Garantizar la igualdad de oportunidades de la infancia sigue siendo un importante reto pendiente, todavía más después del impacto que ha tenido y está teniendo la pandemia del coronavirus. España es el segundo país de la Unión Europea con mayor prevalencia de la pobreza infantil: 2,1 millones de niños y niñas viven bajo el umbral de la pobreza; el 27% del total, frente al 23% de media de la UE. De ellos, 1,3 millones están en situación de pobreza severa. La crisis sanitaria de la Covid-19 ha agravado esta situación, haciendo que el número de menores en riesgo de pobreza se pueda elevarse hasta el 33%. Un riesgo que afecta sobre todo a colectivos especialmente vulnerables, como las familias monoparentales, para quienes puede incrementarse hasta el 48%.
También, como señala Unicef, España es el cuarto país de la Unión Europea con mayor desigualdad infantil, sólo por delante de Bulgaria, Rumanía y Grecia, y el sexto de la OCDE. Ésta se ramifica y extiende sus efectos en todos los ámbitos vitales de los niños y niñas. En educación, por ejemplo, España es el segundo país de la OCDE con mayor brecha de repetición por razón del origen socioeconómico: un alumno de una familia con pocos recursos tiene una probabilidad cuatro veces mayor de repetir curso.
Frente a la realidad que indican estas cifras, la inversión de España en infancia se encuentra entre las más bajas de la UE: el 1,2% del PIB, la mitad que la media europea (2,4%) y lejos de países como Suecia y Finlandia (2,9%), Alemania (3,3%) o Dinamarca (3,5%).
Sorprende, siendo así, que el Gobierno haya decidido suprimir una de las pocas prestaciones económicas diseñadas para ofrecer una cobertura mínima a las necesidades básicas de la infancia: la asignación económica por hijo o menor a cargo de la Seguridad Social. Una prestación de la que hasta junio se beneficiaban más de 800.000 familias en España. Pues bien, desde el 29 de mayo, fecha de entrada en vigor del Ingreso Mínimo Vital (IMV), no es posible realizar nuevas solicitudes de esta prestación por parte de familias con hijos o menores a cargo que no tengan una discapacidad igual o superior al 33% (DT7ª, Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo). No obstante, quienes la vinieran percibiendo seguirán conservándola mientras no dejen de cumplir los requisitos exigidos para su reconocimiento.
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El Ejecutivo justifica esta decisión en que el nuevo IMV permite cubrir las mismas necesidades que antes eran atendidas por la prestación por hijo a cargo, al menos en los casos donde el menor no tiene una discapacidad reconocida. Sin embargo, existen razones para cuestionar esta pretendida equivalencia. Hablamos de prestaciones que, en origen, persiguen objetivos distintos, lo que hace que se dirijan a públicos diferentes (aunque en algunos casos puedan coincidir) y que, en consecuencia, tengan un diseño distinto.
Así, el Ingreso Mínimo Vital, como el resto de rentas mínimas de inserción autonómicas, busca responder a situaciones estructurales de pobreza severa en hogares en riesgo de exclusión social, con una prestación periódica con la que asegurar la cobertura de las necesidades básicas de todos sus beneficiarios. Se trata de una prestación más intensa, pero también más focalizada.
Mientras, la prestación por hijo o menor a cargo pretende ofrecer un apoyo económico para atender necesidades específicas de la infancia a fin de garantizar la igualdad de oportunidades, lo que hace que se dirija a un abanico más extenso de hogares, más próximos al umbral de pobreza relativa. En este caso, la prestación es menos intensa, pero también tiene un público más amplio.
Ambas prestaciones, por tanto, lejos de anularse entre sí, se complementan, tanto en sus objetivos como en sus potenciales beneficiarios. Eso no quiere decir que no existan casos donde pueda darse coincidencia de beneficiarios. Pensando en estos casos, tiene sentido que ambas prestaciones sean incompatibles y que se permita optar por el IMV. Pero, a la inversa, también son muchos los beneficiarios que cumplen actualmente los requisitos para recibir la prestación por hijo o menor a cargo pero que no podrían optar al ingreso mínimo vital. De desaparecer la prestación por hijo a cargo, todos los hogares que podrían recibirla se verían en el futuro privados de cualquier protección social.
