10 de Noviembre de 2020, 18:54
En México crece cada vez más la polarización. Vivimos una realidad política en donde las descalificaciones y las agresiones son el motor diario del quehacer político. Desde el inicio de su Gobierno, Andrés Manuel López Obrador (Amlo) ha basado su política en la división. Su discurso se sustenta en fragmentar la sociedad, sin claroscuros, en buenos y malos, conservadores y liberales, pueblo y fifís.
Amlo llegó al poder con el 53,1% de los votos y un margen de victoria de 30,9 puntos con un partido creado alrededor de su liderazgo y de sus aspiraciones presidenciales. López Obrador logró este triunfo electoral porque pudo canalizar exitosamente el enojo, la furia y el hastío de la ciudadanía provocados por gobiernos corruptos y políticos indiferentes a las realidades del país. Aunque Amlo sigue teniendo altos niveles de aprobación, sus números han disminuido. En enero de 2019, la aprobación presidencial era del 79% y la desaprobación del 16%; en enero de este año, la primera se situaba en el 66% y la desaprobación había subido al 30%. Nueve meses después, el 59% de los ciudadanos aprueban a su presidente y el 36% lo desaprueba. Los niveles de aprobación siguen siendo altos, pero no podemos obviar que la cruz de esta moneda se ha ido incrementando considerablemente. El presidente subestima y desacredita estos números. El discurso diario desde Palacio es el de un líder narcisista con exceso de confianza en su manera de actuar y en el apoyo de la gente.
Sin embargo, en su constante afán por desacreditar a todo aquel o aquella que cuestione sus decisiones, ha logrado el rechazo de sectores probablemente insignificantes electoralmente para él, pero que durante su largo camino a la Presidencia lo apoyaron y legitimaron. Académicos, periodistas y miembros de la sociedad civil organizada, entre otros, han sido descalificados sistemáticamente por el presidente por ser una voz crítica, por exigir que las decisiones no se tomen a la ligera, respondiendo a caprichos. El presidente golpetea una y otra vez pensando que no habrá ningún coste político, o que éste será menor a los beneficios clientelares y electorales que obtendrá de la narrativa en la que él es el héroe del pueblo, en donde todo lo hace para ayudar a éste a que consolidar la cuarta transformación.
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A este escenario tan complejo que se vive en el país se suma la ausencia de una oposición política real. Amlo y su partido Morena actúan sin contrapesos con sus aliados legislativos, el PES y el PVEM, que más que partidos políticos son actores oportunistas siempre al servicio del mejor postor. No existen voces opositoras coherentes que sean un contrapeso real ante un líder que cae sistemáticamente en la demagogia. Los intentos incipientes para hacer frente a Amlo parecen fortalecerlo más, no cuestionarlo y mucho menos debilitarlo. Es el caso del Frente Nacional Anti-Amlo (Frena), un movimiento creado por empresarios y con el que simpatizan figuras de diversos partidos políticos, periodistas, académicos y miembros de la sociedad civil.
De acuerdo con su sitio web, Frena tiene una estrategia para lograr que Amlo dimita. En su portal también llaman al presidente "tirano comunista" e invitan a la ciudadanía a unirse al movimiento mediante la presión social. A pesar de que ha declarado su rechazo a Amlo y a la llamada cuarta transformación, el presidente no se ha tomado en serio este movimiento, sino todo lo contrario. Como se ha vuelto característico, lo ha descalificado con tono burlón, invitándoles a que "le echen ganas" porque están muy lejos de ser un verdadero bloque opositor.
El presidente no se equivoca del todo. Frena tiene varios vicios estructurales que hacen difícil pensar que pudiera transformarse en un verdadero bloque opositor y, en su momento, en un partido político. Su discurso trata de imitar a los partidos de extrema derecha, pero lo hace de forma burda. Para empezar, llamar a Amlo comunista y crear un cochinómetro pejidencial hacen casi imposible que se tome en serio a este movimiento. Si volteamos a los partidos de extrema derecha, surgidos principalmente en países europeos como el otrora Frente Nacional (FN), en Francia, o el Fidesz (Unión Cívica Húngara), podemos identificar que tienen un discurso nacionalista, ultraconservador y en algunas ocasiones antidemocrático, pero estructurado. Parte de su éxito es colocar su agenda y demandas en sociedades altamente polarizadas y con grupos que tienen un sentimiento de total rechazo hacia la clase política que los gobierna. Muchos de estos partidos han tardado en consolidarse como opción electoral para un sector de la población y en adquirir popularidad. El FN surgió a principios de los 70, tuvo una crisis interna a finales de los 90 y no fue hasta 2002 cuando empezó a tener un peso electoral considerable. En las elecciones presidenciales de 2002, Le Pen pasó a la segunda vuelta y, actualmente, el Frente tiene 23 escaños en el Parlamento Europeo.
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Aunque hoy es complicado vislumbrar un futuro a corto plazo en el que Frena pueda ser una oposición verdadera a Amlo y Morena, no debemos subestimar este movimiento o cualquier otro que surja. La decepción, el enojo, la polarización y el descontento pueden ser el combustible necesario para que Frena, o cualquier otro bloque o líder de ultraderecha, puedan encontrar un nicho electoral de ciudadanos fastidiados y fatigados ante un discurso demagogo y repetitivo y ante un Gobierno que persigue corruptos a conveniencia y que sacrifica a ciertos sectores de la sociedad por cumplir los caprichos presidenciales.
La experiencia brasileña y el triunfo de Jair Bolsonaro pueden servir de lección para el Gobierno mexicano. En un país en donde parecía impensable la derrota de la izquierda, después de 18 años el Partido de los Trabajadores (PT) fue derrotado por un líder con posiciones conservadoras y alineadas con la extrema derecha. No es que los brasileños vieran en Bolsonaro al ideal de gobernante, pero era tan grande el descontento con el statu quo que, aunque no simpatizaran con su agenda nacionalista y antidemocrática, vieron en él la mejor opción para sacar del poder al PT.
Es éste un escenario poco deseable y altamente probable en México. La polarización y el encono no abonan los ideales democráticos ni la tolerancia, valor intrínseco de la democracia. El presidente debe ver más allá de Palacio. Es su responsabilidad moral parar esta vorágine. De seguir con su retórica hostil y descalificatoria, no estaremos muy lejos de tener figuras como Bolsonaro o que bloques con valores antidemocráticos aglutinen el descontento de los mexicanos y las mexicanas.
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