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¿Toma el dinero y corre? Crecimiento y reformas en el sur de Europa

Miguel Laborda Pemán

3 de Septiembre de 2020, 19:52

¿Por qué lo llaman frugalidad cuando quieren decir responsabilidad? Posiblemente sea ésa la pregunta que, mitad atónitos, mitad autocomplacientes, se hagan aún muchos holandeses. Pasó el dichoso Consejo Europeo y, con él, la aprobación de medidas históricas para el proyecto comunitario. Pero antes de abrirse paso, ese deseo de solidaridad encontró en Mark Rutte al principal vocal de la virtud calvinista: ¿por qué tenemos que ayudaros de nuevo cuando deberíais ser capaces de valeros por vosotros mismos? Esa convicción explica por qué la cuestión central de la reunión consistió en cómo persuadir a los reticentes, Países Bajos a la cabeza, de que el sur será capaz de generar suficientes recursos cuando vengan mal dadas en el futuro. Freno holandés mediante, ahora la pelota de las reformas estructurales está en los tejados español e italiano. Pero, ¿por qué esa desconfianza en primer lugar? ¿Deberíamos hacer algo al respecto? ¿Cómo?

Pongámonos por un momento en los zapatos de un holandés plenamente informado sobre la evolución de nuestra economía (ciencia-ficción, vaya, como lo sería un español o un lituano). A la vista de esos datos (los que recoge la Figura de abajo), es bastante posible que ese tal Jan o Joost muestre cierta ambivalencia. De acuerdo: desde los años 50 los españoles han incrementado sus niveles de vida como nunca antes, multiplicándolos por más de 10. Por otro lado, sin embargo, esos mismos españoles han sido incapaces de acortar las distancias con Jan, Joost y sus compatriotas. Es más: esa distancia se ha multiplicado por más de dos. Ni siquiera la incorporación a la Unión Europea, con su inyección masiva de fondos para el sur europeo, ha conseguido reducirla. Lo que un español nacido en 1950 ve con razón como un éxito, sigue generando en 2020 cierta inquietud a Jan, a Joost y a esos principios suyos de que cada palo aguante su vela.

Fuente: Feenstra, Inklaar y Timmer, 2015.

El porqué de esa brecha insalvable tiene mucho de metáfora culinaria. Como si de una receta se tratase, se puede decir que el crecimiento económico viene o de añadir más ingredientes o de mezclarlos de forma original. Las mejores recetas, sin embargo, suelen ser resultado de innovaciones y no de mayores volúmenes (piensen, si no, cuántos platos de unas tristes lentejas pueden comprar con un solo menú del Bulli). A pesar de esa intuición, desde que nos incorporamos a la UE en España hemos estado creciendo a base de 'más' pero no 'mejor'.

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Es precisamente lo que vería ese holandés ilustrado en la siguiente Figura, que muestra cómo España y Países Bajos se comparan respecto a las palancas más inmediatas del crecimiento económico (cuando el ratio es inferior a 1, España está por debajo). Aunque nuestros trabajadores se han hecho más productivos durante las últimas décadas (especialmente entre 1960 y 1980), acortando así la distancia con los holandeses, mucho de ese incremento se ha debido a que esos trabajadores disponen ahora de más medios para desempeñar sus tareas (es decir, la intensidad en capital ha aumentado). Si mirásemos a aquellas palancas que nos permiten crecer mejor (como la productividad total o PTF, en el gráfico, pero también las habilidades de los trabajadores u otras medidas de la calidad del capital), el análisis sería menos complaciente.

Lo cierto es que, desde que los holandeses empezaron a pagarnos algunas facturas en 1986, nuestra capacidad para mezclar los ingredientes de forma más original, en vez de simplemente añadir más, ha sido limitada. De hecho, en algunos casos (como la propia PTF), la distancia respecto a socios como Países Bajos ha aumentado de forma significativa. ¿Empiezan a entender mejor (un poquito solo, venga) a Rutte?

Fuente: Feenstra, Inklaar y Timmer, 2015; Bergeaud, Cette y Lecat, 2016.

Pero aún más inquietante es comprobar que esa divergencia ha sido una constante histórica durante los últimos 700 años. La ambivalencia de Jan en 2020 hacia la capacidad española para crecer sería la misma que la de todos sus antepasados hasta el siglo XIV. Fue entonces, como muestra la Figura de abajo, cuando se produjo el primer punto de inflexión en las trayectorias de las actuales España y Países Bajos. A pesar de un punto de partida no tan distinto (sociedades agrícolas periféricas inmersas en procesos de colonización), una epidemia brutal, la Peste Negra, puso a Holanda en el tren de despegue del desarrollo, mientras que hundió la economía ibérica. Otro momento crítico son los siglos XVI y XVII, otra época de guerras y plagas. Lo que para Países Bajos representó el mito fundacional no sólo de su sociedad (el éxito de una clase mercantil y protestante frente al autoritarismo católico español), sino también de su economía (una economía urbana integrada en el comercio internacional), fue para España una época de creciente presión fiscal, ruralización y pérdida de ingresos. Para cuando la máquina de vapor y la industria textil llegaron (tarde) a algunas regiones españolas en el siglo XIX, un crecimiento económico satisfactorio se mostró incapaz siquiera de pisar los talones a los holandeses. Éramos ya los pobres de Europa.

