A pocos días de las controvertidas elecciones en Estados Unidos, se ha firmado el mayor acuerdo de integración comercial del mundo: la Asociación Económica Integral Regional (
Regional Comprenhesive Economic Partnership, RCEP). Con un sentido de la oportunidad difícil de igualar, la iniciativa está encabezada formalmente por la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean), aunque bajo la clara égida de Beijing.
El acuerdo comercial incluye a 15 de las mayores economías del este de Asia e integra por primera vez a Japón, China y Corea de Sur, convirtiéndolo en un compromiso sin precedentes. Además, las cifras son contundentes: un mercado de 2.250 millones de personas y un Producto Interior Bruto de 25 billones de dólares (un tercio del total global).
China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y todos los países del sudeste asiático han acometido la construcción de un bloque regional centrado en la bajada de aranceles y el libre tránsito de productos terminados. Además,
permitirá extender las cadenas globales de valor, principalmente orientadas desde China, a toda su área de influencia; y, al mismo tiempo, otorgará facilidades para que sus vecinos ingresen con sus productos a su inmenso mercado.
Esta apuesta por el multilateralismo comercial tiene clara incidencia política en el marco de la creciente competencia entre Estados Unidos y China por el dominio de las formas, los procedimientos y las instituciones de la economía política internacional del nuevo siglo. Tras la crisis de 2008, China comenzó a consolidar su rol como actor global, buscando fortalecer su liderazgo en la región de Asia Pacífico. En este marco, en la Cumbre de Asean de 2012, celebrada en Camboya, Beijing manifestó su voluntad de impulsar una zona de libre comercio que vinculara a los socios intermedios del continente como Malasia, Indonesia y Vietnam con las grandes potencias regionales. Sin embargo, la iniciativa arrancó a paso lento.
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Los motivos eran principalmente dos. Por un lado, los recelos y temores existentes con China por parte de algunos de sus vecinos. Conflictos territoriales (como el del Mar de China Meridional con países como Vietnam y Filipinas), económicos (Japón) o políticos (Corea del Sur) han actuado como desincentivos para el fortalecimiento de una mayor integración regional que incluyera a China. Por otro, la influencia estadounidense en la región, que
bajo la gestión de Barack Obama impulsó un mega-acuerdo que incluía a algunos de los países del Asean, como Vietnam, y a grandes potencias, como Japón, bajo el rótulo de Acuerdo Transpacífico (TPP).
Con esta tensión en el ambiente durante años, ambos acuerdos se negociaron en paralelo hasta que, en febrero de 2016, los futuros socios del TPP llegaron a un entendimiento y firmaron el acta constitutiva del Tratado, iniciándose entonces el proceso de ratificación en cada uno de los países signatarios. Sin embargo,
con la llegada de Donald Trump al poder, el escenario cambió. Tras asumir su cargo, anunció a sus socios que no lo ratificaría y que, de hecho, se retiraría del mismo. Si bien no fue el fin material del TPP, ya que los otros 11 socios siguieron adelante con la ratificación, en términos reales actuó como
parteaguas.
Con la salida de EE.UU., muchos antiguos socios comenzaron a mirar con otros ojos la propuesta china. Ante la frustración por la retirada de Trump del TPP, el ex
premier japonés, Shinzo Abe, planteó: "No cabe duda de que daremos un giro hacia la RCEP si el TPP no avanza". La reticencia norteamericana a continuar apostando por la integración en Asia Pacífico terminó empujando a sus propios aliados a acercarse a Beijing. La incertidumbre, frente a ese escenario, fue también un aliciente para la integración. El secretario general de Asean, Lim Jock Hoi, lo expresó de esta forma: "El RCEP generó una nueva tracción para hacer frente a la incertidumbre del mundo actual".
Sobre certezas e incertidumbres
Sin embargo, pese a la voluntad del secretario general de Asean, la firma de este tratado deja aún en el ambiente algunas preguntas, aunque también certezas. Del lado de éstas se ubica sin duda el hecho de que
China avanza un paso más en su voluntad de presentarse como un jugador global y un defensor del multilateralismo económico.
Del lado de las dudas, al menos tres. La primera es qué hará finalmente la India. Tras participar de las negociaciones, se retiró de las mismas por el temor a poner en riesgo su economía con el ingreso de productos baratos, principalmente chinos. Además, está el cálculo geopolítico de fondo: retirarse en el último momento de una iniciativa con fuerte impronta china es un guiño a Washington.
La segunda es qué hará Joe Biden. Aquí, las tesis no son unívocas. Por un lado, el Gobierno económico de Trump, y particularmente en relación al empleo, arrojó números positivos al menos hasta la llegada de la pandemia. Y esto se logró, según su propia visión, en virtud del proteccionismo económico que había impuesto su Administración. Por ello, retomar esa agenda puede resultar muy costoso para Biden por las presiones internas, incluidas las sindicales.
Pero, por otro lado, el desafío chino sigue presente y la indiferencia de Estados Unidos respecto a la región del Asia Pacífico en los últimos años ha potenciado la presencia de Beijing. En ese sentido,
es probable que la estrategia de Biden sea intentar retomar la cuestión en el punto en que la dejó Obama. Es decir, volver a la ofensiva sobre el TPP con el objetivo de recuperar antiguos aliados y una mirada propositiva hacia el multilateralismo.
Y la tercera duda: ¿cómo impactará este nuevo acuerdo en América Latina? En principio, se puede pensar en un efecto indirecto, consecuencia más de un cambio en las condiciones generales de la economía global que de un impacto concreto sobre la balanza exportadora. Sin embargo,
la propia presencia de este gigantesco conglomerado económico implica la necesidad de reforzar la apuesta sobre los propios procesos de integración como Mercosur o la Alianza del Pacífico para intentar transitar con más fuerza en un mundo tan desigual.
En definitiva, emerge un nuevo actor político-económico en el mundo, con China como protagonista central. Para Estados Unidos, implica un retroceso y la evidencia de una oportunidad perdida. ¿Y para Latinoamérica? Más incertidumbre. En un mundo de creciente complejidad, el acuerdo vuelve a poner de relieve la irrelevancia y la desconexión de la región.