Tener una responsabilidad política hoy en día no es una tarea fácil (si es que alguna vez lo fue). Además de tener que lidiar con una complejidad creciente, las personas con cargos políticos tienen la necesidad permanente de buscar compromisos entre intereses contradictorios y de tener que aportar soluciones en un escenario que va más allá de las
elecciones. Pero ser una ciudadana normal y corriente tampoco es fácil. Somos la sociedad más educada de todos los tiempos, tenemos acceso en línea a todo el conocimiento del mundo y nos llegan las noticias globales en tiempo real; pero vamos de crisis en crisis, confiamos cada vez menos en el sistema político y, peor todavía, tenemos la sensación de que no tenemos ningún medio para incidir en el curso de las cosas.
Consecuencia de todo esto: polarización, desinformación, fatiga democrática y mucho más. La política reclama una organización más flexible, compleja y transparente, que restaure la confianza entre la ciudadanía y el sistema político. En este contexto, el
sorteo cívico, que permite integrar personas elegidas de manera aleatoria a la toma de decisiones política, es una herramienta adecuada para mejorar radicalmente el sistema político.
Siempre nos han contado que la democracia de partidos era el mejor sistema posible para gestionar los asuntos públicos en estas sociedades de gran tamaño como las nuestras. Nos hemos cansado de escuchar que era el sistema menos malo y que no era posible pensar ninguna otra alternativa. Sin embargo, puede que nuestro sistema haya dejado de ser tan bueno y pragmático para lidiar con lo que pasa en las sociedades complejas. Por empezar, aquél fue creado hace más de 200 años y al principio ni siquiera lo calificaban de
democracia. Desde entonces, los cambios sociales han transformado por completo las formas políticas, que a duras penas caben ya en un modelo diseñado en el siglo XVIII. Esto ocurre porque 1) ya no es posible representar una sociedad (compleja) como hacían los partidos en el siglo XIX; ni la pluralidad de preferencias, ni las diferencias ni las alternativas ante un problema caben ya en organizaciones como los partidos, y 2) porque los instrumentos que tiene un sistema político basado en los partidos son ineficientes y poco democráticos en el siglo XXI, respecto a una sociedad que es capaz de informarse en minutos sobre cualquier cosa, que es capaz de generar un conocimiento científico vastísimo sobre cualquier problema y cuyas soluciones implican siempre medidas híbridas.
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Nuestro sistema, por el contrario, lleva a una falta de confianza pronunciada en las instituciones políticas y en la propia acción política. Lo llaman
fatiga democrática porque nos enfrenta continuamente a unas con otros, deja fuera los compromisos a largo plazo y apenas nos da información sobre los criterios con los que se tomaron las decisiones que nos afectan, en un momento en el que hacer todo eso individualmente es más accesible que nunca a través de los nuevos medios de comunicación.
La gestión de la pandemia actual es un buen ejemplo: las decisiones no son transparentes, las medidas carecen de contexto para la mayoría y asistimos atónitos a una guerra mediatica entre partidos en mitad de una crisis galopante. Esta fatiga democrática puede tener consecuencias perniciosas para todas las personas. A la gente le puede dar por banalizar la tarea política de los partidos y entender que sería mejor cedérsela a expertos o líderes carismáticos capaces de ignorar los procedimientos democráticos. Un riesgo real para los académicos y especialistas que analizan las encuestas de
opinión pública.
Pero no,
la alternativa a esta fatiga no tiene por qué ser necesariamente menos democracia. Es cierto que ésta genera sensaciones enfrentadas. Es un ideal pocas veces cuestionado, pero ni solemos pensar que la gente esté preparada para reflexionar efectivamente y debatir racionalmente, ni terminamos de creernos que un sistema político basado en personas como nosotros sea lo mejor para gestionar los asuntos públicos. Tenemos tan incrustado en nuestro ADN, después de 200 años, la idea de que los que gestionen tienen que saber que somos capaces incluso de renunciar a la democracia por una idolatrada eficiencia. Pero la experiencia política a la que hemos asistido los últimos años y la evidencia científica reunida aconsejan otra cosa. La democracia es mejor porque respeta el principio de igualdad política, que nos permite a todas a todos tener voz en los asuntos públicos (no sólo a unos pocos); y, cuando eso ocurre, los resultados son políticamente más (no menos) eficientes que los que obtenemos de otras alternativas.
