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La utopía cuestionada: Academia y consenso democrático en Latinoamérica

Armando Chaguaceda

12 mins - 26 de Julio de 2020, 19:32

No es casual que [tanto] los extremistas de izquierda como los de derecha sospechen de la democracia incluso desde el punto de vista de las virtudes que ella alimenta
Norberto Bobbio
En 1933, buena parte de los nacionalistas y conservadores alemanes, encabezados por el mariscal P. V. Hindenburg, auparon la entrada de los nazis al último Gobierno de la república de Weimar. En 1945, amplios segmentos de los socialistas europeos apoyaron la conformación, junto a los comunistas, de gobiernos de unidad y reconstrucción en países del este de Europa. En ambos casos, elementos no radicales, de izquierda y derecha, apoyaron tempranamente a los totalitarios; creyendo que serían leales con los elementos básicos de la democracia, proveyendo estabilidad y crecimiento a sus atribuladas sociedades. Cualquier análisis objetivo de las ideologías entonces sustentadas por Hitler y Stalin les habría demostrado lo contrario. Pagaron caro su error.

La Guerra Fría prolongó la existencia de dictaduras de derecha con raigambre fascista en España, Grecia y Portugal, así como de un bloque de regímenes leninistas allende el Elba. Francisco Franco y António de Oliveira Salazar (tolerados por la Alianza Atlántica) proscribieron no sólo a los partidos de izquierdas, sino también a liberales y conservadores. Erich Honecker y János Kádár (apoyados por Moscú) impidieron todo pluralismo, incluido el de los otros socialistas. Empero, entre ambas realidades, Europa Occidental construyó paulatinamente un modelo capaz de combinar Estado de Bienestar y democracia de calidad. En ese contexto, las culturas políticas de todas las corrientes ideológicas (democristianos, liberales, socialistas y, paulatinamente, los eurocomunistas) abrazaron los consensos liberales básicos del pluralismo político, el gobierno representativo y una ciudadanía integral con fuerte raigambre socialdemócrata.

Con las transiciones de Europa meridional y del este, ese consenso se extendió, en lo fundamental, a la mayoría de la población y los intelectuales de aquellos países. Claro que siempre sobrevivieron nostálgicos del fascismo y el comunismo, los cuales abrazaron más recientemente las variantes derechista e izquierdista del populismo europeo (ver Ángel Rivero; Javier Zarzalejos & Jorge Del Palacio -coord.-, 2018); pero, en general, se sostuvo el consenso sobre los mínimos poliárquicos, aderezado por aportaciones de la democracia participativa y los nuevos movimientos sociales (ver Tony Judt, 2006, y Geoff Eley, 2002).

Si se revisan las posturas del Council of European Studies o la European Alliance for Social Sciences and Humanities, por ejemplo, éstas parecen apuntar más a la Academia que al activismo. Y cuando las grandes organizaciones de Ciencias Sociales europeas emiten pronunciamientos, están más enfocados en aquellas situaciones que afectan directamente a sus miembros y cometido (sea el asedio a la Universidad Europea en la Hungría de Viktor Orbán o la represión que impacta un congreso de Ciencia Política en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan), evaluados siempre desde los elementos básicos del consenso democrático.

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Hablar aquí de democracia alude a la conjunción de un ideal normativo (modo de vida que cuestiona las asimetrías de jerarquía y poder dentro del orden social), un movimiento social democratizador (conjunto de actores, luchas y reclamos expansivos de la ciudadanía), un proceso socio-histórico (con fases y horizontes de democratización; ver Charles Tilly, 2010) y un orden político (régimen democrático) que institucionaliza los valores, prácticas y reglas que hacen efectivos los derechos a la participación, representación y deliberación políticas y la renovación periódica de los titulares del poder estatal. Democracia que adquiere hoy la forma de república liberal de masas (ver Aníbal Pérez-Liñán, 2007) en los marcos de un Estado-nación, una economía capitalista (con diversas modalidades) y una compleja sociedad multicultural; siendo dentro de estos órdenes políticos donde los sectores populares han obtenido conquistas más firmes, incluyentes y duraderas (ver D. Rueschemeyer; E. H. Stephens & J.D. Stephen, 1992), a través de una dialéctica ciudadanizante que abarca los momentos de lucha social, reconocimiento legal e incorporación a la política pública.

