Donald Trump admitió haberle mentido al público sobre la gravedad del coronavirus. Así, a comienzos de febrero decía que el virus "es más mortal incluso que una gripe intensa. Esto es algo mortal". Estas confidencias forman parte de entrevistas grabadas en febrero y marzo con el periodista Bob Woodward. En público, negó el virus y prometió soluciones grotescas y milagrosas. El resultado: hoy en día Estados Unidos es el país con más infectados [sólo superado por España] y más muertos en todo el planeta, con bastantes más de seis millones de casos y rozando los 200.000 fallecidos.
A pesar de lo grotesco del caso, este escándalo no es muy diferente a los anteriores, aunque para muchos observadores será un punto de inflexión. Es dudoso que así sea. Mientras que para muchos norteamericanos esta mentira tiene una gravedad mayor que otras, para los trumpistas no es una mentira capital (fuente y síntomas de otros pecados), sino más bien, en el peor de los casos, una de carácter benigno que los protege. Ésta fue exactamente la explicación que dio Trump a sus embustes.
En estos días, para justificarse, Trump ha sostenido que mintió sobre el virus pues su rol es el de un cheerleader que presenta una realidad maquillada, embellecida, para no generar pánico.
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Es decir, tiene una mirada paternalista sobre su pueblo y piensa que no puede aceptar la realidad, y por eso miente en aras de una verdad absoluta que trasciende la realidad demostrable. Que Trump admita una realidad empírica no quiere decir que el caudillo no se crea sus mentiras o sacrifique su seguridad por ellas. A pesar de admitir la gravedad de la transmisión aérea, el presidente estadounidense se negó, y en general sigue negándose, a usar mascarilla para protegerse en público.
La evidencia de un Trump manipulador cuya hipocresía elimina la creencia en la realidad no debe confundirnos. También cree en su capacidad ilimitada para entender y cambiar aquello que otros temen. La idea sería que, ignorando la realidad, se puede capear el temporal. No sólo mintió para engañar, sino porque pensaba que él podría hacer eventualmente que las cosas cambien sin informar al público. Los efectos, por supuesto, han sido los contrarios de lo esperado.
La verdad de Trump es personal. Es la del líder que siempre tiene razón y que espera del resto de nosotros que no pensemos, que ignoremos lo que vemos y aceptemos la realidad alternativa que nos propone. En concreto, lo que para el líder y sus fieles es una verdad, para el resto de nosotros es una mentira que contrasta con la realidad y sus efectos.
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En este punto, la fe en el ídolo desplaza al pensamiento. Esta irracionalidad es la del fascismo, que trata la verdad como una cosa que se puede moldear de acuerdo a los deseos y los caprichos del líder. Y, por esta razón, es esperable que para muchos votantes del trumpismo no cambia mucho que el líder haya mentido y sea demostrable. De hecho, ha habido muchas otras grabaciones de cosas que dijo que eran simplemente mentira y los trumpistas han seguido siendo trumpistas. No es necesario escucharlas para corroborar que el manejo de la enfermedad por parte del presidente ha seguido el libreto de la técnica de propaganda fascista.
Trump miente como lo hicieron los líderes fascistas; como el líder de una secta. Cree que sus mentiras están al servicio de una verdad más amplia basada en la fe que él mismo personifica. Presenta una versión de fantasía de la realidad. Al igual que el caudillo de la Casa Blanca, los fascistas fantasearon sobre nuevas realidades y luego transformaron la verdadera. Lo mismo quiere hacen sus sucesores. Al igual que el candidato republicano, Jair Mesías Bolsonaro en Brasil o Narendra Modi en la India han mentido sobre el coronavirus y lo han usado como excusa para promover su voluntad totalitaria. No es casualidad que Estados Unidos, India y Brasil sean los países más afectados por el virus. Es el resultado de un negacionismo con pautas fascistas de pensamiento.
Este nuevo negacionismo ha adoptado formas grotescas. Un caso ya tristemente emblemático fue el de Trump aconsejando tomar desinfectante a la vez que clamaba por la liberación del pueblo frente a las medidas sanitarias que apoyaban los expertos de su propio Gobierno. Ahora sabemos que el líder negaba una realidad sobre la que estaba bien informado. La idea fascista que la grandeza personal pueden combatir todos los males, incluyendo la enfermedad, implica que el líder es el dueño de la verdad y decide cuándo compartirla, ignorarla o, peor aún, intentar convertirla en realidad. Para los fieles, aquéllos que creen en el culto de sus líderes, estas mentiras son suficientes; no así para el resto de la ciudadanía. Las mentiras matan.
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