El trabajo de cuidados, nudo crítico de las desigualdades socio-laborales por razón del género, ha pasado a ser el eje estructurante del discurso público en los tiempos de pandemia. Los eslóganes más difundidos en el mundo en este contexto de emergencia sanitaria (tales como Cuídate para cuidarnos, Nadie se salva solo/a) muestran con entrañable contundencia el pilar fundamental del trabajo de cuidados: la interdependencia. Todas las personas necesitamos de cuidados en algún momento de nuestras vidas y, a la vez, todas somos dadoras de cuidados en algún otro.
Esta centralidad del trabajo de cuidados se produce en un escenario en el que ya veníamos asistiendo a una crisis global en este ámbito: la masiva incorporación de las mujeres a los mercados de trabajo formales, las tendencias demográficas desfavorables en diversas regiones del mundo (principalmente en Europa) y la modificación en la conformación de los núcleos familiares (cada vez más alejados de aquel ideal
keynesiano del padre-proveedor y madre-cuidadora) han conducido a que, en los últimos años, se produzca muchísimos aportes, tanto desde la Academia como desde los organismos internacionales de derechos humanos, para desarrollar una gestión más igualitaria del cuidado, poniendo como horizonte la importancia de generar condiciones dignas para la reproducción de la vida.
Ahora bien, la crisis de la Covid-19 ha tenido impactos importantes.
En términos de cuidados remunerados, la pandemia ha agudizado las consecuencias de la implementación de políticas de ajuste estructural, que han desfinanciado sistemáticamente el sector angular de combate contra la Covid-19: la salud pública. La falta de infraestructura y de producción de insumos (debido a la interrupción de las cadenas mundiales de suministro) ha quedado en evidencia, así como la precaria situación laboral de la mayor parte de las personas que trabajan en este sector; universo que está compuesto, en un 70%, por trabajadoras.
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También han salido a la luz las grandes desigualdades socio-laborales de las trabajadoras del sector doméstico; especialmente aquéllas que cuidan de personas, categorizadas como trabajadoras esenciales en muchos países. Esto cobra relevancia si tenemos en cuenta que las trabajadoras/es de este sector representan alrededor del 2,1% del empleo mundial: 70 millones de personas, de las cuales 49 millones son mujeres; cifra que debe tomarse sólo como referencia, debido a la gran informalidad que caracteriza a este sector en la mayor parte del mundo.
En relación a los cuidados no remunerados, la pandemia agrava el escenario preexistente debido a la implementación de medidas de teletrabajo, al cierre de los establecimientos educativos y al aislamiento físico (que afecta especialmente a las redes comunitarias de cuidados), todo lo cual ha generado una enorme carga adicional de trabajo sobre las familias;
y cuando algo recae fuertemente sobre las familias, sabemos que en realidad lo hace sobre las mujeres.
De esta manera, lo que se produce es un escenario muy paradójico, dado que en pleno siglo XXI, cuando en las agendas de las y los laboralistas abundan las discusiones sobre el futuro del trabajo, el desarrollo tecnológico y la digitalización de la economía, la pandemia nos sitúa en un esquema casi preindustrial, en el que
el trabajo productivo y reproductivo confluyen en una misma esfera: la familiar. Pero con la salvedad de que, en aquel esquema feudal, la distinción no operaba, ya que todo el trabajo era considerado
trabajo productor de valor social; justamente porque la diferenciación, sexualización y jerarquización del trabajo en trabajo-reproductivo (feminizado y privatizado) y trabajo-productivo (masculinizado y mercantilizado) es un producto moderno.
De tal forma, asistimos a un
esquema fácticamente preindustrial, pero manteniendo el componente moderno discriminatorio de seguir obturando el reconocimiento y valoración del trabajo de cuidados no remunerado.
Ahora bien, históricamente se han esgrimido dos argumentos centrales para negar el reconocimiento y valorización del trabajo de cuidados no remunerado. Por un lado, un
argumento estadístico, que postula la imposibilidad de medir este tipo de labores a raíz, especialmente, del fuerte componente afectivo que constituye. Sin embargo, esta discusión se encuentra saldada desde 2013, ocasión en la que la Conferencia Internacional de Estadísticos del Trabajo adoptó una noción ampliada de
trabajo que permite incluir estas tareas en los escrutinios nacionales. Más aún, desde principios de este siglo diversos países han ido implementando
encuestas de uso de tiempo para medir la contribución de estos trabajos a las cuentas nacionales. Según datos de Organización Internacional del Trabajo (OIT),
los cuidados no remunerados acumula alrededor de 16.400 millones de horas por día, lo que equivale a 2.000 millones de personas trabajando ocho horas diarias sin recibir una remuneración. En términos macro, esto representa
el 9% del Producto Interior Bruto mundial de 2018. Las mujeres realizan el 76,2% de este trabajo, con una dedicación promedio 3,2 veces mayor que los varones.
