En la Antigua Mesopotamia, los constructores no tenían una vida cómoda. Sus vidas dependían exclusivamente de hacer bien su trabajo; literalmente. El Código de Hammurabi recogía las leyes que gobernaban el imperio babilónico. La ley 229 establecía que si una casa se caía y mataba a su propietario, el constructor debía ser condenado a muerte. La profesión de los médicos también tenía riesgos. Según la ley 218, si uno causaba la muerte de su paciente o dañaba su ojo al operarlo, se le cortaría la mano.
Varios miles de años después, Nassim Nicholas Taleb popularizó esta peculiar forma de entender la gestión de riesgos con un concepto: Skin in the Game. De difícil traducción al español, la idea es sencilla. Quienes quieren disfrutar de los beneficios de sus acciones, también debieran asumir las consecuencias de los riesgos que asumen. En la vida, las recompensas y las penalizaciones tienen que ser simétricas. En la crisis financiera de 2008 dice Taleb ocurrió justamente lo contrario. Muchos banqueros cobraron sus bonus cuando obtenían beneficios a corto plazo, pero cuando los bancos quebraron bajo su supervisión muchos fueron rescatados con fondos públicos. No existió simetría alguna entre los incentivos que los gestores habían recibido por asumir más riesgos y las penalizaciones que sufrieron cuando sus bancos quebraron.
Esta digresión viene a cuento por los cerca de 140.000 millones de euros que España recibirá en los próximos años gracias al acuerdo aprobado en julio por el Consejo Europeo. ¿Cómo deberíamos juzgar a los políticos que gastarán estos fondos europeos? Por suerte para ellos, y para todos nosotros, el Código de Hammurabi ha quedado obsoleto. Pero la idea básica sobre la necesidad de alinear sus incentivos con nuestros riesgos es correcta.
El acuerdo europeo (EU Next Generation) ha sido un maná para la clase dirigente. Estos fondos van a permitir hacer reformas que no hubieran podido financiarse de otra forma y posponer algunas decisiones fiscales impopulares. El proyecto de Presupuestos Generales del Estado aprobado ayer en el Congreso de los Diputados se sustenta en gran medida en el uso de estos fondos. Sin embargo, estos fondos podrían convertirse en un maná envenenado. Si en la próxima década España no usa estos fondos para mejorar su economía y reforzar sus instituciones, es muy probable que el país no vuelva a tener otra oportunidad parecida.
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El acuerdo prevé estrictos mecanismos estrictos de control para la gestión de los fondos. Pero el problema político es que si las reformas no tienen los resultados esperados, cualquier dirigente podrá alegar infinidad de razones para no declararse personalmente responsable del fracaso: fue la oposición, yo acababa de llegar, la implementación de las reformas fue muy compleja, todos fuimos un poco responsables de algo. Pero tras dos crisis sistémicas en una década, debiéramos repensar cómo pedimos responsabilidades políticas en España.
Las democracias tienen un mecanismo infalible para esto: las elecciones. Si el mayor premio para un político es lograr el cargo al que aspira, la penalización (simétrica) más severa sería perderlo. Cuando un partido gobernante pierde el favor de los votantes, pierde el gobierno. Pero las elecciones pueden ser insuficientes para el tipo de rendición de cuentas que demandará la recuperación económica. ¿Y si los cambios necesarios no llegan, pero ni los partidos ni sus dirigentes cambian?
La política no siempre funciona como sugieren los manuales de Ciencia Política. Algunos votantes siguen votando al mismo partido aunque su gestión no haya sido positiva para la economía, y otros dejan de votar a partidos que, sin embargo, han logrado resultados. El sentido del voto depende de varios factores. Tampoco está claro que, por mucho que quieran, los políticos puedan lograr todos los objetivos de sus reformas; necesitan de la colaboración de otros actores económicos y sociales para alcanzarlos. Pero si los gobernantes insisten en atribuirse el mérito cuando el empleo y la economía crecen, deben aceptar su fracaso cuando no lo hacen.
Si para que el mercado laboral español deje de ser el más disfuncional de Europa; que nuestro sistema sanitario sea más resiliente; que el sistema educativo deje de fracasar; que la transición energética se lleve a cabo una generación de políticos tiene que empeñar su trabajo, debamos aceptar los riesgos de que lo empeñen. Por ello, el compromiso que deberían asumir es el siguiente: si los políticos encargados de gestionar estos fondos europeos no logran los objetivos que dicen que lograrán, los responsables de estas reformas en cada nivel de gobierno deberían dimitir, incluso aunque sigamos votándoles. Es la política de la ejemplaridad llevada al extremo.
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Hoy es posible diseñar métricas que evalúen las políticas públicas con unos indicadores claros de éxito o fracaso. Por ejemplo, entre 1999 y 2019 la tasa media de desempleo en España fue del 15,7%, escandalosamente por encima de la media de la eurozona. El presidente del Gobierno y la ministra de Empleo podrían comprometerse a reducir la tasa por debajo de esta media y mantenerla en niveles más bajos durante al menos una legislatura. Hay muchas razones por las que este objetivo podría no lograrse a tiempo, pero los responsables políticos deberían dimitir si no se logra. Éste es un ejemplo simplista, tal vez inadecuado, seguramente demagógico, pero la lógica es clara: introduce unos incentivos distintos en el sistema político para minimizar las posibilidades de fracaso. En España existen muchos profesionales capacitados para evaluar el impacto de las políticas. De hecho, los planes nacionales que serán examinados por Bruselas exigirán metodologías similares para evaluar los proyectos financiados con estos fondos. Lo que nadie en la UE pedirá a nuestros políticos es que dimitan si fracasan.
Por razones obvias, pocos políticos querrían vincular su futuro profesional o el de su partido a semejante evaluación. Es comprensible. Ésta no puede ser la forma habitual de proceder en política. Pero vivimos tiempos excepcionales. Hagamos una excepción por una década. No pedimos a los políticos que se pongan en primera fila de batalla cuando deciden ir a la guerra (ni Bush, ni Blair ni Aznar combatieron en Iraq); pero se les puede exigir que dimitan si sus reformas no logran lo que han dicho que conseguirán. De hacerlo, el mayor peligro sería que acabemos cortando la mano al cirujano equivocado. Pero tras una crisis financiera, otra de deuda soberana y una pandemia, éste es un riesgo que podemos aceptar.
Casi con toda seguridad, muchos de los políticos que gobernarán cuando los fondos se hayan gastado no serán los mismos que gobiernan hoy. ¿Y por qué deberían beneficiarse ellos o ellas del éxito de otros, o sufrir las consecuencias del fracaso de sus antecesores? Es un problema de difícil solución en democracia. A menos que las decisiones sean tomadas por personas que paguen las consecuencias, insiste Taleb, el mundo será vulnerable al colapso sistémico total. Tampoco es necesario exagerar. Es muy posible que nunca sepamos cómo construir una economía totalmente resistente a una crisis, pero si al menos se mantiene en pie cuando llegue la próxima, agradeceremos el esfuerzo. Al menos, nuestros gobernantes se habrán dejado la piel o su cargo intentándolo.
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