La autorización de las vacunas desarrolladas para evitar que el contagio con el SARS-CoV-2 pueda llegar a tener efectos catastróficos en la salud de las personas infectadas abre un nuevo escenario en la pandemia: establecer un acceso equitativo a las escasas dosis que estarán disponibles durante los primeros meses. Esto obliga a que los estados diseñen estrategias que prioricen a determinados colectivos para que el resultado sea no sólo eficiente, sino también justo. Y para ello las normas jurídicas, las políticas públicas y las decisiones administrativas que se adopten en torno a la vacunación deben estar fundamentadas en los valores y principios que conforman la ética de la salud pública. La tarea no es sencilla, pues requiere combinar el conocimiento científico sobre el coronavirus con la búsqueda de la justicia social.
La Estrategia de Vacunación frente a la Covid-19 en España, adoptada en el seno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud y que recientemente se ha publicado de forma íntegra, se embarca en ese reto. Se plantea como objetivo general el de «reducir la morbilidad y la mortalidad por Covid-19 (...) en un contexto de disponibilidad de una cantidad de vacunas inferior a la demanda», lo que requiere establecer un orden de prioridad de los grupos a vacunar, teniendo en cuenta criterios científicos, éticos y legales. A ello se añade que será necesario «considerar la protección de los grupos con mayor vulnerabilidad y aquéllos en los que nuestro ordenamiento jurídico ha asumido un deber específico reforzado de protección». No entraré, por razones obvias, en las cuestiones científicas o logísticas, pero sí me detendré en los criterios éticos y legales que se han utilizado para diseñar esta Estrategia.
Sorprende, en primer lugar, el adanismo de la Estrategia, pues no es posible encontrar en el texto referencia alguna a otras previas para situaciones recientes de crisis de salud pública, como pueden ser la del Ébola, el Zika o la gripe H1N1, en las que se debatió el mismo problema de escasez de vacunas o tratamientos, aprobados o en fase de investigación. La historia está para replicar las buenas prácticas y para evitar las malas. En ese sentido resulta éticamente objetable que, dadas las experiencias previas, sólo se dedique un párrafo a analizar el problema del acceso a las escasas dosis de vacuna en los países de renta baja y media. Pareciera que no sea un problema que preocupe al Gobierno de España cuando, en verdad, el coronavirus no conoce de fronteras. Debería apoyarse de forma más decidida a Covax, uno de los pilares del Acelerador del Acceso a las Herramientas contra la Covid-19, pues donar 50 millones de euros a Gavi (la Alianza de Vacunas) en 10 años no parece que sea mucho esfuerzo.
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Resulta también sorprendente que la construcción del marco ético de la Estrategia parta de un listado de normas jurídicas. Se llega a afirmar que «la distribución y priorización de los recursos sanitarios debe decidirse atendiendo a los principales principios bioéticos aceptados universalmente, los cuales derivan esencialmente de los acuerdos y tratados internacionales ratificados por España». Es justo al revés. Los acuerdos y tratados, que son normas jurídicas integradas en nuestro sistema jurídico en virtud del artículo 96 de la Constitución, recogen los principios (bio)éticos. Dejaré para otro momento la discusión de si son o no aceptados universalmente. En general, en la regulación de los asuntos bioéticos se produce una dinámica reactiva por la cual primero acaece un suceso, considerado como escandaloso o extraordinario, que genera una reacción normativa que traduce en términos jurídicos una determinada interpretación de principios éticos. Así fue como, tras conocerse el experimento que se estaba llevando en Tuskegee, vio la luz en 1979 el Informe Belmont, donde se recogen los principios éticos básicos que deben guiar la investigación biomédica clínica. Resulta también sorprendente que en esta Estrategia de Vacunación se afirme que «los principios se aplicarán adaptándose a los nuevos conocimientos sobre la enfermedad y las vacunas, y a la disponibilidad y características de las mismas». Deberían ser las reglas que se extraen de los principios éticos materiales y procedimentales las que deban ir adaptándose.
Fijémonos en uno de los principios en que se basa la Estrategia: el de reciprocidad. Se interpreta de la siguiente manera: «Supone proteger especialmente a quienes soportan importantes riesgos y cargas adicionales por la Covid-19 por estar dedicados a salvaguardar el bienestar de los demás, incluida la salud. Este principio justifica el acceso prioritario a los recursos escasos por parte de las personas que arriesgan su propia salud o vida para combatir la pandemia». Sobre este principio, en la Estrategia se define una serie de reglas de actuación que permiten la priorización del personal sanitario, de los Cuerpos de Seguridad del Estado y de otras personas con trabajos esenciales para el funcionamiento de la sociedad. Nada que objetar a esas reglas de priorización, pero el desarrollo interpretativo de ese principio permitiría obtener otras reglas, como la de priorizar a aquellas personas que voluntariamente han participado en los ensayos clínicos con medicamentos. Son por lo tanto las reglas, y no los principios, los que deben ir adaptándose según los nuevos conocimientos y la disponibilidad.
