha sido el único caso de ensayos de este tipo, con formaciones cuyos orígenes fueron claramente antisistema. En efecto, en algunos países de la UE gobiernos socialdemócratas han incluido a ministros comunistas y post-comunistas o han requerido su apoyo parlamentario: por ejemplo, en Francia, Italia, Suecia o Portugal. Pero los casos más interesantes, si bien menos frecuentes, son los de países en los que la izquierda radical ha sido la principal fuerza de gobierno: el caso prototípico es Chipre (a menudo dirigido por la formación Akel, de origen comunista) o, sobre todo, Grecia, donde la izquierda radical de Syriza, con Alexis Tsipras al frente, gobernó incluso con un sector de la extrema derecha (Anel).

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En estos momentos, al menos en cuatro países de la UE, además de España, existen ejecutivos que entrarían dentro de la retórica clasificación de coaliciones Frankenstein: 1) en Finlandia, gobiernan juntos socialdemócratas, post-comunistas, verdes y –atención– dos formaciones centristas (Ciudadanos debería considerar este ejemplo); 2) en Austria, se ha dado paso a un sorprendente gobierno de los conservadores de la ÖVP y los Verdes, de tradición progresista; 3) en Holanda, el centro-derecha de conservadores y democristianos es apoyado parlamentariamente por la extrema derecha de Geert Wilders; 4) en Italia, el inclasificable M5S, de origen antisistema, gobierna hoy con los socialdemócratas del Partido Democratico. Todo ello por no mencionar algunos gobiernos con alianzas insólitas que se han dado en algunos países de la Europa del este.

En España, el primer Gobierno de coalición desde la II República ha sido acogido con profunda hostilidad por las derechas (sobre todo, por Vox, aunque el PP no le va a la zaga), que no cesan de deslegitimarlo. Es cierto que Unidas Podemos (UP) no es un socio cómodo para el PSOE y que recurre a frecuentes salidas de tono para marcar su propio perfil; hasta ahora con consecuencias menores, pero que inevitablemente desgastan. No obstante, también es positivo para el sistema que una formación así esté en el Ejecutivo: no sólo porque –como ya ocurrió en Grecia, y eso que UP tiene mucha menos fuerza que Syriza– confirma que eventuales programas radicales son de imposible implementación, sino porque muestra la fortaleza de la democracia española. No obstante, la mayor irritación de las derechas es la de las alianzas parlamentarias del Gobierno Sánchez, que tiene que recurrir a ERC y, a veces, a EH Bildu, dos formaciones mucho más incómodas para el PSOE. Al coincidir en numerosas votaciones con el partido catalán (descalificado por las derechas como partido separatista golpista) y, aún peor, con el vasco (estigmatizado como "filoterrorista"), es muy fácil usar la metáfora del Gobierno Frankenstein.

Sin embargo, no puede ignorarse que, pese a suscitar innegables y legítimas dudas, estas alianzas parlamentarias tienen su lado positivo, pues intentar que ERC aterrice en la realidad y que Bildu haga política estrictamente institucional debiera considerarse como algo favorable para el propio sistema. Esto no quita para que ambos partidos tengan pendiente un serio ejercicio de autocrítica: ERC debería de una vez por todas no sólo reconocer que romper la legalidad española (y, por cierto, europea) en 2017 fue una pésima opción estratégica, sino que nunca más la repetirá; y EH Bildu tiene que desmarcarse públicamente –de forma completa, rotunda e inequívoca– de su incalificable complicidad pasada con el terrorismo de ETA. Si ambos partidos no dan esos pasos, los acuerdos con ellos siempre implicarán un alto coste político y un fuerte desgaste para el Gobierno Sánchez.

En suma, hoy se dan entrecruzamientos políticos que habrían resultado impensables en los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando las divisorias ideológicas eran más rígidas: entonces hubieran sido imposibles gobiernos de centro-derecha con la extrema derecha, o de la izquierda radical con ultras. Todo ello tiene pros y contras: entre los primeros, se ha normalizado la versatilidad partidista, pues hoy prácticamente ya casi no funcionan los cordones sanitarios (salvo excepciones, como en Francia o Suecia en relación a la extrema derecha), de tal suerte que partidos de todo el espectro parlamentario pueden acabar en el Gobierno de modo directo o indirecto. Por tanto, todo el pluralismo político de la sociedad tiene, más tarde o más temprano, la oportunidad de participar en el poder.

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El principal inconveniente es que la 'normalización' de opciones radicales puede, en efecto, deteriorar la calidad de la democracia, aunque es cierto que estar en el Gobierno o incluso apoyarlo desde fuera obliga a hacer ejercicios de realismo. Más bien, lo más criticable sea que, con tanta versatilidad, al final lo único que parece importar es estar en el poder sea como sea, dando paso a la partitocracia de la peor especie.

Todo lo apuntado parece confirmar que vivimos en una época confusa y de cambios imprevisibles que ha diluido muchas certezas tradicionales. Con todo, si pasar por la experiencia de gobernar contribuye a integrar a fuerzas antisistema, quizás sean mayores los beneficios que los costes para el incierto futuro de las democracias liberales.

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