Jóvenes, mayores. Estudiantes y trabajadores. Mujeres y hombres. Ricos y pobres. Activistas y apolíticos. Tras el sonado fraude electoral del domingo y la violencia policial con que ha reprimido el presidente Lukashenka las protestas por la democracia, el grueso de la sociedad bielorrusa ha perdido el miedo y ya usa todos los recursos a su disposición para pedir cambio.
La
'generación Lukashenka', aquélla que sólo ha conocido la Bielorrusia gobernada por el dictador, pone sus cuerpos y alza su voz. Entre el domingo y el jueves, fueron afortunados los que volvían a casa ilesos; pero muchos acabaron en centros de detención donde las fuerzas de seguridad les apalearon hasta sangrar, les desnudaron y les llegaron a amenazar con
violaciones en grupo especialmente a las chicas. "Espero que ya no necesitéis ninguna revolución", les dijeron a un grupo de detenidos tras las palizas y torturas.
Conocemos estos detalles gracias al trabajo de periodistas locales que esta semana trabajan sin descanso para contarle al mundo, sorteando los cortes de Internet, lo que sucede en Bielorrusia. Traducen, por ejemplo, los testimonios de varios de los jóvenes que fueron liberados en la noche del jueves, tras días de hacinamiento y
vejaciones. Algunos caminaban con dificultad al salir de prisión y
mostraban las marcas que ponen color a los gritos de dolor que los vecinos de las inmediaciones llevan días escuchando y que han sido
captados por varias cámaras.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Y mientras los periodistas narraban lo sufrido por los manifestantes, los ciudadanos de a pie (
aquellos que no se meten en polític
a, para entendernos) acudían con sus coches a las prisiones para trasladar gratis a sus casas a quienes Lukashenka decidía ir liberando para aliviar la presión que se vivía frente a ellas, con padres y madres apostándose a las puertas
exigiendo conocer el paradero de sus hijos. Muchas mujeres, por su parte, marchaban por las calles vestidas de blanco y con rosas en la mano pidiendo lo mismo. Y otros simplemente llevaban comida y agua a los que formaban cadenas humanas contra la represión.
Si bien ya antes hubo protestas en Bielorrusia, es la magnitud de las de estos días sin precedentes lo que ha atraído la atención de los medios internacionales. Estos han pasado de preguntarse si será Bielorrusia "la próxima Crimea" (por aquello de la anexión rusa) a si por el contrario será "la próxima Ucrania" (por las movilizaciones del Maidán). Pero lo cierto es que Bielorrusia ha sido y es un caso único que bien merece empezar a ser analizado de manera independiente. Así, las preguntas que cabe formularse son: ¿Cómo, tras 26 años de totalitarismo sin fisuras severas, ha podido la situación írsele de las manos a Lukashenka en sólo unas semanas? ¿Y cómo, también, ha logrado la oposición unir a la ciudadanía y lograr una movilización social nunca vista en el país?
El descontento no ha surgido de la noche a la mañana ni se debe solamente a la degradación de la situación económica. Quizás siempre estuvo ahí, pero el reto para los activistas bielorrusos ha sido canalizarlo de manera que pueda llegar a traer cambios y no quede en meras protestas post-electorales circunscritas a la capital y un par de ciudades más, como ya pasó en 2010.
Hace tan solo un año, ni siquiera los más convencidos hubieran pensado que la
"autoestima cívica", como lo ha definido el investigador Kurt Bassuener, podía crecer tan rápido. Para sorpresa de propios y extraños, las protestas se han extendido a la sociedad en su conjunto y a la totalidad del país. Ya no se trata sólo de un puñado de activistas contra Lukashenka, sino de Lukashenka perdiendo Bielorrusia. La sensación que reina entre la ciudadanía se resume en ocho palabras: "No puedo creer que finalmente estemos haciendo esto".
Alyaksandr Lukashenka llegó al poder en 1994, en las primeras y últimas elecciones libres que tuvo Bielorrusia tras la caída de la Unión Soviética. Prometiendo
"bacon y vodka" para todos los hogares del país, su candidatura fue bien acogida por una población cansada de las penurias económicas y del sufrimiento que trajo consigo el colapso del régimen soviético. El antiguo director de granjas colectivas simbolizaba continuismo, un freno a las reformas de liberalización del mercado que inevitablemente mandaban gente al paro y una vuelta a un pasado que, en la memoria de muchos, había sido mejor. Lukashenka cumplió y se fue forjando la
imagen de 'padre' de la patria, aquel que velaba por el bienestar de sus ciudadanos sin ningún lujo, pero también sin ningún sobresalto.
