Hace 40 años, en noviembre de 1980, Estados Unidos elegía a un nuevo presidente, el republicano Ronald Reagan. Un actor secundario de Hollywood convertido en un político de éxito. Su estilo comunicativo directo y eficaz, y sus controvertidas políticas económicas y de seguridad, inauguraron una nueva época. "America is back!", así decía: tras la derrota en Vietnam, los escándalos de Nixon y la aparente debilidad de Carter en hacer frente tanto a la Unión Soviética como a los pasdaran iraníes, Reagan relanzaba el mito del 'excepcionalismo americano', de aquella ciudad sobre la colina cuyo 'destino manifiesto' es transformar todo el mundo.
America is back! ha sido también el
mensaje de Joe Biden en su primer discurso como
president-elect el pasado 10 de noviembre. Bajo unas circunstancias nacionales e internacionales totalmente diferentes,
el futuro presidente ha vuelto a emplear expresiones propias del internacionalismo 'wilsoniano'. Tras los cuatros años de Presidencia de Donald Trump, caracterizados por una sobreexcitación nacional-populista, un lenguaje grosero y una deslegitimación constante de todo tipo de gobernanza internacional, Biden quiere regresar a una imagen
mainstream de EE.UU., la de actor hegemónico benévolo, aún líder de un orden global fundado sobre los principios y las instituciones del multilateralismo democrático. Como el mismo Biden
escribió en
Foreign Affairs, "
America must lead again"; algo coherente con su larga trayectoria política de senador y su conocimiento de los asuntos exteriores.
Los europeos, en gran mayoría, lo celebramos y le aplaudimos.
Sin embargo, es fundamental empezar a hacernos unas preguntas sobre el futuro de las relaciones transatlánticas. Por ejemplo: ¿qué clase de políticas debemos esperar de la Presidencia Biden? ¿Cuán diferente será con respecto a la de Trump? ¿Volverá EE.UU. a ser un país más interesado en Europa y Oriente Medio? ¿Se eliminarán los aranceles comerciales sobre nuestras exportaciones? Y, a cambio, ¿qué tipo de compromisos nos pedirá? ¿Cómo tendremos que portarnos en relación con China y las infraestructuras 5-G? ¿Cómo cambiará nuestra actitud hacia el proyecto de autonomía estratégica europea?
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Aún desconocemos los nombres de la próxima Administración, pero queda suficientemente claro que el comienzo de la Presidencia Biden va a estar marcado por tres clases de factores que, presumiblemente, atenuarán sus deseos de discontinuidad internacional. Primero: un proceso de transición muy dificultoso debido a la conducta grotesca de un Trump amparado en la
profunda polarización de la sociedad norteamericana. Segundo: el contraste entre el relanzamiento de la imagen global de Estados Unidos y una agenda de gobierno más centrada en temas de naturaleza doméstica; en particular, una gestión responsable de la emergencia sanitaria y la inmigración y un reajuste de las medidas fiscales de Trump. Y tercero:
un problema de gobernanza institucional puesto que, probablemente, el Senado permanecerá bajo el control del Partido Republicano -y aunque el Partido Demócrata consiguiera ganar los dos escaños de
Georgia en la segunda vuelta electoral en enero, éste tendría mayoría (51/50) sólo en virtud del voto de la vicepresidenta Kamala Harris.
Como sugería
aquí Juan Tovar, debemos ser conscientes de que la Presidencia Biden no será "ni revolucionaria ni totalmente transformadora". En la economía es improbable que el ambicioso proyecto de la
'Bidenomics' salga adelante tal y como se ha pensado, y la confirmación del
'Obamacare' por parte de la Corte Suprema sería todo un éxito. Lo mismo puede decirse de la política exterior, un ámbito con una fuerte tendencia a la
path dependency, es decir, una rigidez institucional por la que las políticas públicas actuales siguen un camino trazado por las decisiones tomadas en el pasado; otro obstáculo para el regreso de una posición explícitamente favorable a Europa. Sería un error pensar que
el pasado ha vuelto y que Trump es sólo un mal recuerdo.
