19 de Noviembre de 2020, 20:59
Tengo entre mis anécdotas académicas favoritas la que cuenta Zubiri del día en que su profesor de Filosofía no acudió al aula y dejó escrito en la pizarra: "Hoy no hay clase, el profesor no lo tiene claro". La traigo aquí a colación para advertir al lector de que, si bien no voy a dejar el folio en blanco; y lejos de tener una opinión definitivamente formada sobre el asunto que trataré, escribo estas líneas reservándome el sagrado derecho a cambiar de opinión y asaltado por muchas inseguridades. Su origen está en que, al afrontar jurídicamente la posverdad o la desinformación, conceptos centrales de nuestro momento disruptivo, uno no termina de creerse que el Derecho posea hoy una capacidad objetiva para ordenar los problemas de la realidad social.
Como es sabido, hace días veía la luz la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional. Sobre esta norma se han publicado ardorosas críticas que quieren ver en ella un instrumento represivo de la libertad de información y expresión y, con ello, el presupuesto para la degeneración autoritaria de nuestro sistema político. Ya adelanto que, en mi opinión, dicho dramatismo resulta exagerado. Nos encontramos, en primer lugar, ante una normativa de alcance muy modesto si tomamos en consideración el Derecho comparado y los propios deseos de las instituciones europeas, reiterados en documentos como el 'Tackling online disinformation: a European Approach', aprobado por la Comisión en abril de 2018.
La normativa que acaba de ser aprobada en España no prevé, a este respecto, ningún régimen sancionador o de censura (esto, obviamente, hubiera requerido desarrollo legal), ni extiende significativamente las actuales competencias de control que ejerce el Ejecutivo, sino que se limita a redistribuirlas, de tal forma que estén más vinculadas al Ministerio de Presidencia que al de Defensa, tal y como ocurría hasta ahora. A este respecto y en puridad, la innovación de esta orden ministerial es centralizar en un órgano inédito, esta Comisión Permanente contra la Desinformación, la coordinación entre los distintos departamentos ministeriales competentes, así como el diseño y ejecución secuenciada de políticas de respuesta.
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Entre las funciones que se otorgan a dicha Comisión, sólo una es realmente novedosa y trascendental, y es aquélla que legitima a la Secretaría de Estado de Comunicación para realizar una campaña pública de información cuando se haya detectado una previa operación orquestada de intoxicación informativa.
Pues bien, el diseño de esta estructura pública contra la desinformación es criticable desde dos aspectos fundamentales. El primero de ellos tiene que ver con el hecho de que la misma no haya sido capaz de establecer ningún parámetro claro para determinar qué es una campaña de desinformación y, por lo tanto, cuándo resulta pertinente la ejecución de las actuaciones que vienen determinadas en los distintos niveles previstos por la norma. Nos encontramos, en este sentido, ante un marco conceptual demasiado ambiguo, que puede ser presupuesto para crear un contexto de inseguridad jurídica en un área en la que se entiende que se requiere justo lo contrario.
En segundo lugar, y mucho más relevante, la normativa centra exclusivamente en el Gobierno tanto las competencias para la determinación de cuándo nos encontramos ante una campaña de desinformación como para actuar mediante políticas públicas para el contraste informativo, mediante las cuales el Estado certificaría la falsedad de ciertas informaciones ante la ciudadanía.
A este respecto, este diseño institucional obvia un elemento absolutamente relevante en este debate, y es el hecho de que el Gobierno es un órgano de naturaleza radicalmente política dentro del Estado constitucional. Se trata de un poder en su esencia dominado por un discurso de parte y sobre el que se presupone una actuación no neutral, sino tributaria del programa electoral a través del cual consiguió una mayoría parlamentaria. En este sentido, todos los actores implicados en la Comisión Permanente contra la desinformación (Departamento de Seguridad Nacional, cuyo director presidirá la Comisión de forma ordinaria, Centro Nacional de Inteligencia, Gabinete de Coordinación y Estudios de la Secretaría de Estado de Seguridad, Dirección General de Comunicación, Diplomacia Pública y Redes, Secretaría de Estado de Transformación Digital e Inteligencia Artificial), son dependientes orgánica y funcionalmente del Gobierno.
