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Qué esperar de la Administración Biden y las grandes empresas tecnológicas

Raquel Jorge Ricart

8 mins - 16 de Diciembre de 2020, 19:27

Si se pudiera resumir en una frase el programa de la entrante Administración Biden en política tecnológica y digital, ésta sería: más gasto (público), más regulación y más multilateralismo. Pero lo cierto es que ni se espera que Biden reproduzca una era Obama 2.0 con las grandes empresas tecnológicas, ni que la política digital vaya a ser una de las grandes prioridades de la nueva Administración Biden-Harris; al menos en el corto plazo.
 
En las elecciones presidenciales de noviembre pasado, la tecnología se encontraba fuera del radar o, al menos, relegada a un segundo orden de prioridades. Ahora bien, a diferencia del candidato republicano, que abordó la política digital bajo un enfoque más generalista, el candidato demócrata definió una agenda con mayor especificidad y detalle. Sin embargo, el equipo de Biden se está centrando en encajar lo digital dentro de los asuntos prioritarios de la transición de gobierno: Covid-19, recuperación económica, igualdad racial y cambio climático. De ahí que el foco se haya puesto en expandir la ancha banda de internet a las zonas rurales o económicamente deprimidas, así como en aumentar la inversión pública en investigación tecnológica, y no tanto en un marco de regulación y negociación con las llamadas Big Tech.

Un marco de geometría variable
La relación del binomio Biden-Harris con las grandes empresas tecnológicas siempre ha sido dual. Por una parte, algunas empresas proveedoras de servicios de internet han formado parte de la lista de 10 donantes que más han contribuido a su campaña. Según el Center for Responsive Politics, han contribuido con alrededor de 25 millones de dólares. El tándem demócrata ha sumado a su equipo de transición a personas con experiencia previa en puestos elevados en las Big Tech: Jessica Hertz fue asesora jurídica adjunta en Facebook; Cynthia Hogan fue vicepresidenta de Asuntos Públicos en Apple; y se está planteando que, además de ser un donante importante, Eric Shmidt -antiguo Chief Executive Officer (CEO) de Google- pueda liderar el Grupo de Trabajo de Industria Tecnológica en la Casa Blanca.

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Además, Kamala Harris, que fue fiscal general de California -el hogar de Silicon Valley- tiene una vasta experiencia en negociar con este tipo de empresas. Pero esto no es algo nuevo: la Administración Obama incorporó a 55 empleados de Google en posiciones influyentes y, una vez terminó su mandato, 197 trabajadores del Gobierno pasaron a formar parte de Google.

¿Significa esto que la Administración Biden va a beneficiar a las empresas tecnológicas? No necesariamente. Lo cierto es que uno de los pilares fundamentales de las Big Tech siempre ha sido labrar un potente grupo de influencia entre los decisores políticos y regulatorios. En estos últimos años, la diferencia radica en que la rápida aceleración de la digitalización ha hecho de las grandes corporaciones unos actores que antes llamaban a la puerta y ahora forman parte, cada vez más, de la toma de decisiones. Lo digital no permea sólo en lo económico; también en lo político, social, cultural, individual y colectivo, y en política exterior.
 
https://www.youtube.com/watch?v=w5NMu9fuI4o&ab_channel=AgendaP%C3%BAblica
 
(Este análisis forma parte del ciclo "Ojo al Dato", que produce Agenda Pública para la Fundación "la Caixa")
 
Ahora bien, esta hibridación entre los sectores privado y público va acompañada de la crítica demócrata hacia las Big Tech. El conjunto de representantes de este partido en el Congreso de Estados Unidos publicaba, tras las comparecencias en julio de los CEOs de esta industria, un informe de casi 500 páginas sobre las prácticas monopolísticas de Apple, Amazon, Facebook y Google, con una serie de recomendaciones orientadas a restaurar la competitividad en la economía digital. Entre ellas, se incluían mecanismos para reducir los abusos de las plataformas con posición dominante en el mercado, proteger a los individuos y negocios, fortalecer las leyes antimonopolísticas y la 'Sherman Act' para controlar los precios abusivos, la denegación de infraestructuras esenciales o la priorización de sus propios servicios.



