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Sin moderación no habrá transición en Venezuela

Maryhen Jiménez Morales

9 mins - 9 de Diciembre de 2020, 10:35

El plan de la oposición liderada por Juan Guaidó desde enero 2019 parecía, a priori, de fácil ejecución: cese de la usurpación, Gobierno de transición y elecciones libres. Con esta formula de tres pasos se pretendió poner fin al régimen autoritario venezolano que, a lo largo de dos décadas, ha violado sistemáticamente los derechos humanos de la población y ha sumergido al país en un estado no sólo de pobreza, desigualdad, colapso económico, sino en una situación de emergencia humanitaria compleja. La propuesta opositora generó altas expectativas sobre el cambio de régimen político y el inicio de una transición democrática. Varios países de América Latina, EE. UU. y la Unión Europea apoyaron a la Asamblea Nacional y al diputado Guaidó mediante su reconocimiento como presidente interino y legítimo de Venezuela. Sin embargo, frente a la ausencia del cambio deseado después de dos años cabe preguntar: ¿qué lecciones podemos aprender y qué ruta deben emprender los distintos actores para materializar una transformación en el país?
 
La lucha por restaurar una democracia supone grandes desafíos. En Serbia, Gambia, Túnez, Sudán, Kenia, Sudáfrica, Polonia, Chile, El Salvador o Guatemala, las sociedades han tenido que afrontar una serie de obstáculos sustantivos para construir un camino hacia la transición. La violencia, el miedo, la ausencia de libertades, el hambre y la desesperación no han estado ausentes en esas luchas. Lo que hemos podido extraer de los estudios comparados es que las transiciones democráticas pueden llevar mucho tiempo y se caracterizan por altos niveles de incertidumbre y la volatilidad de los factores clave en el logro del cambio político. Asimismo, sabemos que hay denominadores comunes que pueden generar valor agregado en la materialización de un cambio de régimen, tales como la organización y movilización de la ciudadanía, la coordinación de los actores opositores, la negociación entre actores moderados de los grupos que se adversan entre sí y/o la presión internacional.

Ahora, de hecho, la población venezolana ha puesto en práctica varios de estos mecanismos: se ha movilizado, protestado, participado en elecciones; la oposición política ha atendido llamadas al diálogo y negociaciones y los aliados internacionales de la oposición han ejercido presión diplomática y económica para procurar una transición. Entonces, ¿a qué obedece la ausencia de un cambio a la democracia?

Las decisiones tomadas a lo largo de los últimos dos años sirven para ilustrar los errores arrastrados al menos desde 2014. En primer lugar, la dirigencia ha subestimado sistemáticamente al Gobierno y su capacidad de controlar el poder. Si bien Venezuela es un Estado frágil y está altamente incapacitado para cumplir buena parte de sus funciones vitales, incluyendo la provisión de servicios públicos y seguridad ciudadana, Nicolás Maduro ha logrado mantener a sus élites cohesionadas y, con ello, el sustento a su Gobierno. A través de la descentralización del acceso a la corrupción por parte de diversos grupos cercanos al poder, el auge de la economía ilícita en los últimos tiempos, Maduro ha logrado mantener la distribución de privilegios y beneficios de las élites.

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Además, el autócrata cuenta con el know-how autoritario de sus aliados (Rusia, China, Irán y Cuba) que supone, entre otros, la transmisión de su conocimiento sobre la resiliencia a las presiones democratizadoras. Y, por su parte, el chavismo ha tenido su propia curva de aprendizaje autoritario sobre cómo ejercer el control y el miedo sobre sus bases, creando así una dependencia existencial de un porcentaje de la población al partido de gobierno y al Estado. A través de grupos como las Fuerzas de Acciones Especiales (Faes) o las 'cuadrillas de paz', el Gobierno continúa aterrorizando y amedrentando a la población.

Por último, Maduro ha sobrevivido a un periodo prolongado de crisis múltiples, sanciones sectoriales al país, un indictment en EE.UU., así como a la emisión de una serie de informes contundentes de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU y de la Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos.

El discurso opositor, sin embargo, se ha centrado en la supuesta debilidad y aislamiento de Maduro, minusvalorando así su capacidad de aferrarse al poder. Al subestimar al adversario, la oposición ha subestimado la estrategia que se requiere para sacarlos del poder, al mismo tiempo que ha sobreestimado su capacidad de actuar. Al apostar por que Maduro caería en un lapso de horas o días después de la juramentación de Guaidó, en enero de 2019, la dirigencia fracasó en la elaboración de un plan realista a medio y largo plazo.

