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Corona como metáfora

Claudia Zilla

4 de Septiembre de 2020, 20:34

En La enfermedad y sus metáforas (1977) y El sida y sus metáforas (1988), Susan Sontag problematiza "el uso que se hace de la enfermedad como figura o metáfora". El fin de sus ensayos es demostrar "que la enfermedad no es una metáfora, y que el modo más auténtico de encarar la enfermedad –y el modo más sano de estar enfermo– es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico", explica la autora en su prólogo. Mi intención es, en lo que sigue, algo similar: pretendo desmitificar el coronavirus. Quisiera arrebatarle el velo animista que tantas personas de la Academia y los medios, en diversos idiomas y continentes, le han echado encima a la pandemia, para vestirla (o disfrazarla) de metáfora naturalizadora de fenómenos sociales y contingentes, que en realidad tienen autoras y autores materiales, grotescamente visibles sin necesidad de microscopio.

Lo que en un primer momento me llamó la atención pasó luego a ser mi extensa colección de titulares metafóricos. Menciono aquí sólo algunos ejemplos extraídos de artículos de periódicos en los últimos meses: el coronavirus tiene bajo control –según el caso– al fútbol, los mercados, la economía, la industria, los estados del sur de Estados Unidos o simplemente a todo el mundo. Corona destrozó el aura de autoridad de Putín pero reforzó el poder de Maduro y trajo el hambre a África. La pandemia se tragó ya 17.000 millones de euros y sigue devorando las reservas. El virus impone excursiones acústicas a unos coros; a otros, sin embargo, los acalla por completo. Obliga a la gente de circo a no hacer nada, puso la vida de las asociaciones en modo standby, les dio a las termas un golpe seco y, generosamente, nos regaló tiempo. No hay acuerdo de si fogonea el vicio o hace que la gente deje de fumar, pero está claro que cortó las alas de los alumnos. El virus tiene, además, su veta artística, hace arte y otras cosas increíbles con la cultura y los creativos. Corona esquiva ciertas ciudades y a otras las pinta de gris. A pesar de todo, no termina con la locura de los alquileres, pero traza surcos en la selva amazónica. La pandemia deja a los elefantes sin empleo, mientras ella misma, tan dedicada, no se toma libre ni el domingo.

Pareciera que, de tan ocupada, a la pandemia no le quedara casi tiempo para contagiar. Pero por favor, pasen y vean, ésta es nuestra criatura; no me refiero a Sars-CoV-2, sino al superhéroe en que hemos convertido el coronavirus. Se aparece de pronto, como de la nada, para perpetrar los actos más espectaculares y a la vez más disparatados.

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La metáfora, en la sencilla definición de Aristóteles, es la asignación del nombre de una cosa a otra. Se trata de un desplazamiento connotativo y es lo que ocurre en los titulares citados. Podrá decirse que corresponde al habla coloquial, a modos figurativos y abreviados de expresión. Mi sospecha es, sin embargo, que representan y/o inducen formas simplistas de pensar los fenómenos, fomentan la inoperatividad y deslindan de responsabilidad. Existe una relación dialéctica entre lenguaje, pensamiento y acción; se trata de tres factores que se afectan, refuerzan y modifican mutuamente. Si, cuando argumentamos, obviamos con frecuencia ciertos eslabones de la cadena lógico-causal, llegará un momento en el que dejaremos de visualizarlos mentalmente, ya no los pensaremos, perderemos conciencia de esas partes de la historia, cayendo así en un análisis reduccionista. Siempre que pensamos y hablamos estamos reduciendo complejidad; de lo contrario, estaríamos reproduciendo la realidad en toda su densidad. Sin duda, las narraciones y los relatos son una estrategia para abarcar la realidad, nos ayudan a comprender los fenómenos. Sin embargo, un reduccionismo excesivo acompañado de encantamiento puede distorsionar el entendimiento, alimentar intenciones inadecuadas y desorientarnos en la conducta. Debemos percatarnos de las trampas metafóricas.

En titulares como éstos y en un sinfín de artículos, autores y autoras personifican el coronavirus, naturalizan las condiciones que promovieron su generación y expansión y deshumanizan las acciones orientadas a contenerlo o ignorarlo. Donde se insinúa auto-generación y se presenta un virus todopoderoso se ocultan la causación social y la responsabilidad política. Esta mirada nos posiciona como impotentes, nos desactiva, nos aparta de la posibilidad de un adecuado tratamiento y de hacernos cargo de nuestros actos. El virus, la pandemia, la crisis y las medidas políticas para afrontarla ya no son concebidos como referentes diferenciados de lo que hacemos, sino integrados a un ente difuso, pero sumamente potente, autor de lo que pasa y nos pasa.

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En este contexto, todo parece ser crisis. Crisis es la amenaza de crisis, la pandemia es crisis y crisis son los efectos negativos de las decisiones políticas (de primer orden) tomadas frente ella, los cuales a su vez justifican otras medidas (de segundo orden) compensatorias o amortiguadoras. Es sumamente necesario distinguir las consecuencias (directas) de la pandemia de las consecuencias (indirectas) de las medidas tomadas ante ella. Solo así podremos aprender de las buenas prácticas y los errores; sólo así podremos hacer responder (mantener accountable) a las políticas y los políticos por su accionar. Tanto la pandemia, por ejemplo, por enfermedad masiva o incluso muerte de una gran parte de la fuerza de trabajo, como la implementación de la cuarentena, como medida de contención del virus que impide ir a trabajar, pueden generar desaceleración económica. Pero debemos diferenciar entre estas dos fuentes causales. La cuarentena es claramente una decisión política; la pandemia, no. Tampoco es Covid-19 el que produce el corte de la movilidad internacional. Entre el virus y el cierre de fronteras se interpone temporal y causalmente la decisión de agentes políticos que, como todo lo político, es contingente. No sólo debemos pensar estas diferencias, sino también hacerlas visibles en nuestro lenguaje, en especial si somos observadoras y analistas de la política y lo social. En este caso, urge además distanciarnos del lenguaje político que, en la retórica de la crisis, presenta lo contingente como necesario y la política elegida como opción sin alternativa. La retórica de la crisis suele acarrear dos peligros: la legitimación del reclamo de superpoderes para dominarla y la despolitización de la política, que termina invisibilizando alternativas debatibles; por ejemplo, al otorgamiento de facultades extraordinarias.

Aclaro: No estoy criticando aquí la conceptualización de la situación actual como crisis ni la prescripción de la cuarentena como decisión política de contención de la pandemia. Mi problematización apunta al modo animista, simplista y reduccionista en que hablamos sobre ellas, al convertir la pandemia en una metáfora para los más diversos fenómenos sociales y políticos. No hay demiurgo, somos los agentes detrás del coronavirus y de todo lo que presentamos como de su autoría. Llamemos a las cosas por su nombre y dejemos de escondernos detrás de la metáfora.

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