Asimismo, Biden -al igual que Trump, aunque por razones distintas- declaró este mismo año que la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996 -que exonera a las plataformas en línea de toda responsabilidad por los contenidos subidos por parte de sus usuarios, o por su restricción o eliminación- "debiera ser inmediatamente revocada", ya que en su opinión las tecnológicas no han sabido controlar adecuadamente la desinformación y los discursos de odio. Estas medidas no son del agrado de las Big Tech; pero lo cierto es que, en octubre de 2020, Mark Zuckerberg, CEO de Facebook, mostró cierto interés en la idea de revocar la Sección 230, al considerar que las empresas tecnológicas no son capaces de controlar por sí mismas la totalidad de los incontables flujos de información. Biden ha planteado eliminarla, pero no ha planteado hasta ahora una alternativa.

Esta posición abre la puerta a otro debate, tampoco del todo claro: ¿debería ser el Gobierno el gestor único de la regulación de contenidos? Si fuera así, ¿quién asumiría la responsabilidad y la rendición de cuentas de los contenidos en las plataformas de la economía digital, el propio Ejecutivo o las empresas? La regulación de contenidos va estrechamente de la mano de la garantía de la libertad de expresión y debe abordarse, en tanto que política a largo plazo, más allá del ciclo electoral.

Esto lleva a plantearse la capacidad de acción del Gobierno de Estados Unidos para emprender este tipo de regulaciones. Lo cierto es que tanto el Partido Demócrata como el Republicano convergen en la idea de que hace falta regular las Big Tech. Sin embargo, difieren en los detalles. Un Senado dominado por el ala republicana podría dificultar a Biden el nombramiento de personas clave para los puestos de fiscal general, de las secretarías de Comercio y Tesorería, de la Dirección de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor y de la Comisión de Comunicaciones Federales, que son los centros neurálgicos desde donde se decidirá cómo abordar las investigaciones contra Apple, Amazon, Facebook, así como la actual demanda contra Google, acusado de eliminar a sus rivales del mercado digital de búsqueda estadounidense, del que controla el 80%.

Más allá de la regulación
Sin embargo, la regulación no lo es todo. Estados Unidos todavía carece de una Ley Federal de Protección de Datos. Sí existe en California, pero un país tan grande y económicamente competitivo no puede depender de regulaciones estatales. Biden declaró que el país "debiera establecer unos estándares [de datos], no diferentes a lo que los europeos están haciendo en materia de privacidad". Esta idea podría allanar el camino al Escudo de Privacidad entre la Unión Europea y Estados Unidos, que fue invalidado en julio de 2020 por la Corte de Justicia de la UE al declarar que el país norteamericano no cumple con el principio de proporcionalidad en el uso de datos europeos.

A la necesidad de una ley propia de datos se suma una tercera cuestión: los impuestos sobre servicios digitales. Biden no ha hablado de DSTs (Digital Service Taxes), pero sí ha planteado aumentar la tasa impositiva corporativa hasta un 28% y la tasa Gilti -sobre los activos intangibles ubicados en el extranjero- con el fin de perseguir los activos, como la propiedad intelectual, que las tecnológicas a menudo ubican en el extranjero para pagar menos, como ocurrió con IBM.

La interacción entre las grandes empresas tecnológicas y la Administración Biden no va a ser un proceso ni lineal ni sencillo. Las Big Tech están adquiriendo un papel cada vez más estratégico y orientado a influir, tanto precisa como transversalmente, en la articulación de políticas públicas. Al mismo tiempo, los gobiernos están trabajando con el fin de abordar la regulación de las oportunidades y retos que la digitalización presenta a través de estas corporaciones. La colaboración público-privada será indudable en la nueva era Biden-Harris. Ahora, queda por ver en qué medida el margen de maniobra y las capacidades existentes permitirán adaptarse a Estados Unidos -y, por ende, a sus relaciones con la Unión Europea- a la rápida aceleración de la digitalización y su permeabilidad en todas las capas de la vida social, económica y política.
 
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