En Estados Unidos, dig in your heels es el acto de enterrar los tacos de los zapatos en la tierra para evitar que a uno lo muevan de la posición en la que se encuentra. Tras cuatro años polarizados y vertiginosos, ésta es la preferencia expresada por alrededor de la mitad de los votantes norteamericanos. A ello se debe que, en este periodo, nadie cambie su voto. Después de registrar los mayores niveles de empleo en medio siglo y de desempleo en 90 años, la euforia de los mercados y el derrumbe económico global, Donald Trump no ha perdido votos. Acosados por el desmadre epidemiológico y la despolítica sanitaria, el resultado es un mapa electoral virtualmente idéntico al de 2016.
Por el momento, tan sólo Arizona cambiaría de manos. Quedan en juego Georgia, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, los cuales todavía permiten a Joe Biden soñar con algunos caminos posibles hacia la victoria. Ganar un par de ellos sería suficiente para forzar una transferencia de Gobierno entre republicanos y demócratas. Pero parece excesivo estar aquí, parados frente al mismo mapa, viendo los mismos resultados que cuatro años atrás. Después de 48 meses de Trump, solo hay más
trumpismo.
No es sólo el mapa territorial el que permanece inamovible. En los últimos cuatro años, el presidente y candidato republicano ha tenido consistentemente una imagen presidencial negativa entre la mayoría de los votantes. Su apoyo no ha caído por debajo de los 40 puntos ni superado los 45.
Cuatro años de imagen negativa y ningún voto menos. Esto sólo es posible si existe al menos una fracción no trivial de votantes que prefieren a Trump como presidente y tienen, a su vez, una imagen negativa de él.
En 2020, Trump ha estado por debajo de sus competidores en casi todas las mediciones, aquéllas realizadas por expertos y también las inventadas por
pundits.
FiveThirtyEight, quien agrega encuestas de investigadores de primera fila junto con las que venden por dos centavos los comerciantes de poca monta, dieron consistentemente (en promedio) como ganador a Biden. Las encuestas mostraron a un Trump perdedor frente a la casi totalidad de los candidatos que compitieron en las primarias demócratas. Y, sin embargo, este 3 de noviembre no hay evidencia de que los votos hayan cambiado de manos.
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Por supuesto, esto tiene otra lectura. Tras cuatro años polarizados y vertiginosos, nada cambia, y eso significa también que Trump no ha conseguido convertir en votos nuevos el crecimiento económico de sus primeros años y el aumento del empleo. Mentir no se los ha agregado, como tampoco sus más de 40.000 tuits. Ha moldeado al Partido Republicano a su imagen y semejanza sin ganar nuevos distritos. Ha transformado el supremacismo blanco en un actor integral de la identidad partidaria republicana, pero no está claro que la xenofobia y el racismo le hayan garantizado nuevos estados ni expandido su mayoría en el Senado más allá de los escaños que ya eran suyos. Celebró crímenes y parodió a sus enemigos, reprimió protestas pacíficas y se declaró como el candidato de la ley y el orden. Cuatro años después, aquí estamos, frente al mismo mapa electoral.
Tampoco ha cambiado su estrategia post-electoral, tras el recuento de la madrugada del 4 de noviembre. Poco después de las 2.00 horas, consistente con sus amenazas previas, Trump declaró haber ganado las presidenciales, ha denunciado el fraude en los distritos que aún están realizando conteos y ha anunciado su intención de litigar los resultados hasta llegar a la Corte Suprema. El
Plan A es ganar Michigan y Pennsylvania; el
Plan B, denunciar el fraude y forzar un resultado favorable por otros medios.
Cambios en los márgenes
Sin embargo, algunas cosas sí parecen haber cambiado. En 2016, Hillary Clinton reconoció formalmente su derrota electoral ante sus votantes poco después de las 3.00 horas. En las calles y en las redes sociales, los demócratas se desmovilizaron, dejaron de tuitear y retuitear, abandonaron los espacios públicos y dejaron vía libre a los republicanos para llevar adelante la política de su conveniencia.
El espacio demócrata se vació hasta principios de 2017, cuando Trump implementó restricciones mediante su primer
TravelBan, limitando el ingreso de todo extranjero que viajara desde un país con mayorías musulmanas. Nadie espera que, en este contexto de polarización, los demócratas se desmovilicen o abandonen los espacios públicos, como ocurrió hace tres años.
Si bien los totales no han cambiado, las encuestas y los análisis de datos agregados muestran que hubo alzas y caídas entre al menos algunos de los votantes. Los hombres latinos de Florida, particularmente los de la comunidad cubana, han sumado votos al
trumpismo; las familias de los suburbios y los jubilados lo han hecho para Biden. Por eso, las trayectorias de Florida y Arizona no son las mismas. Mientras los demócratas han perdido muchas papeletas en Miami Dade County, el voto Latino de Texas a California ha seguido votando por Biden.
Hoy posiblemente sepamos si Georgia y Arizona se han pasado al lado demócrata. En los próximos dos días, veremos qué pasa con Michigan y Pennsylvania. Si Trump obtiene una mayoría de los votos, tendrá cuatro años para completar la transformación del Partido Republicano. Si, por el contrario, Biden alcanza una mayoría de los votos, el
Plan B se pondrá en marcha y el proceso electoral se alargará días o semanas.
Para los que seguimos atentos a la política, esta elección es una nueva dosis de la misma sorpresa que recibimos hace cuatro años. Una demostración de que los votantes que eligieron a Trump en 2016 lo hicieron porque era el candidato de su preferencia. No hay engaños ni malas interpretaciones, no hay confusiones ni complacencia. Durante cuatro años, Trump ha mostrado todas sus cartas y, en el día de ayer,
alrededor de la mitad de los votantes norteamericanos declaró sin ningún tipo de ambigüedad que este candidato vitriólico, racista y falto de toda empatía es la persona que ellos quieren para que defina la política sanitaria y económica de la post-pandemia.
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