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Desde esta perspectiva, pesa sobre el diseño de esta normativa la lógica de la seguridad nacional frente a campañas de desinformación foráneas, donde sí pudiera tener sentido el protagonismo específico de quien dirige por mandato constitucional la política exterior del país. Ahora bien, lo cierto es que el protocolo de actuación previsto por la norma también se proyecta sobre lo que puedan considerarse campañas de desinformación de ámbito estrictamente nacional, y aquí el exclusivo protagonismo del Ejecutivo, y la competencia específica que la norma otorga a la Secretaria de Estado de Comunicación para censurar determinadas informaciones, parecen partir de dos presupuestos equivocados: primero, el de que los gobiernos no saben mentir o no tienen interés para ello. Y segundo, el de que una institución gubernamental va a comunicar al margen de cualquier interés vinculado a la continua competición partidista que es propia en democracia.
Para descartar cualquier ingenuidad sobre la nobleza de los partidos políticos en sus propósitos de uso de las modernas técnicas de persuasión electoral, vale aquí recordar que la unanimidad de los grupos parlamentarios aprobó en el Congreso una reforma que permitía a las formaciones políticas el uso de datos ideológicos de los ciudadanos, que abría la puerta a la mercadotecnia digital personalizada sobre la base del uso de algoritmos; ley invalidada, también por unanimidad, por nuestro Tribunal Constitucional. A este respecto, tampoco conviene pasar por alto el hecho de que, si bien nada excluye la posibilidad de que el partido o partidos que ejerzan una función de gobierno puedan mentir deliberadamente, y hacerlo con la pericia suficiente para que esto cale en la opinión pública, una mínima intuición ciudadana nos advierte de que sería muy raro que un órgano de composición puramente gubernamental actúe en estos casos.
Por otro lado, la opción tomada por el Ejecutivo al comprometerse él mismo en la articulación de campañas de contraste informativo pasa por alto el hecho de que el derecho a recibir información es, sobre todo, un presupuesto del control que la sociedad hace a los poderes públicos, y en ningún caso un mecanismo de control social. En definitiva, que el Gobierno, por definición, es el principal objeto de control en una sociedad democrática, y no un verificador cualificado de la verdad ajena. A este respecto, más que autoritaria, yo creo que esta norma diseña una estrategia inútil, porque es muy probable que aquellas campañas públicas de corrección de la desinformación deriven inevitablemente en un debate sobre la propia objetividad del Gobierno a la hora de diseñar las mismas, cuando no en su judicialización.
Por todo lo dicho, creo que la creación de la Comisión Permanente contra la desinformación es un gesto modesto, pero también errático en sus presupuestos para la lucha contra este problema. Queda pendiente, en este sentido, una definición mucho más nítida del concepto campaña de desinformación; y, sobre todo, de cuáles son los patrones tecnológicos que hacen diferenciable la falsedad clásica de aquellas estrategias tecnológicas de confusión que usan la red con el objetivo último de que muchos ciudadanos tengan dificultad a la hora de distinguir lo cierto de lo verdadero.
Del mismo modo, es necesario profundizar en cuál es la naturaleza jurídica de las plataformas digitales en tanto (usando acertada expresión de la profesora Rodríguez-Izquierdo) agentes interpuestos para el logro de ciertos fines de interés general. Y, por último, si se considera que frente a las campañas de desinformación es necesaria una comunicación pública que alerte al ciudadano, será necesario pensar en cuál ha de ser el posible diseño de un órgano independiente con competencias en la materia, cuya autoridad y buen funcionamiento dependerá, a buen seguro, de su neutralidad, y con ello de su desvinculación respecto del Ejecutivo. Todas estas tareas son, en cualquier caso, para las Cortes Generales.
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