En Latinoamérica, la historia ha sido algo diferente. La recuperación regional de las democracias no vino de la mano de la construcción de estados de Bienestar robustos e inclusivos. Más bien coincidió con políticas de ajuste, desarrolladas de modo más devastador que en Europa. Se mantuvieron notables desigualdades en los terrenos social y económico, y en algunos casos se ampliaron. Pero se rescató el estatus y los mecanismos de ejercicio de la ciudadanía, conculcados por la dupla autoritarismo-neoliberalismo. La lucha por los derechos humanos se convirtió en un poderoso movimiento regional, que puso a dialogar a activistas diversos con agendas comunes en contextos diversos.

Sin embargo, pese a que entre la Europa y Latinoamérica postransicionales pueden hallarse diferencias de grado en la calidad de sus instituciones y culturas políticas, así como en sus políticas económicas y sociales (ver al respecto los estudios respectivos de Latinobarómetro y Eurobarómetro, así como los informes del PNUD y el Banco Mundial), hay áreas donde las distancias parecen más notables. Una de ellas, en la cultura democrática de la intelectualidad.

En este punto, el compromiso axiológico e ideológico de la Academia latinoamericana (incluidos sectores con sensibilidad e ideologías de izquierdas; ver Fernando Pedrosa, 2012, y Pierre Gaussens, 2018) para con la democracia es, en buena medida, problemático. Es temporalmente variable (algunos condenaron a Alberto Fujimori y celebraron a Hugo Chávez, con pocos años de distancia), conceptualmente epidérmico (se defiende genéricamente el demos, pero se repudian las instituciones que conforman la cracia) e ideológicamente sesgado (apoyando o denostando a Jair Bolsonaro o Nicolás Maduro, según la filiación política). Claro que en Europa también encontramos, en la Academia, defensores del populismo de izquierda mouffeano, y que las derivas iliberales de la derecha son preocupantes (ver Ivan Krastev y Stephen Holmes, 2019). Pero la distancia entre intelectualidad y democracia parece menor en el Viejo Continente (donde se hace difícil constatar hoy alguna hegemonía autoritaria relevante) que de este lado del Atlántico.



Amplios sectores de la Academia latinoamericana, incluidos jóvenes sofisticadamente formados bajo la Ciencia Social postransición, no asumen la existencia y la crítica de otros autoritarismos ajenos a las viejas Dictaduras de Seguridad Nacional. Su imaginación sociológica y visión politológica son ordenadas, en muchos casos, desde lecturas un tanto esquemáticas de la rica obra de Guillermo O'Donnell o Norbert Lechner, aderezada por intelectuales de la ola posfundacional (ver Oliver Marchart). Aunque se asumen posmarxistas, repiten taras del manualismo soviético. Aunque se definan cómo posliberales agonistas, repiten enfoques antiliberales y 'schmittianos'.

El régimen cubano, con seis décadas en el poder, no tiene cabida en sus análisis. Cuando ello sucede, se le trata como un exotismo sin influencia en la política regional o como un tipo de democracia popular, superior a la liberal. Noveles intelectuales latinoamericanos comprometidos con una democracia plebeya (que hacen fecunda vida en las redes latinoamericanistas, como la Asociación Latinoamericana de Sociología, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales y la Latin American Studies Association) desconocen que el leninismo caribeño es distinto, incluso, a su modelo populista; y que bajo ese orden burocrático, el rol que asumen como intelectuales orgánicos y los sujetos populares autónomos cuyas luchas acompañan, no podrían, coherentemente, existir.

Esta incoherencia se traslada al campo político, donde hace vida también política parte de esa intelectualidad. El Foro de Sao Paolo es la expresión pura de una esquizofrenia donde conviven, sin conflicto aparente, partidos leninistas que proscriben el pluralismo allí donde gobiernan con formaciones de izquierda democrática adaptadas a la competencia política e innovadoras en materia de participación e inclusión social. Es como si en Europa cohabitaran, en un mismo foro, las centroderechas democráticas (liberales, democratacristianas) y sus primos radicales, xenófobos y abiertamente fascistas; algo extraño desde valores mínimamente democráticos.