El punto de partida de la fundamentación ética de la Estrategia es erróneo porque debiera basarse en los principios y valores que constituyen la ética de la salud pública, entendida como una reflexión diferenciada de la ética clínica y de la ética de la investigación clínica, dada la singularidad que aporta la dimensión comunitaria de la misma. En una crisis de salud pública no se puede tratar de proteger el beneficio individual a toda costa, pues es el social el que debería primar. El referente normativo no puede ser únicamente el artículo 2 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las Aplicaciones de la Biología y la Medicina, que hace prevalecer el interés y el bienestar del ser humano sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la Ciencia, sino que debe complementarse con el artículo 26, que dispone que el ejercicio de los derechos y las disposiciones de protección del Convenio podrán ser objeto de restricciones si están previstas por la Ley y constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la protección de la salud pública.
Dos muestras de esta restricción son cuando el interés individual se ve preterido al priorizar los ensayos clínicos con medicamentos y no el uso compasivo de los mismos en investigación, y cuando puede decretarse el confinamiento tanto de personas infectadas como de no infectadas, que en muchas ocasiones compartirán espacio físico ante la imposibilidad de aislar a las primeras. No puede pretenderse solucionar un problema colectivo partiendo de postulados individualistas; de ahí que, como se verá más adelante, no se entiende que no se haga explícita la fundamentación ética de la opción por una vacunación voluntaria. La Estrategia de Vacunación debería estar fundamentada en los principios y valores de la ética de la salud pública, que apuesta por una autonomía relacional en la que tienen en cuenta las condiciones sociales en que viven personas de carne y hueso. Eso requiere que la vacunación no sea vista sólo como un reto sanitario o logístico, o como una cuestión que sólo afecta a los intereses individuales, sino como una medida estructural para alcanzar mayor igualdad y equidad en salud.
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El marco ético de la Estrategia de Vacunación se ha construido con una serie de principios éticos sustantivos y procedimentales. Analizaré primero estos últimos. En la ética de la salud pública se ha establecido que un principio fundamental para que el resultado sea correcto es contar con la participación de la comunidad, de las personas afectadas, de las asociaciones que representan sus derechos e intereses. Dicha participación no debe limitarse, como ha ocurrido en la elaboración de la Estrategia, a la revisión de los documentos, sino que deben poder definir su contenido. La participación de dos organizaciones de pacientes ha sido únicamente en una segunda fase, por lo que su capacidad de modificación del texto se ha reducido considerablemente.
De igual forma, un principio ético de carácter procedimental es la transparencia, que obliga no sólo a hacer público el documento íntegro o el nombre de las personas que lo han elaborado, sino también qué aportaciones han hecho las asociaciones de profesionales, pacientes, sociedades científicas y colegios profesionales. Un ejemplo no muy lejano de buena práctica lo pueden encontrar en el Comité Asesor y de Seguimiento de la Covid-19 en Asturias, que ha publicado las aportaciones individuales de cada una de las personas que lo forman. Por otro lado, y dado que en la Estrategia se ha contado con la participación comunitaria y se ha considerado necesaria «la protección de los grupos con mayor vulnerabilidad y aquéllos en los que nuestro ordenamiento jurídico ha asumido un deber específico reforzado de protección», resulta sorprendente que no se haya invitado al Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi). El marco ético de la Estrategia señala como uno de sus principios la protección de las personas con discapacidad en situación de vulnerabilidad, pero limita dicha situación a aquéllas que «precisan intensas necesidades de apoyo para el desarrollo de sus vidas», olvidando que la vulnerabilidad de las personas con discapacidad es de carácter estructural y que, por lo tanto, no participan, como se insinúa en la Estrategia, de las circunstancias análogas a cualquier ciudadano. El enfoque de discapacidad que se incluye en la Convención de Derechos de Personas con Discapacidad, que es uno de los textos que se señalan como fundamentales en la Estrategia, exige realizar esa reflexión.
La Estrategia también es deficiente en el enfoque de género, pues no existe un informe de impacto que, si bien no se exige por la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, sí hubiera sido recomendable. La Ética está precisamente para señalar las carencias de la Ley.
Y ahora llega el plato fuerte: en la primera actualización de la Estrategia de Vacunación, fechada el 16 de diciembre, se establece que «sin perjuicio del deber de colaboración que recae sobre los individuos, la vacunación frente a la Covid-19 será voluntaria, y ello a salvo de lo previsto en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas especiales en materia de salud pública». Esta toma de posición debe analizarse detenidamente. Opta por la voluntariedad de la vacunación sin aportar ninguna fundamentación ética, al menos explícitamente. La elaboración de un documento de estas características requiere que las cartas se pongan sobre la mesa para saber en qué se basan las decisiones. Los valores y principios individualistas que están presentes en la Estrategia construirían una ética liberal de la salud pública que sólo es útil hasta cierto punto, pero que en última instancia no proporciona una justificación normativa para las decisiones y el cambio que la salud pública debe esforzarse por lograr. En una crisis en este ámbito, la discusión no puede centrarse en los derechos e intereses de las personas individuales, analizando las controversias desde la óptica de las restricciones en la libertad individual.