Fuente: Prados de la Escosura et al. (aquí y aquí), Van Zanden et al. (aquí y aquí).

Es decir, la desconfianza de Rutte sobre nuestra capacidad para valernos por nosotros mismos tiene raíces muy profundas. Es un escepticismo aplicable a España pero, en general, también al resto de la Europa mediterránea. Descansa, en gran parte, en la observación de que, a lo largo de los siglos, esa esquina húmeda del continente europeo ha experimentado un dinamismo económico incapaz de ser replicado en el sur o, al menos, a tiempo y de forma estable. Por debajo de esas palancas más tangibles que veíamos antes, la explicación de esas trayectorias económicas tan distintas radica en una compleja interacción de geografía, cultura y normas para hacer que los individuos tomen decisiones más o menos favorables a la creación de riqueza. Mientras que en Países Bajos o Inglaterra una geografía particular dio lugar a sociedades más igualitarias tanto dentro del hogar como fuera de él, no fue el caso en España. Esa distribución más uniforme del poder permitió la expansión de estructuras familiares y sociales que premiaban a todos aquellos que se formaban, inventaban y producían.

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¿Podemos hacer algo frente a esa desconfianza? Parecería que situar sus causas profundas en el pasado más lejano sólo podría llamarnos al desánimo y a la inacción. Nada más lejos de la realidad. Esa indagación histórica perfila mejor nuestro margen de maniobra y nos enseña que, aun cuando contexto y causa sean con frecuencia lo mismo para un historiador, las encrucijadas a las que nos enfrentamos como sociedades pocas veces son originales.

Tanto la experiencia reciente como la evolución a muy largo plazo de nuestra economía (de todas, realmente) nos sitúa en el mismo punto: el conocimiento y las ideas como la clave de bóveda de la prosperidad (o de su ausencia). Como ha escrito Paul Romer, en las últimas décadas nos hemos dado cuenta de que son ideas, y no objetos, lo que los países pobres necesitan. Ideas que, en una época de aceleración técnica como la nuestra, no están tanto en los libros como en las propias mentes, en las personas: es lo que se llama conocimiento tácito, ese conocimiento más propio de aprendices que de ratones de biblioteca.

En contextos así, la fertilización cruzada intelectual (muchos equipos de gente distinta copiando, produciendo e intercambiando ideas en ellos y entre ellos) resulta determinante. Ahí tienen Silicon Valley o Shenzhen, pero también la Florencia del Quattrocento o el Ámsterdam del siglo XVII. Pero quizá aún más crucial es diseñar correctamente los incentivos adecuados para que esos aceleradores de ideas florezcan y se expandan. Los últimos 800 años de innovación técnica en Europa sugieren que el conocimiento tácito fructifica allí donde se mantiene un delicado equilibrio de recompensas privadas y subvenciones públicas. El gran reto (¡el único!) de nuestras economías, y de la española en particular, es identificar cuál es ese ese equilibrio en el actual contexto.

A principios del siglo XVII un comerciante de raíces castellanas, Isaac de Espinosa, llegaba a Ámsterdam desde Portugal siguiendo a toda una diáspora de comerciantes judíos perseguidos. Acogidos por la próspera República, uno de sus nietos, un tal Benito (Baruj en hebreo), llegaría a trabajar años más tarde en el Silicon Valley de la época, puliendo las lentes con las que Christiaan Huygens descubriría los anillos de Saturno. En torno a 1850 un ingeniero inglés, Joseph White, llegaba a Barcelona, en donde se ocuparía de fabricar la maquinaria del primer barco de vapor íntegramente español, antes de fundar su propio taller en Sevilla.

Esas experiencias, desde su individualidad, condensan muchas más enseñanzas de lo que creemos sobre el papel de las ideas y el conocimiento tácito en las fortunas económicas del norte y el sur de Europa. Pero también sobre su futuro. Ahora que la solidaridad se ha abierto finalmente paso en Bruselas y se inicia la época de las reformas, deberíamos tener claro que nuestra capacidad para crecer de forma sostenible no será un gran salto adelante ni será resultados de inyecciones masivas de fondos. Será resultado, en palabras de V. S. Naipaul, de "un millón de motines", de decisiones de miles de individuos a lo largo de muchos años. El papel de las instituciones consistirá precisamente en ofrecer los incentivos para que esos individuos vean la formación y la producción e intercambio de ideas una opción atractiva. En última instancia, deberá ser ésa la palanca central de toda estrategia dirigida a hacer nuestra economía más competitiva y más próspera. Será entonces cuando Rutte podrá dormir más tranquilo y, sobre todo, nosotros y nuestros hijos también.

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