La moción de censura de Santiago Abascal (quizá la primera dirigida contra un partido sentado en la oposición) se saldó con un rotundo fracaso como detonante del momentum que pretendía provocar. Su embate fue devuelto hábilmente por Pablo Casado, cuya réplica a Abascal obtuvo el reconocimiento del público a la izquierda (ése que nunca le votará) y salió del Hemiciclo dejando a Vox aún más escorado hacia la derecha, alimentando titulares sobre un nuevo giro al centro del partido.
¿Qué quedará de esta moción, fallida ya desde el momento en el que se pergeñó en las mentes de los estrategas de Vox? Nada que no pudiéramos haber observado ya antes. En realidad, fue un fútil ejercicio que (en términos de competencia política) no ha alterado en absoluto ninguna de las tendencias que se vienen configurando desde hace algún tiempo, en contra de lo que algunos han sugerido en las crónicas posteriores. Por eso, lo inútil suele ser rápidamente olvidado.
A pesar de la épica que se le ha querido dar, el nada sorprendente voto negativo del PP a alinearse con Vox fue anticipado por José María Aznar en un almuerzo el 5 de octubre en Madrid: "Si fuera un diputado del PP, votaría no". Y la justificación dada por el personaje no fue otra que la misma que viene defendiendo como estrategia básica para su partido desde hace 30 años: garantizar el monopolio organizativo del electorado del centro-derecha, ante lo cual cualquier cosa que exista a la derecha del PP fragmenta las fuerzas y consolida una mayoría (siempre precaria) en la izquierda. Por ello, intolerancia absoluta ante cualquier polizonte ultra; el centro ya caerá por decantación.
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Las dificultades a las que se enfrenta el actual PP no son distintas de las que experimentó Alianza Popular entre 1982 y 1989, lastrada por la división de su espacio electoral entre diversas etiquetas. No hay que olvidar que las elecciones generales de 1986 arrojaron la fragmentación cualitativa más numerosa en siglas y coaliciones del espacio de centro y derecha hasta hoy (bien tratada en este texto clásico de J.R. Montero). Sólo eso explica que un Gobierno con muchos frentes abiertos en plena crisis económica obtuviera una mayoría absoluta como la del PSOE. Por eso, quienes menos aceptan la anomalía de Vox son quienes salvaron aquellos muebles. Y son también quienes mejor conocen la fórmula con que creen poder conseguirlo de nuevo. Como ya aconsejó Aznar en enero pasado, se trata de "confrontar con el Gobierno como si Vox no existiera, y confrontar con Vox como si el Gobierno no existiera".
Esa estrategia, expresada en un lenguaje pre-Twitter, no significa un giro al centro, como algunos mencionan estos días, un lugar común repetido cada vez que el PP dice cosas liberales al estilo europeo. El 'viaje al centro fue aquella expresión de manual de propaganda, vacía y un poco cursi, tras la que se escondía la mala conciencia de unas elites del poder cuyos referentes políticos nacionales se recordaban en blanco y negro, razón por la que incluso muchos votantes conservadores les veían más a la derecha que a sí mismos. Luego vino la acción de gobierno para poner en evidencia que, en muchos temas, los populares gobernaban de forma más moderada de lo que su propio programa reclamaba, para decepción de sus ultras, entre ellos algunos intelectuales y propagandistas mediáticos que tomaron pronto distancias con el Aznar que hablaba catalán en la intimidad. Lo cierto es que Aznar nunca evitó abrir caminos arriesgados: intentar gobernar en coalición con el nacionalismo catalán incluso sin necesitarlo numéricamente, negociar generosamente el fin de ETA, alentar cierto revival de Izquierda Unida (y de aquellas dos orillas teorizadas por Julio Anguita), aprovechar la bonanza económica para llegar a acuerdos con los sindicatos (y ventilarse al ministro que no lo supiera hacer)
Trataba de hacer entonces lo que hoy receta a Casado: practicar el posibilismo sin complejos; lo que no resulta gratuito para ciertas tribunas de opinión periodística en España: sin ir más lejos, su homólogo Pedro Sánchez suscitó (y sigue suscitando) los peores juicios por seguir esa misma receta. Y mientras hay quienes argumentan que el centro es un significante vacío, no hay duda de que, en democracia, el posibilismo es el camino político para quien quiera pasar de las palabras a los hechos.