En la 'postransición', la hegemonía en el pensamiento social latinoamericano asumió un sesgo de izquierda radical. El paradigma marxista-leninista, combinado con variantes del populismo y con viejos y nuevos movimientos sociales marcadamente antiliberales, son fuertes en la región. El prototipo de intelectual militante (y no su pariente anfibio, simultáneamente comprometido, reflexivo y autocrítico; ver Maristella Svampa, 2007) deviene hegemónico en muchas universidades y centros de investigación públicos de Latinoamérica. Si bien podría comprobarse el peso numérico de su membresía, su capacidad de incidencia política es visiblemente mayor que la de la izquierda moderada. Sirva como ejemplo, la profusión de pronunciamientos políticos exclusivamente dirigidos a cuestionar las políticas y desmanes de los gobiernos de derecha (como el bolsonarismo), en contraste con el silencio ante los abusos cometidos por gobiernos de izquierda autoritaria (ver Magdalena Álvarez, 2019).

En contraposición, una corriente neoconservadora, acaso minoritaria pero materialmente bien dotada, se afianza en instituciones (think tanks, universidades privadas, organizaciones gremiales y redes informales) de la derecha regional. Una postura cuya propaganda convierte temas como igualdad, empoderamiento femenino y reclamos raciales en formas de subversión comunista. Definiendo, de modo distorsionado, a toda izquierda y movimiento social como enemigo de la democracia (ver Axel Kaiser, 2009, y Gloria Álvarez, 2017.

La contradicción políticamente más relevante en el seno de la Academia latinoamericana actual, por su impacto en la vida pública, es aquélla que toma partido ante dos formas contrapuestas de concebir el poder, respectivamente fundadas en el reconocimiento o la negación de la soberanía popular y los derechos humanos: democracia versus autocracia. Las distinciones entre izquierdas y derechas, definidas por sus respectivos sistemas de valores y prioridades de política pública, pueden ser procesadas de modo contingente, pero razonable, en las instituciones y procesos de nuestras imperfectas democracias. Pero la actitud antidemocrática, abierta o velada, no deja espacio a la existencia misma de una Academia comprometida con el pluralismo de ideas y el pensamiento crítico.

Según la bandería ideológica, dentro de la Academia regional se definen autoritarismos condenables y excusables. El impacto de esta situación rebasa lo meramente teórico. El efecto legitimador de la intelectualidad progresista que ha rehusado a condenar la deriva autocrática en Venezuela ha invisibilizado la comprensión de la crisis en ese país, ayudando en el frente diplomático a Maduro y dejando la reacción en manos de las derechas, lo que genera efectos inhibitorios en otros actores y gobiernos democráticos. La denuncia de esta situación ha llevado a algunos intelectuales a abrazar, acríticamente, las posturas igualmente autoritarias de Trump, Bolsonaro y sus pares de la derecha regional.

Lo que sostengo en este texto será pronto objeto de una investigación mayor, con todos los rigores, teóricos y metodológicos, que el caso comporta. Empero, la experiencia sostenida me indica que un amplio segmento de la intelectualidad de las Ciencias Sociales latinoamericana (al menos ésa que hace parte activa en las grandes organizaciones latinoamericanistas, tomando el devenir de la región como objeto de su indagación y acción) está precariamente comprometida con la democracia realmente existente. Hay un núcleo, organizado activo y nada despreciable, cuya mirada jacobina le lleva a recelar, abierta o sigilosamente, del pluralismo y la alternancia característicos de las democracias liberales de masas. Otro grupo, acaso más pequeño que el anterior, sostiene una postura conservadora que apela a hombres fuertes y recela de movimientos sociales. Y un tercer grupo, quiza numéricamente mayor, abraza, alternamente, posturas liberales y progresistas, pero deja hacer a los extremos; bien sea por permanecer absorto en sus procesos profesionales, por temor de confrontar a los radicales o por simple y llana pereza. Al final, una gran cantidad de académicos ajenos los extremos de izquierda o derecha permanece sin voz ni representación, 'secuestrados' por sus pares radicales de todo signo político.

Mientras que las ideas, valores y prácticas del consenso liberal y progresista no se extiendan de forma decisiva a una mayoría sólida y activa de la Academia e intelectualidad regionales, la idea de un cabal compromiso de aquéllas para con nuestras imperfectas pero reales democracias será, en el mejor de los casos, una utopía. Y, en el peor, un credo paralizante que impide detener, con tiempo y fuerza, los autoritarismos varios de los epígonos criollos de Carl Schmitt.
 
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