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De problemas y soluciones: reflexiones para un mundo post-Covid

Vincenzo Pavone

27 de Noviembre de 2020, 21:45

Llevamos ya ocho meses de pandemia, y a menudo es difícil hablar de otra cosa, incluso entre amigos o familiares. Sin querer, nos hemos familiarizado con términos como el factor R, la curva de contagios, las PCRs, las pruebas de antígenos y los casos asintomáticos. Detrás de cada conversación, no es difícil que a los pocos minutos surja (a veces explícitamente, a veces sin mención) la esperanza en una vacuna, en un ansiado retorno a una vida sin restricciones que, cada día, queda más atrás en el tiempo; casi al borde del olvido. Mientras tanto, hospitalizados y fallecidos crecen a un ritmo cada día más preocupante.

El mundo, no obstante, ha cambiado y no volverá a ser el mismo (ni con la vacuna, ni con la 'inmunidad de rebaño') porque los procesos de cambio social no son cintas elásticas, que puedas estirar y vuelvan a su sitio cuando las sueltes. Tampoco se parecen a esos colchones con memoria, que al acostarte recuerdan tu posición favorita. Cada cambio, ya sea tecnológico, normativo, de costumbres o de prácticas sociales, lleva aparejado un impacto que afecta a todo a lo que está anclada esa nueva tecnología o norma. Un pequeño movimiento en un rincón de este entramado socio-técnico en el que vivimos provoca cambios profundos en el extremo opuesto y, como resultado, el entramado encuentra un nuevo equilibrio; precario como el anterior, de eso que no quepa duda. 

Si eso es cierto, y décadas de estudios sociales de la ciencia y la tecnología así lo han demostrado, quizás merezca la pena preguntarse cómo será este mundo post-Covid. Es más, deberíamos preguntarnos cómo queremos que sea. Porque, aunque parezca imposible, el cambio social no es exclusivamente fruto del azar. Se puede intervenir; se puede, en cierta medida, orientar. De eso me gustaría hablar en este breve post: de cómo identificamos los problemas y de cómo buscamos soluciones. O, mejor dicho, de cómo hacemos lo primero y nos obsesionamos con lo segundo, incluso cuando las soluciones generan más problemas de los que resuelven o nos llevan al absurdo de olvidar cuál era el problema que queríamos solucionar. 

Cualquier solución a un problema será tan eficaz como la definición que hayamos dado a éste. Si usáramos el más que conocido dicho de las agencias inmobiliarias sobre cuáles son los tres factores más importantes para decidir el precio de la vivienda (ubicación, ubicación y ubicación), diría que, en nuestro caso, los tres factores más importantes serían definición, definición y definición

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En nuestra sociedad postindustrial, hiper-tecnológica, estamos acostumbrados a buscar remedios a los problemas que tenemos a través de soluciones sencillas, rápidas, bien delimitadas y, sobre todo, tecnológicas. Un ejemplo nos puede ayudar a comprender el riesgo de este enfoque. Pensamos en los coches como una solución rápida, eficaz y placentera al problema de la movilidad. Desde luego, hoy en día, en muchas ocasiones, el coche representa ese tipo de solución. Pero, precisamente porque teníamos esta solución, a lo largo del siglo XX empezamos a construir nuestra vida alrededor de ella. Vivimos cada día más lejos de nuestros lugares de frecuentación: el trabajo, el colegio, los amigos, las tiendas de alimentos, los cines, etcétera. En países como Estados Unidos, esto ha cambiado por completo la geografía urbana de muchos de sus estados; como, por ejemplo, es el caso de California. Vivimos más alejados de nuestros centros neurálgicos de vida y cogemos el coche para llegar a ellos; se generan atascos; se pierde mucho tiempo. De hecho, el mismo que empleábamos antes de desplazarnos en coche, con la diferencia de que antes íbamos andando y ahora vamos sentados en un artefacto que, de paso, contamina.