El precio a pagar a cambio de esa tranquilidad y de ese paternalismo económico fueron las libertades políticas: al poco de llegar al poder, el presidente reformó la Constitución para asegurarse el control total (y
de facto vitalicio) del aparato estatal. A su lado, el Parlamento y el Gobierno iban a ser un cero a la izquierda; y las elecciones, una farsa necesaria para contrarrestar el cliché de Bielorrusia como
la última dictadura de Europa (etiqueta para la que en los últimos años le han ido saliendo serios contendientes).
Excluyendo a los sectores más aperturistas y dinámicos de la sociedad, que no se conforman con el comando estatal de la economía y la falta de libertades, este contrato social ha funcionado relativamente bien, otorgando al régimen un grado de estabilidad que otros autócratas firmarían con los ojos cerrados. Sin embargo, las dinámicas empezaron a cambiar esta primavera como en tantos otros sitios, a raíz del coronavirus.
En lugar de reforzar los sistemas de protección socio-sanitarios y de aprovechar la ocasión para consolidar su figura protectora, Lukashenka cometió un error indigno incluso de estudiantes del primer año de Políticas: se mofó de las víctimas de la pandemia. De sus propias víctimas. Las humilló.
¿Cómo se puede vivir pesando 135kg? o
¿qué haces saliendo a la calle con 80 años? fueron algunas de las reflexiones que públicamente usó para culpar a quienes caían enfermos. Mientras, decenas de personas iban falleciendo y la ciudadanía se iba organizando para ayudar a los médicos a lidiar con la pandemia. Y la indignación crecía.
Lukashenka acostumbra a caricaturizar y ridiculizar a sus oponentes políticos, pero hacerlo con el pueblo al que se debe fue cruzar una línea roja. Además, si lo que le había mantenido en el poder había sido su habilidad para satisfacer las necesidades básicas de la ciudadanía
¿de qué servía tenerle como presidente si no era capaz de proteger a la ciudadanía cuando ésta más lo necesitaba? Las mascarillas, ésas que prohibió llevar en su presencia como parte de su campaña de negación de la existencia del virus en Bielorrusia, iban ganando utilidad al tiempo que su liderazgo la perdía.
Subestimar la capacidad de acción de su pueblo fue el primer error de cálculo de Lukashenka. Con el Estado dándoles la espalda, los ciudadanos no tuvieron más remedio que intensificar sus esfuerzos para auto-organizarse; como hicieron también, por ejemplo, cuando
en junio el agua dejó de llegar a miles de hogares en Minsk: los vecinos de los barrios que no se habían visto afectados invitaron a sus conciudadanos a llevarse todo el agua potable que necesitasen. Las autoridades fallaron, pero la
solidaridad civil estuvo ahí.
El segundo error fue de la misma naturaleza que el primero: subestimar a una mujer. Como ya viene siendo habitual en las elecciones que ha teatralizado Lukashenka desde que llegó al poder, los candidatos incómodos son encarcelados y/o torturados y/o obligados a exiliarse. A algunos ni siquiera les permite registrarse para participar oficialmente en los comicios. Ese fue el caso este año de Sergey Tsikhanovsky, un
vloguero cuyo canal fue creciendo en el último año conforme iba tocando temas más políticos. Resulta que los bielorrusos, que muchos expertos creían conformistas, tenían en realidad hambre de política. La
'politización' de la sociedad iba
in crescendo.
Con Tsikhanovsky encarcelado, Lukashenka creyó quitarse un problema de encima. Le quedaban otros dos: Viktar Babaryka y Valerii Tsapkala. Babaryka, banquero y filántropo apoyado por importantes figuras como la Nobel de Literatura Svetlana Alexievich, se convirtió en primavera en el candidato que realmente podía hacerle sombra a Lukashenka: antes de que el régimen las prohibiese, las encuestas de internet daban a Babaryka más del 50% de los votos. No en vano, para registrar su candidatura consiguió un número de firmas
cuatro veces superior al que pedía la Junta Electoral. Tal era la amenaza que tanto él como su hijo fueron
detenidos.