Aznar tiene razón en reclamar pragmatismo sin complejos ante Vox (y por esa misma razón, se equivocó cuando se apartó de ese criterio como presidente). ¿Por qué?
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Primero, porque Vox difícilmente puede ser una amenaza electoral real para disputar el electorado de centro-derecha al PP si la sociedad española no cambia. Cuando se cumplen dos años de su irrupción en las encuestas, ya conocemos bastante bien sus bases electorales (como muestra, entre otros, este estudio de Turnbull, Rama y Santana) y los límites de su retórica ideológica, como dejó en evidencia el propio Abascal en la moción (y sintetizaron Astrid Barrio o Carles Ferreira en sus trabajos). De ellos, y de los datos que ofrecen numerosas encuestas, podemos identificar dos tipos de apoyos para Vox: los votantes muy de derechas, y los muy decepcionados con la incapacidad de PP y Ciudadanos para evitar el retorno del PSOE (de la mano de Podemos) a Moncloa y de los independentistas a la Generalitat. El primer grupo de votantes es demasiado reducido, y los segundos cabalgan sobre un malestar difuso que era explosivo a principios de 2019, pero al que las circunstancias y el paso del tiempo le han dado un baño de realismo: tanto la alianza del PSOE con Podemos como el independentismo catalán seguirán estando ahí por mucho tiempo.
Recordemos que, a diferencia de Ciudadanos, Vox no ayudó a sumar votantes nuevos ni a ensanchar el electorado de derecha, sino que hizo más visibles aún sus voces más ultras, a costa del Partido Popular (Gráfico 1). No obstante, la sangría de votos causada al PP se cerró tras las elecciones de noviembre pasado (Gráfico 2). Y aunque uno de cada 10 votantes populares estarían pensándose pasarse a Vox, es poco probable que eso suceda. En realidad son más, porcentualmente, los que podrían volver al PP.
Segundo, porque Vox apenas tiene capacidad de chantaje sobre el PP. Los verdes podían complicar la existencia a los gobiernos autonómicos de Ciudadanos y PP, pero sólo en beneficio del PSOE: una amenaza inverosímil. Se ha incidido mucho desde la izquierda sobre la incorrección política de la alianza de ciudadanos y populares con la derecha radical. Pero se apunta menos que ése es el producto de una impotencia: allí donde se ha producido alternancia hacia la derecha (o donde el PP la ha evitado ajustadamente), esto nunca ha venido de la mano de Vox, sino de la captación de voto moderado por parte de Ciudadanos, en combinación con desmovilización o división del voto en la izquierda. El PP suele gobernar a pesar de Vox, más que gracias a Vox. Ha sido la de Vox una impotencia edulcorada con alguna concesión ideológica: allí donde los verdes obtienen representación y suman mayoría con PP y Ciudadanos, Vox siempre apalanca la mayoría gubernamental casi gratuitamente.
Esta incapacidad de chantaje surge también de la propia naturaleza política de Vox. Mientras sus líderes y su organización sigan siendo, en último extremo, el producto de una escisión del PP, Vox seguirá representando esencialmente un voto de convicción del electorado más conservador, cuya primera condición será la de no entorpecer en ningún caso un Gobierno del PP. Y eso debería ser suficiente para evitar lo único que realmente podría causar la defunción política de éstos: que surgiera a su derecha un nuevo actor con capacidad de articular mayorías alternativas sin los populares.
Pero esto es aún más inverosímil porque, en tercer lugar, Vox es un partido que resta, no suma. De hecho, es probablemente el partido con menos capacidad de coalición de toda la geografía política española. Cuando Sánchez le replicaba a Abascal que concebía una España muy pequeña, no le faltaba razón: Vox no puede pactar con nadie más, porque nadie más quiere pactar (aunque necesite hacerlo) con él.
Algunos tratan de alimentar un forzado paralelismo entre Vox y Podemos como los dos polos radicales que polarizan a los partidos centrales. Pero esta comparación está sideralmente desenfocada: a diferencia de su antecesor IU, Podemos ha aprendido que su mayor fuerza es la ejercer de aglutinador de la izquierda periférica para sumar a terceros partidos (la izquierda soberanista de diversos lares) que, a priori, tendrían más difícil dar apoyo al PSOE con los morados en la oposición. Ésa ha sido la gran habilidad de Pablo Iglesias desde que entró en las instituciones: utilizar la fuerza de los demás para elevarse a sí mismo; un talento en un entorno tan fragmentando.