Cuando llegó la crisis de 2008, en California estuvieron barajando la posibilidad de fomentar el transporte de personas por ferrocarril, pero se encontraron con un problema que no se esperaban: no sabían dónde construir las estaciones de tren. Como la vida cotidiana estaba basada en el coche, se había generado una geografía urbana caracterizada por urbanizaciones dispersas, chalés y suburbios. Sencillamente, no había dónde instalar una estación que fuese de utilidad. Ahora, decidme: ¿el coche es una solución o un problema? 

Ojalá la cosa terminara aquí. Como nunca hemos querido volver a cuestionar el problema (la movilidad), seguimos obsesionados con su solución (el coche). Sabemos que contamina y, por tanto, ¿cómo hemos estado solucionando este problema (generado por una solución para otro)? Aplicando tecnologías para reducir la contaminación, pero sin cuestionar el coche. Primero, inventamos la gasolina sin plomo; luego, los coches híbridos; y ahora, los coches eléctricos. Seguramente, la contaminación se ha reducido, pero no se han eliminado los problemas asociados: hemos ganado tiempo, nada más. Seguirán los atascos. Hay guerras en países en vías de desarrollo para controlar la extracción de metales y minerales raros necesarios para la creación de baterías, y tenemos un problema importante con la gestión de esas baterías cuando llegan al final de su vida útil. Además, no toda la energía que se almacena en esas baterías procede de una fuente limpia y sostenible.

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Esta pequeña digresión podría aplicarse a muchos otros ejemplos. Os pongo uno nada más para abrir un poco más el campo, sin adentrarme. Los océanos están llenos de plásticos y micro-plásticos. Hay islas de plásticos tan grandes como países, y la solución que estamos desarrollando es una tecnología que, aprovechando la energía solar, pueda recoger ese plástico, sin necesidad de intervención humana. Fenomenal. Ojalá lo consigamos. Pero, parad un momento a reflexionar: pongamos que esta tecnología existe y que en tres meses puede recoger todo el plástico de los océanos. Bien, ¿qué haríamos con este plástico, una vez recogido? Si el plástico está en los océanos es porque no sabemos qué hacer con él. Este asunto no lo soluciona ninguna tecnología: el problema real está en la producción de plástico, no en su recogida. 

Cuando, por mucho que te empeñes en resolver un problema con una o más soluciones no consigues avanzar, deja de tener sentido buscar soluciones a las soluciones. No hay que cambiar éstas, sino el problema.

Volvamos a nuestro coche. Era una solución a un problema de movilidad: ¿cuál es la mejor manera de desplazarme de un sitio a otro?, nos preguntábamos. Bien, en lugar de contestar, yo elijo hacer otra pregunta: ¿por qué necesitamos desplazarnos? Cambiamos de problema, y de perspectiva. La mayoría de la gente se desplaza a diario para ir a trabajar, para dejar a los niños en el cole o para hacer la compra. Cierto es que hay desplazamientos asociados al ocio o al turismo, pero no son los que nos mueven a diario. Ahora, ¿y si eliminásemos la necesidad de desplazarnos? Imaginad: puedes vivir al lado de tu trabajo, en un pueblo, en la naturaleza, llevar a los niños andando al cole y, de vuelta, comprar lo que necesitas. Movimiento diario, ritmo de vida humano, deporte, aire libre, comunidad de referencia pequeña, calidad de vida.

No para todos, está claro. Siempre hay gente que prefiere vivir en las ciudades, por supuesto. Pero que sea su elección me parece algo mejor. Muchos dirán: claro, lo que propones… ¡es el teletrabajo! Sí y no. La pandemia ha demostrado algo que ya sabíamos, es decir, que muchos empleos pueden desarrollarse perfectamente de forma remota, con un ordenador y una buena conexión. Pero el teletrabajo desde casa también tiene sus dificultades. Es difícil concentrarse en un entorno domestico, a menudo no se dispone del mobiliario, de la tranquilidad y de la conexión a internet adecuada, y la soledad no es precisamente el mejor aliado de un buen desempeño, salvo excepciones. ¿Entonces?