Pensemos en la polarización política. Muchas personas piensan que se debe a la peculiar personalidad de algunos políticos y que, por tanto, es una coyuntura que puede pasar si cambiamos las personalidades. Los estudios científicos
señalan, sin embargo, que los grupos sociales se polarizan cuando nos juntamos con personas que suelen pensar como nosotros o nos juntamos en grupos en los que esa homogeneidad no incentiva la deliberación; no tanto porque ciertas personas tengan ciertos caracteres.
La polarización aumenta, por tanto, si la organización política evita la diversidad y el debate, que es lo que ocurre con un sistema que gira sobre los partidos. El
sorteo cívico permite incluir simultáneamente esa diversidad y ese debate en la política.
El sorteo cívico se usa desde hace años de manera complementaria al sistema representativo ayudando a los gobiernos a tomar decisiones, o permitiendo hacer recomendaciones que luego se someten a referéndum. En los más de 700 casos registrados en un informe de la
OECD del año 2020 (que habla en estos últimos años de "ola deliberativa"), podemos ver cómo gobiernos de cualquier nivel territorial (locales en la mitad de los casos, regionales en el 30%, nacionales en el 25%) organizan experiencias de sorteo cívico (asambleas ciudadanas o jurados ciudadanos) para solucionar preguntas complejas que implican, además, compromisos a largo plazo. Por ejemplo, qué medidas y criterios son necesarios para reducir las emisiones de CO2, considerando criterios de justicia social que tengan en cuenta las distintas formas de vivir entre la ciudadanía, como se preguntaba la recién terminada Convención Ciudadana por el clima en Francia, compuesta de 150 personas seleccionadas por sorteo.
Las experiencias de sorteo cívico se iniciaron en los años 70 del siglo pasado. Se han hecho cientos de ellas en muchos países en todos los niveles territoriales, pero es ahora cuando asistimos a un impulso global de su desarrollo como mecanismo de reflexión política. Evita la polarización, incrementa la confianza política de la ciudadanía y permite alcanzar compromisos sobre problemas controvertidos en una perspectiva de más largo plazo, como la legislación sobre el aborto en
Irlanda, aprobada en un referéndum en 2018 después de un debate en una asamblea ciudadana compuesta por personas seleccionadas por sorteo. En las últimas elecciones presidenciales en Francia, tres partidos incluían mecanismos de sorteo cívico en sus programas electorales, como la creación de una asamblea constituyente compuesta de personas seleccionadas por sorteo o una comisión sorteada destinada a pensar la refundación de la República. El Ministerio para la Transición Ecológica español estaba, antes de la pandemia, organizando una asamblea ciudadana de 100 personas seleccionadas por sorteo para debatir las medidas políticas a adoptar frente al cambio climático.
Todas las experiencias incluyen una dinámica deliberativa basada en informaciones aportadas por personas expertas (tanto de la Academia como de la sociedad civil y de los grupos de interés, haciendo así sus contribuciones más transparentes). Esos expertos son propuestos desde la organización y desde las propias personas participantes. Se garantiza también un tiempo de debate suficiente y una serie de condiciones que permitan la participación de perfiles muy diversos (asegurando una remuneración, cubriendo las tareas de cuidado, etcétera).
Usado de manera extendida, el sorteo cívico puede ser un mecanismo que permita mejorar los sistemas políticos actuales con más, no menos, democracia. Pone también al alcance de la imaginación una manera diferente de organizarnos políticamente. Si los gobiernos no lo empiezan a usar masivamente para asuntos complejos, controvertidos y de largo plazo, restaurando así la confianza en los sistemas actuales, será el sistema entero el que se tendrá que cambiar.