A diferencia de Podemos, Vox es un inhibidor de confluencias, dentro y fuera de España. Expulsa, ahuyenta, incomoda. No es de extrañar para la única fuerza que apuesta por una centralización sin matices en un país cuyas pulsaciones democráticas incentivan lo contrario. Por eso, mientras que las encuestas arrojen nulas posibilidades de una mayoría absoluta formada por PP y Vox, esto deja a los verdes sin oxígeno para crecer mientras no cambie el electorado.
Por eso, el gran error estratégico de la moción de Abascal fue brindarle la oportunidad que Casado necesitaba para hacer oficial ese movimiento que ya se inició hace meses, y que sólo detalles relativamente menores y contextuales han ido frenando. Por eso, Cayetana Álvarez de Toledo fue cesada, quizá más preocupada por mantener su propia coherencia que por salvaguardar la de su partido, razón principal del cargo que ostentaba. Ése era también el sentido que debiera tener el acuerdo con el PSOE para renovar diversas instituciones del Estado.
¿Qué perspectivas de futuro se pueden derivar de esta situación para la competición por la derecha en lo que queda de legislatura?
En el corto plazo, Vox sólo tiene margen para ejercer una representación tribunicia de la derecha más decepcionada con nuestro contexto. Siguiendo el argumento, el PP puede llegar a convivir con una derecha ultra a su lado, siempre que ésta no exgere los costes de ese fallo de coordinación que significa tener dos partidos compitiendo por el mismo electorado.
Como hemos insistido, un ascenso mayor de Vox requeriría que cambiase la sociedad española: un realineamiento que transforme las líneas de división política, y llegue a obrar algo inédito desde 1977, que el eje izquierda-derecha deje de condicionar otras fracturas políticas. De momento, los mensajes de xenofobia, euroescepticismo o hiper-conservadurismo moral no acaban de ampliar la base de Vox en ese sentido. ¿Lo hará la pandemia? ¿A partir de qué umbral de crisis económica y social el descontento político puede convertirse en desafección del sistema?
Si nada de ello ocurre, y si el electorado de Vox interioriza la esterilidad de su voto de convicción, la lógica estratégica (el voto útil) de los electores, llegadas las elecciones, se ha revelado altamente perjudicial, de momento, para los nuevos partidos. Resulta que lo más difícil no era entrar sino permanecer.
A medio plazo, el reto de Vox (y el riesgo para el PP) es que el partido verde se concentre en construir una organización que asiente su presencia en el territorio. Los precedentes de Podemos y Ciudadanos albergan muchas dudas sobre esa tarea. No le resultará más fácil para Vox. Se trata de instaurar un aparato organizativo que sobreviva a sus fundadores, y con el que se consolide el divorcio definitivo de ex votantes y ex militantes del PP. Un dato ilustrador de esa dificultad (obtenido de un trabajo con Oscar Barberà de futura publicación): el 96% de los individuos que se presentaron como candidatos con Vox en las elecciones autonómicas de 2015-2016 (en cualquier circunscripción) no repitió en las listas en 2019.
¿Significa todo ello que en los próximos meses cabe esperar una reducción de la polarización y de las desavenencias en el PP, tal como apuntan muchas interpretaciones del resultado de esta moción de censura fallida?
No necesariamente. Hay argumentos para mantener la teatralización de la indignación en la política española. El electorado que abandonó al PP en 2019 hacia Vox y Ciudadanos fue el que juzgaba más críticamente a Sánchez. La mitad de los votantes populares esperaba una abstención en esta moción. El posibilismo exige distinguir lo posible de lo inviable. Quizá Casado abrace con más decisión el posibilismo desacomplejado en sus posicionamientos políticos en los próximos meses; pero eso sólo significará que estará adoptando el mismo tipo de oposición dura que Aznar y Rajoy plantearon cuando aspiraban a gobernar, cuando los acuerdos con el Gobierno sólo eran viables cuando conllevaban algo lesivo para el propio Gobierno. ¿Estarán dispuestos PSOE y Podemos a aceptar ese coste a cambio de ensanchar la fuerza de sus acuerdos en un contexto tan complicado como el que se nos avecina? Que Casado sepa templar ese discurso en una acción constructiva ya es otro problema; que no depende de Vox, sino de su propio liderazgo y el de su equipo. El problema del posibilismo en un contexto polarizado no es tanto que los políticos no se atrevan a llegar a acuerdos, sino que los ciudadanos no suelan premiarlos.
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