Primer debate entre Donald Trump y Joe Biden. El aspirante demócrata tiene el mismo problema que Hillary Clinton cuatro años atrás. Su rival es un provocador, su estrategia es la de romper constantemente el debate, interrumpir, gritar más que el rival para cortarlo, romper las normas de lo que debiera ser un debate y, haciéndolo, captar la atención del espectador (y de los comentaristas). Trump es puro reality; podría participar perfectamente en cualquiera de los debates de los programas de entretenimiento estilo Sálvame. Sería el rey. De hecho, él viene de ahí y su audiencia (¿la suya o toda la audiencia?) está acostumbrada a esto. Él simplemente les da lo que quieren, a lo que están acostumbrados: pelea, insultos, incorrección, gritos. Es lo que desayuna, almuerza y cena la mayoría de americanos, y no sólo los blancos sin estudios que son la base electoral del trumpismo.
Ante esto, cualquier contrincante tiene que decidir qué hace: o bien mantiene el tono presidencial que se le supone a estos debates, o bien se lanza por la pendiente que propone Trump. Hillary Clinton, en 2016, optó por la primera y perdió. Quedó completamente fuera de foco, con un tono presidencial cuando la audiencia demandaba
antiestablishment. De ahí que el sector más radical de la base demócrata no la votara (en parte porque alguien les convenció de que, aunque no fueran a las urnas, la candidata demócrata tenía la victoria asegurada, ya que ¿quién podía creer que un tipo como Trump pudiera ganar la Presidencia?).
En esta ocasión, Biden parece haber optado por un papel a medio camino entre mantenerse presidencial o actuar
à la Trump. Sus asesores saben que no es Trump y que, por eso, no sería creíble si intentara comportarse como él. Pero saben también que es necesario responder a los exabruptos del presidente, puesto que una parte importante del electorado demócrata reclama sangre (en el fondo,
según la mayor parte de las encuestas, la única cosa que moviliza a la base demócrata es su odio al candidato republicano).
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El resultado final del debate, sin embargo, fue similar a los de 2016. Trump ha ganado porque ha conseguido imponer el estilo y ha logrado lo que sabe que le es imprescindible para repetir victoria: ser el centro de atención,
hacer que toda la campaña gire a su alrededor, que todo se reduzca a él; sus impuestos, sus declaraciones, sus insultos. Es la trampa en la que cayó Clinton (y todo el
establishment) cuatro años atrás, y en la que parece que vuelven a caer los demócratas ahora (un ejemplo, la
noticia sobre los impuestos del presidente en
The New York Times).
Si se analiza de la manera más fría posible, debemos concluir que Trump ha captado mejor que los demócratas el espíritu del tiempo, el
zeitgeist. Ya lo hizo en 2016, cuando supo interpretar la ola anti-sistema que recorría el país, a tan baja altura que los radares de los grandes medios de comunicación fueron incapaces de verla, convencidos de que Trump era simplemente un
payaso populista en busca de audiencia, un
entertainer de teletienda, un tertuliano ahogado en su ego.
Trump (y sus asesores) supieron leer las señales que estaban ahí. Lo captó agudamente Joe Klein en
Time dos meses antes de la jornada electoral: en un pueblo de Ohio, los asuntos que más preocupaban era la desindustrialización y la epidemia de heroína. Esto es lo que catapultó a Trump entre los blancos sin esperanza de los Apalaches. Por el contrario, como dejó escrito Klein, "
Clinton had absolutely nothing to say to them about their daily lives". No así su rival, que supo hablarles de lo que querían oír: de poner fin a las deslocalizaciones, acusando a los mexicanos y a las restricciones medioambientales; de rescatar el orgullo de ser auténticamente americanos, es decir, blancos, cristianos y heterosexuales; y del odio a la casta liberal que les desprecia (QAnon es básicamente esto).
Los demócratas, por el contrario, no supieron capturar el espíritu del tiempo, posiblemente porque hacerlo les exigiría asumir que las cosas no iban en la dirección que ellos pretenden.
Los Estados Unidos de hoy es una sociedad más conservadora, más dividida, más descreída en la política y los políticos, más individualista que en las décadas de los 60 y 70, a pesar de las presidencias de Clinton y de Obama. Trump y los republicanos lo saben, de manera que caminan sobre una base cultural que es propicia a sus ideas.
La noticia de
The New York Times sobre las declaraciones de impuestos de Trump puede servir de ejemplo. Probablemente para la mayoría de los electores (también para una parte de los demócratas), que Trump pague pocos impuestos no sólo no les supone ningún problema, sino que incluso mejora la imagen que tienen del presidente, porque lo dibuja como un tipo listo, que ha sabido regatear a las autoridades.
Este
humus cultural de fondo también es el que interpreta Trump cuando actúa como un matón de pasillo de instituto, alguien para el que no valen las normas (la
corrección política que tan bien ha sabido caricaturizar la derecha), un
outsider a pesar de que lleve cuatro años en la Casa Blanca,
uno de los nuestros.
Pero nos equivocaríamos si solo viésemos en Trump al
payaso. Bajo esta apariencia de desorden, de caos total, de incapacidad de gobernar de esta Administración (retratada en cantidad de libros), bajo toda esta capa Trump ha conseguido ir imponiendo como una apisonadora la agenda conservadora.
En sólo cuatro años ha conseguido lo que muchos presidentes republicanos no lograron en dos mandatos; a veces fruto del azar, como las tres vacantes del Tribunal Supremo que ha podido cubrir, pero en la mayoría de ocasiones con una implementación precisa y consciente de sus políticas, de la mano de la mayoría republicana en el Senado o mediante órdenes ejecutivas: rebajas impositivas a las rentas más altas, reversión de la legislación para luchar contra el cambio climático.
Trump puede parecer un payaso, y de hecho le gusta aparecer como tal, disfruta de su papel ante las cámaras, ha nacido para esto.
Pero no es un loco. Sabe perfectamente que el papel que interpreta es el que muchos americanos esperan encontrar cuando encienden el televisor.
Trump se mueve como nadie en un mundo hecho de 'haters' y 'lovers'. Su fuerza se nutre de ambos. Cuando más odio genera, más convencida está su base. Pero, además, su actuación es un fantástico movimiento de distracción, un genial truco de prestidigitación. Mientras miramos al
payaso, y le reímos las gracias o nos indignamos, la agenda política conservadora avanza y va dibujando los contornos de lo que serán los Estados Unidos de las próximas generaciones.
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