¿Por qué no podría optarse por una vacunación obligatoria fundamentada desde la ética de la salud pública en la autonomía relacional o en la solidaridad relacional? Creo que no se ha tenido en cuenta suficientemente que, de momento, no sabemos si las vacunas confieren inmunidad esterilizante, es decir, que las personas vacunadas no puedan contagiar a terceras personas. Ante la falta de certeza, el principio de precaución, al menos en su versión débil, y la versión relacional de la autonomía y de la solidaridad, aconsejan que todas las personas sean vacunadas.
Parece que en la Estrategia de Vacunación se confía en la autonomía de la voluntad de las personas y en el poder de persuasión que van a tener las campañas de información sobre la bondad, la seguridad y eficacia de las vacunas. Pero esta confianza es una simple apariencia, pues si se lee detenidamente el texto puede observarse que, primero, se recuerda la existencia de un deber de colaboración cuya fundamentación ética se ha soslayado; y, segundo, se advierte de que, si haciendo uso de la autonomía de la voluntad se elige mal (muchas personas optan por la no vacunación), se aplicará el Derecho, en forma de Ley Orgánica 3/1986, para imponer la vacunación. Éste es, sin duda, el peor tipo de paternalismo que existe, pues no interviene en el cómo se ha tomado de decisión sino en el qué se ha decidido. Como ya he señalado, se ha querido resolver un problema de salud pública echando mano de las herramientas de la ética clínica. Cuando se prioriza la autonomía de la voluntad hay que ser conscientes de que, una vez agotadas las vías de persuasión a través de la información, cabe la posibilidad de que siga habiendo personas que elijan otra opción. El problema se genera cuando la opción de no vacunarse es elegidapor tantas personas que pueden poder en peligro la consecución del resultado que buscamos (la inmunidad comunitaria). Cabe recordar que, en España, entre el personal sanitario la vacunación contra la gripe está muy lejos de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud.
Pero no queda ahí el asunto sino que, además, en esa primera actualización se establece la necesidad de crear un Registro de Vacunación que, al mismo tiempo que cumple con las funciones clásicas de fármaco-vigilancia, pretende recoger los casos de rechazo a la vacunación «con la finalidad de conocer las posibles razones de reticencia en diferentes grupos de población». Sin duda, un Registro de algún tipo será necesario por razones logísticas, de trazabilidad y seguridad de las vacunas, o para no molestar más a quienes hayan dicho que no quieren vacunarse, e incluso habrá que discutir cómo y para qué deben emitirse certificados de vacunación, en forma de carnés; pero no puede crearse un Registro con la finalidad de conocer esas razones de reticencia, pues podrían conocerse mediante una acción menos invasiva en los derechos a la intimidad y a la confidencialidad de los datos de carácter personal. Bastaría con una simple encuesta, donde los datos estén anonimizados, para poder saber cuáles son esas reticencias. La protección de la salud pública no está reñida con la protección de los derechos individuales. Un Registro con esa finalidad no debería superar el juicio de proporcionalidad que requiere el Tribunal Constitucional para limitar los derechos fundamentales. Luego ya podremos discutir si, conforme al Reglamento General de Protección de Datos y la Ley Orgánica 3/2018, que desarrolla el derecho a la confidencialidad reconocido en la Constitución, se puede realizar el tratamiento de datos personales que no revelan sólo información sobre salud (no me he vacunado), sino también sobre opiniones políticas, convicciones religiosas o filosóficas (por qué no me he vacunado), aunque no parece que el principio de minimización del tratamiento haya sido tenido en cuenta por la Estrategia. Afortunadamente, hay tiempo para rectificar.
Las sucesivas actualizaciones de la Estrategia de Vacunación deberán basarse en la evidencia que aporten los datos para ir adaptando las reglas con el fin de que no se pierda una sola dosis y se vacune de forma inmediata a aquellos grupos que estén en una situación peor de salud, que estén más expuestos al coronavirus o que se enfrenten a peores barreras sociales todos los días. Las vacunas para el SARS-CoV-2, como parte de las políticas de salud pública que tendrían que adoptarse en España, deben conducirnos a una nueva normalidad más justa, pues no hay que olvidar que el coronavirus venía con las cartas marcadas debido a unos condicionantes sociales de la salud que han sido los que han determinado, en muchas ocasiones, el resultado final del contagio.
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