La oposición abandonó su terreno de lucha natural, el territorio venezolano, porque pensó que bastaba con el discurso bélico de Donald Trump y la presión internacional para desalojar a Maduro de Miraflores. De esta forma, delegó en actores internacionales su capacidad de acción. El resultado fue el debilitamiento progresivo de la Asamblea Nacional, que fue convirtiéndose en un débil anexo del Gobierno interino, cuya legitimidad recaía precisamente en ese cuerpo colegiado. En lugar de fortalecer el Parlamento, organizar y movilizar a la población en torno a la defensa de sus derechos, entre ellos el de vivir en democracia, Guaidó y su entorno pusieron el énfasis en construir un despacho presidencial y una estructura internacional que no generó vínculos con la población y sus dolencias diarias.



Por último, la ruta emprendida facilitó la fragmentación de la dirigencia opositora en distintos bloques. Si bien es natural que haya competencia entre partidos, cuando se lucha contra un régimen autoritario la coordinación entre actores es esencial. Si no se hubiese concentrado el poder en un grupo pequeño alrededor de Guaidó, quizás hubiese habido más oportunidades para el trabajo en conjunto. Y es aquí donde vale la pena recordar el papel que desempeñó en su momento la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), que, a pesar de sus errores, pudo controlar la lucha por la hegemonía del liderazgo opositor durante varios años. Al contar con ciertos mecanismos de toma de decisión, la MUD brindaba algún grado de estructura y organización a la dirigencia. Y una vez enterrada, tras las elecciones parlamentarias de 2015, florecieron las aspiraciones individuales de encabezar la transición, que hasta ahora no se ha materializado.

Hoy existe una oposición leal, otra 'anti-todo' y un G-4 que posiblemente se fragmentará después de las elecciones legislativas del 6 de diciembre. Mientras tanto, del otro lado sigue en pie un partido de Gobierno autoritario relativamente unificado, con un 16% de la población que se identifica como "chavista resteado con Maduro" y un 13,6% de "chavistas descontentos con Maduro". Si bien estos porcentajes pueden variar, los mismos señalan que el Gobierno aún tiene apoyo popular a pesar de la situación país.

Dado este retroceso, es verdad que todo luce mal ahora mismo. Pero éste no es el final de la historia de Venezuela. Las elecciones del 6-D, sin duda, van a intensificar la crisis político-institucional, puesto que la nueva Asamblea Nacional ya no contará con legitimidad interna y externa. Al mismo tiempo, esto dará la oportunidad de aprender de los errores y abrirá el camino para que los actores democráticos y moderados se organicen internamente y se coordinen entre sí en torno el único objetivo viable: resistencia y asistencia. Venezuela, en este escenario, puede inaugurar una etapa de efectividad real en su lucha por el cambio si la oposición se reagrupa y concentra recursos y acciones para fortalecer un músculo de presión que derive eventualmente en una negociación.

Por tanto, existe la posibilidad de que se inicie una fase de recomposición de los actores políticos que implique nuevas alianzas, la coordinación estratégica entre éstos y de la sociedad civil autónomos (organizaciones y movimientos sociales, iglesias, sector privado) y posibles actores descontentos con el Gobierno. En esta nueva etapa, será esencial manejar las expectativas de forma realista, lo que implicaría reconstruir la coherencia estratégica, la confianza y la esperanza. Por consiguiente, los nuevos actores deberán asumir un solo camino, el de la negociación y los acuerdos, que debe transcurrir tanto en el plano político como en el humanitario. La población sufre a diario, y el mero sueño de una Venezuela libre no garantiza las calorías que requiere una niña o un adulto mayor al día. Parece imperativo construir un nuevo mensaje de aliento y esperanza enmarcado en el hoy y no en la nostalgia de un pasado prodigioso. Ser anti-chavista, anti-fraude o anti-régimen no es suficiente, y alimentar la polarización y el discurso conflictivo no sumará voluntades. Las fuerzas democráticas tendrán, entonces, el enorme reto de hilvanar una nueva narrativa en pos de algo.

A partir del 6 de diciembre, Venezuela se aleja de la posibilidad de re-democratizarse, tanto por la avidez de retener el poder de la elite autoritaria como por los errores opositores. De cara al futuro, lo peor que le puede ocurrir a un país ya arruinado por la elite gobernante es una oposición cubanizada, que aumente los costes de una negociación desde el exilio. La agenda de los tres pasos está llegando a su fin. Con ello quizás también termine la era de las salidas unipersonales y se inicie una etapa de moderación que conlleve mayores probabilidades de construir la transición democrática en Venezuela.
 
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