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Tampoco se comprende la supresión precisamente de una prestación cuya cuantía económica era muy reducida, como lo era su consecuente impacto presupuestario. En el supuesto general ahora suprimido, esta cuantía era tan sólo de 341 euros al año (28,42 euros/mes), o de 588 euros (49 euros/mes) para hogares en situación de especial vulnerabilidad (Anexo.II.4, Real Decreto-ley 1/2020, de 14 de enero). Se trata de unos importes claramente insuficientes para cubrir el coste mínimo que supone la crianza; de entre 480 y 590 euros al mes, según Save the Children. Se entiende todavía menos priorizar la supresión de esta prestación cuando existen otras que también comparten beneficiarios con el Ingreso Mínimo Vital (por ejemplo, la renta activa de inserción para personas desempleadas de larga duración con responsabilidades familiares), cuya integración, de hecho, podría ser más conveniente y que, sin embargo, no se han tocado.
A tenor de todo lo anterior, cabría reconsiderar seriamente esta integración, teniendo en cuenta las evidentes ventajas que tendría mantener la prestación por hijo o menor a cargo sin discapacidad, como prestación singular del sistema de la Seguridad Social.
En primer lugar, porque su mantenimiento permitiría garantizar una protección social que llegue a todos los hogares con niños y niñas a cargo; muy especialmente a aquellos que no reúnan todos los requisitos exigidos para acceder al IMV (sea la situación administrativa, la edad, el tiempo de constitución de la unidad de convivencia, los ingresos o patrimonio, etc.).
Seguidamente, porque mantener ambas prestaciones, tanto la asignación económica por hijo a cargo como el Ingreso Mínimo Vital, permitiría que cada una de ellas liderase estrategias diferenciadas, aunque complementarias, en la atención a la pobreza y la promoción de la igualdad de oportunidades de la infancia. Esta complementariedad podría incluso oficializarse, estableciendo el reconocimiento automático de la prestación por hijo a cargo para solicitantes del IMV que se compruebe que no reúnan los requisitos para esta ayuda, pero sí para la prestación por hijo a cargo. Se evitaría, así, forzarlos a tener que esperar hasta su resolución para después tener que tramitar una nueva solicitud.
De hecho, mantener ambas prestaciones permitiría una atención directa y específica a las necesidades de la infancia que no estuviese condicionada a la situación de vulnerabilidad de todo el hogar, como pasaría a suceder ahora si no se revierte su integración. Además, la prestación por hijo a cargo podría terminar de definirse como una ayuda con un alcance más general, mediante un aumento progresivo del umbral de ingresos para su reconocimiento (hasta ahora, era de 12.424 euros anuales, más un 15% adicional por cada hijo a partir del segundo, éste inclusive, o de 18.699 euros anuales más 3.029 euros por cada hijo a partir del cuarto, éste inclusive). Cabría, igualmente, contemplar un umbral de ingresos superior para solicitantes que fueran familias monoparentales, equiparable al que se establezca para las familias numerosas, en el caso de aquéllas que tengan dos o más hijos, con recargos a partir del tercero, éste inclusive.
Ahora bien, salvar la prestación por hijo a cargo sería una medida necesaria, pero no suficiente. Rectificar su integración debiera ser sólo el primer paso de un cambio de tendencia en el esfuerzo inversor en políticas de infancia en nuestro país.
En consecuencia, y sin perjuicio de la revisión de otras políticas en materia de infancia, una opción que cabría considerar, y que viene siendo largo tiempo reclamada por las principales organizaciones que trabajan en la atención de la infancia, sería impulsar un incremento progresivo de la cuantía de esta prestación por hijo a cargo; en una primera fase, al menos, hasta los 1.200 euros anuales por hijo (100 euros/mes) con carácter general, e incluso por encima de ese importe para hogares en riesgo de exclusión social. Esta medida muy concreta permitiría sacar directamente de la pobreza a cerca de 700.000 niños y niñas y sentar las bases para una política de infancia capaz de aspirar (ahora sí, con afán de universalidad) a garantizar la igualdad de oportunidades.
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