El
ex apparatchik Tsapkala, que dirigió el Parque de Alta Tecnología de Minsk y antes fue embajador en Estados Unidos, huyó del país cuando le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Su mujer, Veranika, se quedó en Bielorrusia y entró a formar parte de lo que ya se conoce como el
triunvirato femenino: junto a la jefa de campaña de Babaryka, Mariya Kalesnikava, y a la esposa de Sergey, Svetlana Tsikhanovskaya, construyeron una
plataforma común mediante la cual la oposición concurriría por primera vez unida a las elecciones. Tsikhanovskaya, una exprofesora de inglés que a ojos de la Junta Electoral no representaba un riesgo tan alto como para prohibir que se presentara, sería la candidata.
Mientras Lukashenka
decía que "estas tres chicas no entienden lo que están haciendo", su
campaña congregaba decenas de miles de asistentes en mítines a lo largo y ancho del país, no sólo en Minsk. El programa electoral de Tsikhanovskaya era claro: liberar a los presos políticos y convocar elecciones limpias en un plazo de seis meses.
Como apunta
Masha Gessen, hay quienes piensan que el éxito de Tsikhanovskaya fue genuino: con un estilo familiar y directo, logró conectar con la sociedad; era una esposa coraje frente a un tirano. Otros, sin embargo, piensan que simplemente atrajo el voto anti-Lukashenka, tal y como podía haberlo hecho cualquier otro candidato.
Sea como fuere, la ira contra Lukashenka fue creciendo y el domingo la gente salió a votar sabiendo que eso era sólo el principio. La vista no estaba puesta en los resultados electorales, pues nadie dudaba de que la voluntad popular sería adulterada: la esperanza estaba en las protestas de después, en la fuerza que pudiera cobrar la movilización pro-democrática.
Cuando aquella noche los antidisturbios comenzaron a reprimir con dureza las manifestaciones, deteniendo a todo aquel que pasaba por allí (más de 6.000 hasta el jueves, incluidos 55 periodistas), hiriendo de gravedad a 250 y provocando la muerte a dos manifestantes, la esperanza decayó. Los esfuerzos se concentraron entonces en pedir el fin de la violencia, y la propia Tsikhanovskaya fue deportada a Lituania tras pasar varias horas en la sede de la Junta Electoral, donde había acudido a pedir cuentas por la falsificación de los resultados (oficialmente, Lukashenka había ganado con el 80% de los votos, si bien en algunos colegios electorales donde el recuento pareció llevarse acabo de manera fiable, los apoyos a Tsikhanovskaya ascendían al 70%). Antes de sacarle del país, le hicieron grabar un
vídeo estilo rehén en el que llamaba al cese de las protestas y confesaba que le habían obligado a tomar una dura decisión, mencionando a sus hijos.
El régimen había pasado de no dar un duro por Tsikhanovskaya a verla como una amenaza real. Sin embargo, incluso en eso ha errado el tiro Lukashenka: Tsikhanovskaya no es necesariamente un factor imprescindible para el cambio: Tsikhanovskaya es un mero símbolo del cambio. Como tal, ha cumplido con creces su función y hoy está en manos de la sociedad bielorrusa aprovechar el momento. Así lo explicaba su jefa de prensa: "Ahora la gente actuará sin ella. No protestan por ella, sino por ellos, por sus familias, por su nación".
La nación es, de hecho, un elemento clave en estas movilizaciones. Si estamos asistiendo al "despertar de una nación", como lo han calificado varios periodistas y analistas bielorrusos, éste llega con tres décadas de retraso con respecto a los procesos de construcción nacional que se dieron en Europa central y del Este tras el colapso de los regímenes anteriores.
En términos de nacionalismo bielorruso, podría decirse que Lukashenka siempre ha sido contrario a él (si bien promueve la soberanía del Estado, no vaya a ser que a Vladimir Putin se le ocurra expandir territorio). Las reivindicaciones identitarias llegan desde la oposición, que ondea una bandera distinta a la oficial y aplaude el uso de la
lengua bielorrusa (que sigue siendo secundaria).
Sin embargo, ni Lukashenka es sencillamente
prorruso ni eso convierte a la oposición necesariamente en
proeuropea. Lukashenka es
pro-Lukashenka; y cuando hay que apostar por Rusia o por "Occidente", ante la duda
apuesta por él mismo para mantener sus opciones intactas. La integración europea, por otro lado, no es un asunto que ocupe ni preocupe a la mayor parte de la población: si bien la Unión Europea se asocia con los derechos humanos y la democracia, no existe esa pasión por la idea de Europa que si existía, por ejemplo, en Ucrania. No estamos, en ningún caso, ante un Euromaidán. Los bielorrusos están haciendo esto por ellos mismos, por su país. La geopolítica no es una variable en la ecuación cotidiana.
