17 de Enero de 2021, 12:33
Hace unos días, Facebook (dueña de Facebook, Instagram, Messenger y Whatsapp) publicó una serie de nuevas regulaciones enfocadas, según el anuncio de la propia empresa, a "proteger las elecciones en Estados Unidos". Las medidas afectan a la capacidad de los candidatos a publicar anuncios en línea la semana previa a los comicios, y prometen un esfuerzo de la empresa para evitar potenciales ataques a los resultados, o el uso de la pandemia para suprimir el voto. La empresa incluso afirmaba que si un candidato declara la victoria antes de los resultados oficiales (los cuales pueden tardar semanas en confirmarse), Facebook añadirá una etiqueta para dirigir a los usuarios a los resultados de Reuters. Hace menos de un año, Twitter y Google limitaron drásticamente la publicidad política en sus plataformas pensando en la convocatoria estadounidense de noviembre. Ante estas acciones cabe preguntarse: ¿puede la regulación interna de una compañía proteger realmente la integridad electoral?
Las nuevas normas de Facebook, al igual que las prohibiciones de Twitter y Google de hace un año, buscan principalmente una cosa: evitar que el rol de estas plataformas en las campañas políticas sea su mayor pesadilla en cuanto a imagen corporativa, y que se pueda acusar a las mismas de ser el sustento de campañas de manipulación de la opinión pública que dañan la integridad electoral. El beneficio económico que estas compañías obtienen de la publicidad política es mínimo en comparación con sus ganancias comerciales. Twitter y Google se pueden permitir no tener anuncios políticos y sus ingresos no se verían prácticamente afectados. Sin embargo, tenerlos sí puede afectar muy negativamente su imagen, lo cual tiene a la larga un coste económico.
Este enfoque , sin embargo, obvia el hecho de que los candidatos estarán donde estén los votantes. La prohibición de la publicidad política, y la práctica ausencia de legislación sobre lo que las campañas pueden y no pueden hacer en línea genera una tormenta perfecta para operaciones camufladas de influencia online en Twitter y YouTube.
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Facebook ha ido un paso más allá y pretende actuar como una comisión electoral que controla qué se puede publicar y cuándo, además de liderar programas de educación al votante e incluso desempeñar un papel fundamental en la publicación de los resultados oficiales. Lo que, en efecto, Facebook está intentando hacer es precisamente lo que no hizo en 2016: adelantarse a los acontecimientos y prever dónde es más débil la integridad electoral norteamericana para no contribuir al eventual caos que se puede desatar a partir de la noche electoral del 3 de noviembre.
Para ello, la compañía pone el foco en tres aspectos. El primero se relaciona con la Covid-19. Votar en medio de una pandemia se ha convertido en un reto y puede generar temores entre los votantes. Al mismo tiempo, un esfuerzo coordinado para generar miedo al contagio entre ciertos grupos de población (por ejemplo, entre los afroamericanos, que votan mayoritariamente demócrata) puede cambiar lo suficiente los resultados en estados donde el vencedor se decidirá un puñado de votos.
El segundo foco se pone en la confianza en el sistema electoral. De nuevo, la pandemia ha introducido una serie de novedades; sobre todo, un previsible aumento del voto por correo, y Facebook busca adelantarse a lo que pueda pasar. Este voto por correo, si no es gestionado correctamente, puede generar un gran caos y provocar disputas legales que se alarguen durante semanas o meses.
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El tercer elemento son los propios resultados. Que uno de los candidatos no los acepte era algo inimaginable hasta hace poco, pero plausible para estas elecciones. Si ha habido dudas sobre la integridad del proceso y durante la noche electoral los recuentos no van a la velocidad habitual (por el voto por correo y las restricciones relacionadas con la pandemia), un candidato podría declarar su victoria aun sin saber si efectivamente ha ganado o no. Este escenario de caos puede desencadenarse con un simple tuit y se desarrollaría principalmente en redes sociales. Si el escrutinio finalmente no confirma al candidato que declaró la victoria, el escenario de pesadilla está servido y el golpe a la integridad electoral americana puede ser definitivo.
¿Qué problemas tienen las medidas de Facebook, al igual que las que tomaron Twitter y Google hace un año? Principalmente dos. Por un lado, siguen sin abordar un asunto primordial: todo lo que sucede fuera de las cuentas oficiales de los candidatos, pero que se coordina desde los equipos de estrategia de las propias campañas, aunque se intenten esconder los vínculos. Lo que se suele conocer como 'operaciones de información' son ataques coordinados, pero camuflados a la opinión pública, con la intención de manipularla. Esto se da a través del uso de bots, el 'astroturfing', la manipulación de los grupos de Facebook y un largo etcétera de técnicas. Además, estas operaciones pueden ejecutarse desde fuera, lo cual dificulta más aún su detección.
El segundo aspecto problemático es la falta de acción sobre la financiación política y, sobre todo, sobre las actividades de los candidatos en internet. Los candidatos no tienen que desglosar sus gastos 'online', ni existen mecanismos eficaces de auditoría de los mismos. Esto genera una ventana de oportunidad precisamente para financiar cualquier tipo de actividad en línea, aunque quede fuera de la ley, sin temor a tener que responder sobre esos gastos o, incluso, sin que puedan ser rastreados hasta por el propio candidato.
Pero estas normas, más allá de sus efectos y sus posibles mejoras, plantean una duda mayor: ¿se debe permitir que sean empresas privadas, y no el Poder Legislativo de un país, los responsables de regular y proteger la integridad electoral? A día de hoy, la realidad es ésta. La legislación electoral de Estados Unidos, como la de casi cualquier país, no ha encontrado aún la manera de actualizarse al mismo ritmo que las campañas electorales adoptan nuevas formas de comunicación, especialmente digital.
La legislación electoral estadunidense se redactó, en gran parte, antes de que las redes sociales adquirieran el protagonismo político que tienen hoy en día. Se han introducido pequeñas mejoras, como puede ser la Honest Ads Act de 2017, que introducía algunas modificaciones para hacer más transparente el uso de redes por parte de los equipos de campaña electoral; pero, en esencia, los candidatos a la Presidencia de EE.UU. tienen casi total libertad para hacer lo que les plazca online. Esta falta de regulación, en muchos casos, viene empujada por las propias empresas, que presionan habitualmente para evitar regulaciones que afecten su modelo de negocio. Incluso cuando el propio CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, escribió un artículo de opinión en The Washington Post pidiendo más regulación sobre sus redes sociales, en realidad estaba haciendo una defensa de la auto- regulación como piedra angular del papel de las redes sociales en la protección de las campañas electorales.
Dejar en manos de empresas privadas la regulación de las elecciones tiene un lado potencialmente perverso. Aquéllas se convierten en juez y parte de las mismas, y pueden decidir el resultado de unos comicios. Este fenómeno, que se da a nivel mundial, es una pérdida de soberanía por parte de los estados y representa uno de los mayores retos en la protección de la integridad electoral y, por lo tanto, en la protección de la democracia. Las elecciones del 3 de noviembre en Estados Unidos serán, con toda probabilidad, un momento clave para este reto.
(Este análisis sólo refleja las opiniones del autor)
(Acceda aquí a la cobertura de Agenda Pública sobre las elecciones estadounidenses, con análisis y datos exclusivos)
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