En las últimas semanas, la situación en Perú ha sido noticia en el mundo entero. Se habla de una crisis, pero en realidad estamos frente a tres tipos que, al confluir, han roto finalmente ese espejismo que era el experimento peruano de la democracia sin partidos: una crisis constitucional, una de gobernabilidad y una de representación. La primera, la más notoria, es la originada con la intempestiva vacancia del ex presidente Martín Vizcarra. Al juntar los votos necesarios, el Congreso de la República destituyó al primer mandatario y puso en su lugar al cuestionado presidente del Congreso, Manuel Merino, a pesar de que la opinión pública estaba mayoritariamente en contra de esta medida.
Éste, sin embargo, no ha sido el primer intento de destitución en el quinquenio 2016-2021. Al contrario, desde que el último presidente electo, Pedro Pablo Kuczynski, asumió funciones, el Congreso ha activado cuatro procesos de vacancia. Los dos primeros se centraron en Kuczynski, motivando eventualmente su renuncia y la toma de posesión del vicepresidente Vizcarra. Los dos últimos han sido contra este último, quien terminó aceptando su marcha el pasado 10 de noviembre.
A su vez, el Ejecutivo ha respondido con similar fuerza (aunque con el claro apoyo de la ciudadanía), poniendo en jaque al Parlamento: primero, con un referéndum sobre reformas constitucionales claramente contrarias a los intereses de las fuerzas parlamentarias, y luego, al disolver el Congreso en septiembre de 2019. Desde 2016, Perú está sumergido en un segundo tipo de crisis, la de gobernabilidad provocada por un Gobierno dividido, un Ejecutivo débil y un Legislativo mayoritariamente opositor. Esta situación ha desembocado en el uso arbitrario del equilibrio de poderes como medio de ajuste de cuentas, originando la primera crisis de la que hablábamos.
¿Cómo es posible que un Congreso haya tomado medidas con semejantes repercusiones? Sin partidos políticos fuertes, los parlamentarios no sólo tienen pocos incentivos para responder ante la ciudadanía, velando más bien por intereses propios o de terceros (como las universidades de poca calidad amenazadas por la reforma universitaria), sino que sus líderes tampoco son capaces de controlar, negociar y asegurar la votación de sus bancadas. Ambas condiciones hacen del Congreso una institución completamente imprevisible. Aun cuando algunos partidos se pronunciaron en contra de estas medidas, sus líderes no fueron capaces de coordinar la votación en bloque de sus grupos, haciendo que al final sean las negociaciones individuales las que primen por encima de las partidarias.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Otra condición importante es la total alienación de la clase política respecto de sus electores. En un contexto como el descrito, es imposible agregar las demandas y canalizarlas a través de las instituciones representativas. Aunque quisiesen, los políticos peruanos son incapaces de leer con claridad las reclamaciones de sus representados. Pero no sólo eso: las encuestas de opinión mostraban un claro rechazo a la vacancia semanas antes de la votación. El problema es que un sector importante de políticos ha asumido como cierto el mito de las 'encuestas amañadas', y considera que les apoya una 'mayoría silenciosa'. Con estos elementos, los parlamentarios no pudieron o no quisieron tomarse en serio el conflicto que desencadenaron cuando la ciudadanía se movilizó contra sus decisiones. Ésta es, en tercer lugar, una crisis de representación que trasciende el quinquenio actual.
Es de esperar que la renuncia de Merino y la asunción del Gobierno transitorio de Francisco Sagasti puede aliviar parcialmente la crisis más inmediata, la constitucional, pero no resuelve el complejo embrollo peruano.
Para empezar, dicha crisis sí ha constituido un importante quiebre democrático. Más allá de los argumentos legales para defender la constitucionalidad de la vacancia, está claro que la interpretación antojadiza de la incapacidad moral permanente como motivación de la destitución presidencial ha vaciado de contenido un componente esencial del equilibrio de poderes. A ello se suma la absurda represión policial contra las manifestaciones, mayoritariamente pacíficas; especialmente en la capital. Aun cuando su origen haya sido la debilidad del Gobierno antes que la presencia de un régimen autocrático fuerte, el uso de la fuerza desmedida, las detenciones irregulares y las acusaciones de tortura constituyen claras violaciones al Estado de derecho.
En lo inmediato, el problema constitucional no se ha resuelto. En la práctica, el equilibrio de poderes se ha reducido a la posibilidad de sumar los votos necesarios para vacar al presidente. Dichas votaciones, además, pueden debatirse sin que medie ninguna consideración fáctica o, incluso, enfocándose en asuntos no relacionados directamente con la supuesta causa de la vacancia (en este caso, la respuesta gubernamental ante la pandemia). Durante el primer proceso en su contra, el presidente Vizcarra elevó ante el Tribunal Constitucional esta observación en forma de una demanda competencial. La mayoría de los magistrados, sin embargo, se abstuvo de zanjarla mediante un tecnicismo, con lo que ha dejado abierta la interpretación y ha validado su uso desde la perspectiva de quienes aún la defienden.