Podemos presumir que el curso y la calidad de las relaciones transatlánticas en los próximos cuatros años serán determinados por tres directrices. La primera es la permanencia de una actitud definida por un interés nacional menos globalista de los años pre-Trump. En el campo del comercio internacional,
es muy probable que EE.UU. perpetúe algún tipo de proteccionismo. Existen mucho margen de maniobra para renovar su
cooperación bilateral, pero volver a la época de Obama (TTIP) requiere tiempo y, sobre todo, relanzar un instrumento -el libre comercio- que hoy en día resulta mucho más difícil de vender en el mercado político y electoral.
Respecto a China y al
decoupling tecnológico promovido por Trump, Biden propone rebajar las tensiones y negociar una
posición común entre EE.UU. y la UE; pero no cabe duda de que la contraposición entre Washington y Pekín perdurará. En cuanto a la Otan, Biden promete volver a cuidar de sus aliados y reforzar la naturaleza democrática de la comunidad transatlántica; sin embargo, es inverosímil imaginar que se suavice el objetivo del 2% de gasto militar. Al contrario, Estados Unidos seguirá reclamando
que los europeos hagan más, ya que el escenario Indo-Pacífico seguirá siendo la prioridad de la política exterior norteamericana.
La segunda directriz de las relaciones transatlánticas estará marcada por la estrategia que decidirá tomar la Unión Europea. Por un lado, la victoria de Biden refuerza la posición de Bruselas en el negociado del
Brexit, debilitando el ímpetu electoral de muchos partidos de derecha radical como la Liga Norte, en Italia, o Vox, en España. Por otro lado, pone a los gobiernos europeos frente a una pregunta que puede generar muchos dilemas: ¿cómo negarse a las peticiones de una Presidencia favorable, como la de Biden, tras una tan agresiva y destructiva como la de Trump? En cuanto al comercio internacional, las relaciones con China y las políticas de seguridad, EE.UU. adoptará una diplomacia más benigna y abierta al diálogo, pero no menos exigente.
En los próximos cuatros años, Europa tiene que desempeñar un papel importante, pero complicado: alcanzar un equilibrio -por su propia naturaleza, precario e inestable- entre sus aspiraciones y sus capacidades, entre la antigua solidaridad transatlántica y el reconocimiento de que,
entre China y EE.UU., Europa corre el riesgo de ser la 'olla de barro' entre las dos 'ollas de hierro' ¿Qué
enfoque privilegiar, pues, la visión
neo-carolingia de Emmanuel Macron o la prudencia de Angela Merkel? En ausencia de un Estado europeo, y sin olvidar la larga lista de fracasos en el ámbito de la cooperación en la defensa europea, la
declaración del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Heiko Maas, parece la más sensata: un
New Deal basado en el "juego de equipo", donde Berlín pondrá sobre la mesa "propuestas concretas" para mejorar las relaciones transatlánticas en relación con "actores como China, el cambio climático o la batalla global contra la Covid-19".
La tercera línea de acción será la profundidad de la colaboración entre Europa y Estados Unidos en el relanzamiento de los principios y los mecanismos del multilateralismo a nivel global: la reforma de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el reto de China con la creación de una
Asociación Económica Integral Regional con los países del sudeste asiático, la aplicación del Acuerdo de París, la renegociación del pacto sobre el programa nuclear iraní o un nuevo enfoque de la Otan sobre el papel del Mediterráneo frente al avance de las rutas comerciales chinas son sólo algunas de las muchas áreas que caracterizan los asuntos globales del siglo XXI y que necesitan -hoy más que nunca- un nuevo arranque de las relaciones transatlánticas.
¿Sabrán Europa y EE.UU. afrontar sus retos juntos y con eficacia? El preámbulo de esta respuesta lo ha
escrito el colega Vittorio E. Parsi, de la Universidad Católica de Milán: la grandeza de un país no depende de sus transacciones, sino "de la riqueza de las relaciones que ha forjado con las demás naciones".