Necesitamos oficinas. Pero no oficinas concentradas en el centro de la ciudad. Necesitamos oficinas dispersas en el territorio, en los pueblos, en el campo. Lugares de co-working donde trabajadores de distintas empresas puedan trabajar a diario, cumpliendo sus horarios, en un entorno social y profesional. Cada trabajador, plantilla de la misma empresa, podría elegir una empresa de co-working distinta, en el pueblo o en el sitio que le resulte más cómodo. ¿Lo imagináis? Trabajar para Telefónica, Repsol o para una Administración pública desde el pueblo que os guste. Quizás, empleando un día a la semana para reunirse con el equipo en la sede central de la empresa.

Tener espacios de trabajo multidisciplinares fomentaría que la población se relacionara con profesionales de otros campos y se interesara por diferentes actividades. Además, crearía ambientes laborales mucho más ricos y diversos, espacios donde se generarían sinergias, donde cada cual podría ayudar al resto con sus conocimientos e incluso del que podrían nacer colaboraciones muy interesantes. Desarrollar la vida en la misma zona es una forma fantástica de generar comunidad y sentimiento de pertenencia a un barrio o pueblo, lo que derivaría en una mayor implicación política y social, en la construcción de redes de apoyo vecinal. Por otro lado, la gente que eligiera quedarse en la ciudad también ganaría en calidad de vida, al rebajar el nivel de gentrificación y los desplazamientos.

Esta nueva vía nos brindaría también una recuperación de la España vaciada, un ajuste importante en el coste de las viviendas, una reducción sensible de los atascos, una calidad de vida mejor para muchos (y una mejora de sus condiciones de salud), una recuperación de los colegios de los pueblos y, por supuesto, una bajada importante de los costes para las empresas, que podrían reducir muy significativamente el tamaño de sus sedes centrales. 

Pero lo que propongo no es sólo de aplicación a la movilidad y al trabajo. En esta época de pandemia hemos podido comprobar lo limitada que es la capacidad de las comunidades autónomas y del Gobierno central para recaudar recursos y ponerlos a disposición de la Atención Primaria, del rastreo y de la Sanidad en general. Desde hace años, desde que la estructura de la economía del mundo occidental se ha volcado de lleno en el sector terciario y en la financiarización de muchos sectores, la capacidad recaudatoria de los estados-nación se ha visto mermada por la volatilidad del capital. Es difícil organizar una subida de impuestos o combatir seriamente la evasión fiscal, y tampoco se pueden incrementar mucho más los tributos sin afectar seriamente a la capacidad de consumo interno de un país.

Pero todo esto es cierto sólo si estamos pensando en un sistema basado en una subida de impuestos progresivos según la cifra de beneficios o de renta. ¿Y si cambiamos el problema? ¿Y si en lugar de usar como medida de referencia al tasar la cantidad de renta o beneficios, usáramos su procedencia? No todos los beneficios o rentas tienen la misma utilidad social; ésta última varía en función de su origen. No es lo mismo 100.000 euros de ganancias que procedan de las rentas del trabajo que la misma cantidad procedente de la renta de bienes inmuebles o de transacciones financieras. La primera fuente tiene una gran utilidad social porque, a su vez, genera consumo y salarios. La segunda, aunque menor, sigue teniendo una utilidad social muy alta: permite a muchas personas acceder a una vivienda, crear hogares, establecer familias. Sin embargo, la de la tercera es limitada si la comparamos con las otras dos. Los mismos 100.000 euros debieran ser gravados de manera distinta según su fuente, incrementando la tasación según fuera disminuyendo su utilidad social. ¿Es esto revolucionario? Por supuesto, y quizás también de difícil implementación. No obstante, es una forma de iluminar el problema (los ingresos de los Estados-nación) de una manera distinta. 

Si cambiamos la definición de un problema, surgen nuevas posibles soluciones. Lo cambia todo. Éste es el ejercicio que debiéramos hacer hoy, mientras la pandemia nos ofrezca esta oportunidad única. Cambiemos los problemas, no busquemos soluciones a las soluciones

(Mis agradecimientos a Marta Gonzalez, contratada en prácticas JAE-Intro en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y a Kenedy Alva, 'data scientist' en ViewNext, por sus comentarios y aportaciones a versiones previas del texto)

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