[Escuche el podcast de Agenda Pública: Octubre rojo en Far West]
Esto es importante, porque el panorama electoral de 2021 aparece igual de incierto y augura una fragmentación parlamentaria similar a la actual. Sin candidaturas presidenciales realmente atractivas, la demanda ciudadana puede terminar erigiendo otro Ejecutivo débil con una mayoría opositora en el Legislativo. Así, es muy probable que el próximo quinquenio sea más bien la continuación de la crisis de gobernabilidad y, si ésta se agravare, el origen de nuevas crisis constitucionales sobre la base de los mismos problemas vistos en las últimas semanas.
¿Cómo salimos de este embrollo? La esfera pública peruana parece bastante optimista luego del despertar ciudadano expresado con las movilizaciones de la última semana. No es para menos: la protesta en las calles ha sido clave para darle una inyección de adrenalina a un sistema político en franco declive. Más aún, un sector importante de este grupo movilizado ha seguido expresando su malestar; el mismo que viene transformándose en una demanda cada vez más clara por una nueva Constitución, el mismo que revitaliza un clamor ya extendido a lo largo y ancho del país.
Sin embargo, tanto los medios de comunicación como los analistas han expresado su preocupación frente a esta demanda. Hay quienes temen que ponga en entredicho el modelo económico consagrado en la Constitución actual, especialmente al ser ésta una vieja reivindicación de la izquierda. Otros ven con temor la apertura de un debate de esta magnitud cuando el país experimenta un recrudecimiento de los valores iliberales tanto en materia política como social. El riesgo, en ese sentido, sería una Carta Magna que afectase aún más la institucionalidad al reducir las funciones de un Congreso desprestigiado, que permita el uso de la pena de muerte en casos controvertidos, o que incluya artículos nocivos para las minorías sexuales o para poblaciones vulnerables como los inmigrantes.
Sin embargo, el temor generalizado, es que quienes se encarguen de tan sensible proceso sean precisamente políticos con credenciales iguales o peores a las expuestas en las pasadas legislaturas.
Si lo que se busca es revitalizar la política, ¿por qué hacerlo dando más poder a quienes han originado las crisis? Se pierde de vista, sin embargo, que los que hoy verbalizan su deseo de otra Constitución lo hacen, precisamente, pensándola como una herramienta para la renovación política del país. El foco, más allá de en la nueva ley de leyes, está puesto en el proceso constituyente y la movilización social que éste requiere. Mientras tanto, quienes buscan una salida moderada reclaman, contradictoriamente, que las reglas no cambian nada, pero al mismo tiempo proponen reformas puntuales como alternativa a un proceso constituyente.
Cabe recordar que, tras un referéndum en 2018, una comisión de alto nivel propuso una serie de reformas legales centradas en partidos, elecciones y relaciones entre poderes; fue considerada como un 'shock' institucional. Estas propuestas fueron naufragando y desnaturalizándose en el debate parlamentario, hasta el punto de que sus propios impulsores protestaron por haberse desperdiciado una oportunidad para la transformación de la política. ¿Por qué entonces se asume que el reformismo va a llevarnos esta vez a un puerto diferente? Quizás, lo que necesita un sistema agónico como el peruano es, más bien, un 'shock' social. Un proceso constituyente implica dicho impulso, puesto que no es algo que se zanje en cuestión de semanas o meses.
Tal proceso requiere, primero, la participación ciudadana en un referéndum en el que las organizaciones que promuevan o estén en contra de la propuesta se expresen y organicen en campaña. Aunque los partidos políticos desempeñan un rol importante, no son los actores centrales. Por el contrario, las organizaciones sociales con más en juego son quienes se ven forzadas a involucrarse, coordinar, convocar y movilizar programáticamente a la ciudadanía en favor de sus preferencias. Al final, aun si el referéndum no prosperara, el resultado sería un poco más de organización social que el existente. De prosperar, serían estas mismas organizaciones, a través de los partidos u otros colectivos, las que debieran asegurarse de que sus prerrogativas fueran canalizadas hacia una Asamblea Constituyente, e incidir cuando la nueva Constitución fuera llevada a referéndum.
Esto, por supuesto, es también una advertencia para la ciudadanía que responsablemente ve en la constituyente una salida a la crisis: los costes de una asamblea controlada por grupos de poder en la sombra o por políticos cortoplacistas son mucho peores que el mal que buscan resolver. No puede pasar lo mismo que con el último cierre del Congreso: aplaudido a rabiar por los ciudadanos para que, meses después, se erija una legislatura tan fragmentada y cuyas decisiones, lamentablemente, han costado dos vidas.
En todo caso, a estas alturas ha quedado claro que las preocupaciones ciudadanas no pueden ningunearse tan fácilmente. Al contrario, sería inteligente aprovechar el debate mismo como una oportunidad para resolver gradualmente la crisis representativa que ha desencadenado otras más circunstanciales.
**
Contra la pandemia, información y análisis de calidad
Colabora con una aportación económica