Por otro lado, se ha esgrimido un
argumento jurídico, que sostiene que las definiciones normativas de trabajo no poseen la capacidad explicativa suficiente para abarcar el trabajo de cuidados no remunerado. El propio sistema universal de derechos humanos se ha encargado de desmantelar estas posturas, dado que el cuidado es considerado actualmente como un
derecho humano universal a cuidar, cuidarse y ser cuidado/a. Esto implica concebirlo no sólo como una categoría de análisis económico, sino también como un dispositivo jurídico que genera obligaciones concretas para los países y las personas particulares (incluyendo los empleadores).
Ante este escenario, ¿cómo podemos avanzar hacia esquemas igualitarios de cuidado? A través del marco de acción que propone la OIT y la literatura mayoritaria en la materia: el sistema de las
tres R (
reconocer, reducir y redistribuir el trabajo de cuidados no remunerado). En este esquema, los modelos individualistas de conciliación que hacen recaer en las personas que trabajan la responsabilidad de armonizar el tiempo de trabajo remunerado y no remunerado (y que han tenido un fuerte impacto en las legislaciones laborales de todo el mundo) deberán ceder terreno a
modelos de corresponsabilidad que propendan a una distribución global de las labores de cuidados no remuneradas que las
desfamiliaricen (es decir, repartirlo entre los diferentes actores del cuidado: Estado, mercado, comunidades/organizaciones de la sociedad civil, familias) y las
desfeminicen (distribuirlo en términos genéricos e intergeneracionales).
Este marco de política pública deberá servirse de una amplia y sólida perspectiva de género, debido a que no hay forma de avanzar en la distribución y regulación robusta del trabajo de cuidados sin tener en cuenta el impacto diferenciado de estas políticas en las mujeres. Y más aún en el contexto actual en el que diversos organismos internacionales como Naciones Unidas, la OIT y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) están advirtiendo de que, debido al golpe de la crisis en las mujeres, están en riesgo los avances en materia de reconocimiento de derechos y autonomía de los últimos años.
Esto deberá estar acompañado de una
generosa ampliación de los horizontes de la protección social, estableciendo el cuidado como cuarto pilar del sistema junto a la salud, la educación y las pensiones. En este punto, cobra especial relevancia la
Declaración del Centenario de la OIT, que insta a ampliar los sistemas de protección social, con énfasis en la implementación de los pisos de protección social (Recomendación número 202) en su doble faceta:
horizontal, procurando extender los regímenes de bienestar a la mayor cantidad de personas, y
vertical, en términos de garantizar la suficiencia de las prestaciones. Esto deberá ir de la mano del establecimiento de una
garantía laboral universal que asegure a todas las personas que trabajan (más allá de su situación contractual) un salario mínimo adecuado, el respeto de los derechos fundamentales, la limitación de la jornada laboral y la protección de la salud y seguridad en el trabajo.
Para ello, las políticas integrales de cuidado deberán diseñarse como caminos de luces altas y rentabilidad a largo plazo. Esto requerirá de inversión pública adecuada, lo que necesariamente implica una relectura de los sistemas tributarios para evitar los sesgos regresivos y los
blind spots de la política fiscal.
Para impulsar los sectores del cuidado remunerado en la recuperación también será necesario crear trabajo decente a través de políticas activas de empleo que tengan en cuenta los impactos diferenciados que la crisis actual está acarreando. Será crucial poner el acento en uno de los elementos centrales del cuidado:
la infraestructura de cuidado, mediante el establecimiento de servicios públicos en este ámbito y privados con control estatal.
Para el
mientras tanto, y haciendo propia la noción acuñada por el emblemático
informe de la Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo de la OIT y de la citada Declaración ("
acompañar a las personas en las transiciones"), serán necesarios arreglos institucionales de transferencias monetarias que ayuden a sostener los ingresos de los hogares más vulnerables en el período de reactivación económica que se abre. En este sentido, programas como el Ingreso Mínimo Vital español y el Ingreso Familiar de Emergencia argentino son buenos ejemplos. De todos modos, reiteramos, el diseño de estas políticas deberá estar atravesado por una perspectiva sensible al género, de modo que no reproduzca la lógica
familiarista y
maternalista de la política social tradicional de los estados de Bienestar de mediados del siglo pasado.
Con todo, tenemos un largo camino por delante. Afortunadamente, para ello contamos con información, estudios y marcos de elaboración de políticas contundentes. Pero avanzar en agendas robustas de cuidados es un proceso que no estará exento de tensiones. Por ello, es necesario fortalecer las alianzas entre la Academia, las organizaciones de la sociedad civil, los decisores políticos y los actores sociales. Sólo mediante canales institucionales de diálogo en los que todos participen se podrá desplegar el potencial transformador y emancipador de los cuidados, de modo que se valoricen y se refuercen las protecciones socio-laborales a las personas que se desempeñan en ellos.
La pandemia nos obliga a replantearnos las formas de organizar la vida social y, particularmente, las de organizar el trabajo, trayendo a la superficie los
hilos de la desigualdad; las enormes desigualdades que estructuran nuestras sociedades en términos de clase, género, etnia y estatus migratorio, entre otras. Es tiempo de responder decisivamente, mediante políticas de resiliencia inter-seccionales, que pongan en el centro la sostenibilidad de la vida. Es tiempo de los cuidados.