Ahora bien, que no lo sea para quienes protestan no significa que pase desapercibida en Rusia. Aunque Putin felicitó a Lukashenka tras los comicios, en Moscú no han faltado las críticas al proceso. Cabe recordar, además, que Putin y Lukashenka son como un viejo matrimonio: un día se insultan en las televisiones que respectivamente controlan y al siguiente acuerdan avanzar en la unión de Rusia y Bielorrusia. Nunca han llegado al divorcio, pero lo cierto es que no se gustan.
Si Putin tiene que elegir entre Lukashenka y Bielorrusia, pocos dudan de que elegirá a Bielorrusia. No será problema encontrar otra
mano amiga con quien reemplazarle, y así además aprovechar para equilibrar la balanza (
se calcula que Rusia de facto subvenciona el 40% de los ingresos del presupuesto bielorruso). En este escenario cobra fuerza la idea de Babaryka como posible sucesor de Lukashenka. Antes de entrar en política, el filántropo dirigió Belgazprombank, subsidiario del ruso Gazprom, y se ha manifestado a favor de una unión económica más estrecha con Rusia. A su vez, no se ha mostrado muy ilusionado ante la idea de seguir el ejemplo ucraniano e ir acercándose a la UE. Si bien esto no lo convierte necesariamente en un
tapado del Kremlin, sí que le da las credenciales suficientes para
eventualmente ser apoyado por Moscú. Además, para buena parte de la sociedad bielorrusa Babaryka ya no sólo es un buen gestor, sino también un prisionero de conciencia, encarcelado por haberse enfrentado a Lukashenka. Sería un movimiento inteligente.
Por su parte, Josep Borrell
anunció este viernes que la UE "no acepta" los resultados de las elecciones comunicados por las autoridades bielorrusas y que comenzará a trabajar para "sancionar a los responsables de su falsificación y de la violencia". Estados Unidos ha dicho que tomará medidas, pero aún no ha especificado cuáles serán. La geopolítica va tan despacio como deprisa se han ido resquebrajando los cimientos de la dictadura de Lukashenka: policías locales diciendo que no atacarán a sus vecinos, soldados desertando y otros deponiendo sus escudos al paso de los manifestantes que llegaban este viernes a la sede del Gobierno en Minsk. Si bien no son mayoría, las imágenes de jóvenes abrazándose a ellos tienen un gran poder simbólico: hacen sentir al resto del pueblo bielorruso que esta vez, sí, hay esperanza.
En todo caso, aún existe la posibilidad de que Lukashenka recurra a una represión mayor que haga que todo lo logrado en las últimas semanas quede en una anécdota. Al fin y al cabo, es él quien sigue teniendo el control del aparato del Estado. Dependiendo del grado de brutalidad que elija y del aguante que tenga la sociedad civil, el régimen se mantendrá o no. Ambos factores, junto con posibles divisiones en la élite gobernante, serán determinantes a la hora de que finalmente haya o no el temido baño de sangre y/o una salida precipitada del presidente.
No hay que olvidar que la característica principal del autoritarismo de Lukashenka es su facilidad de adaptación a circunstancias cambiantes, como destaca el profesor Matthew Frear en su libro
Bielorrusia bajo Lukashenka: Autoritarismo adaptativo; gracias a ello ha podido sobrevivir 26 años. Como apunta también el analista Artsyom Shraybman, "
no parece que los manifestantes tengan un plan claro", alertando de que "cuando no hay plan, las protestas suelen acabar extinguiéndose".
Sin embargo, la profesora Olga Onuch
subraya que cuentan con muchos ingredientes para el éxito: ya no sólo protestan los
sospechosos habituales, sino la sociedad en su conjunto y de manera transversal; los ciudadanos se auto-organizan para llevar a cabo las acciones reivindicativas y éstas tienen lugar de manera descentralizada, lo que hace más difícil que sean reprimidas; e incluso quienes no protestan, ayudan a los que sí lo hacen. Como decían en Ucrania en 2004: "Puede que no estén aquí con nosotros, pero están con nosotros".
Lukashenka seguirá o no, pero los bielorrusos han decidido que sus 26 años de dictadura tolerada ya son historia.