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Políticas antipopulistas de la enfermedad

Federico Finchelstein

21 de Junio de 2020, 23:15

Viene tropezando por América Latina una idea mal concebida. Lo mismo pasa en España. El coronavirus, nos dicen, potencia el populismo. La realidad es otra. La pandemia afianza un proceso autoritario que se viene desarrollando, sobre todo, desde hace una década: el populismo se desvirtúa como tal y se acerca al fascismo. En suma, la crisis desatada por la Covid-19 potencia una reunión novedosa entre fascismo y populismo.

En este marco, el viejo populismo no tiene nada que ver con la pandemia; más bien se ve atenuado, o incluso moderado desde dentro y, como pasa en Argentina, disminuye en práctica y estilo. O, como se da en los casos contrarios de Venezuela y Nicaragua, ya no es más populismo y es simplemente dictadura.

Es por esto que no se puede tomar en serio la idea de una relación simbiótica, incluso amistosa, entre populismo y pandemia. En realidad, los que plantean esta idea sólo quieren denostar un estilo político al que identifican como antítesis del neo-liberalismo que proponen. Son anti-populistas y no analistas del populismo. Su vocación, que comparten con el populismo, es la de demonizar al adversario.

El botón de muestra de esta semana fue el presidente colombiano Iván Duque, quien sostuvo que ante la pandemia del coronavirus es necesario que los líderes se manejen "con coherencia" y tomen "decisiones duras", evitando caer en la "demagogia y el populismo". Pero Duque no es original y, más bien, repite ideas en boga en la derecha latinoamericana.

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El principal exponente de estas ideas es el escritor peruano Mario Vargas Llosa, quien también denunció el populismo en el marco de la pandemia del coronavirus. Lo hizo pomposamente en una carta firmada por expresidentes anti-populistas de derecha como el argentino Mauricio Macri, el español José María Aznar, el mexicano Ernesto Zedillo, Luis Álvaro Uribe Vélez (Colombia), Luis Alberto Lacalle por Uruguay y Federico Franco por Paraguay, entre otros representantes de experiencias más bien fracasadas y, en muchos casos, castigadas en su momento por el electorado a ambos lados del Atlántico.

Vargas Llosa ve populismo por todas partes. Su última preocupación parecen ser las medidas de "corte populista" que se estarían dando en Perú para responder a la crisis suscitada por el virus.

Sin embargo, fue Macri, el expresidente argentino, quien expresó aquello que Jorge Luis Borges denominó "tropezones intelectuales", conceptos que se basan en la ideología y no en el análisis de la realidad. En concreto, Macri sostuvo en un encuentro de la derecha en Guatemala que "el populismo es mucho más peligroso que el coronavirus". Ésta es una declaración que piensa que la muerte causada por la pandemia es menos relevante que una forma política que se da en un marco de democracia.

¿Pero de qué populismo se trata? Está claro que Macri no está pensando en la nueva derecha racista xenófoba; en suma, el nuevo populismo post-fascista que parece retornar al fascismo con Donald Trump (EE.UU.), Jair Bolsonaro (Brasil), Viktor Orbán (Hungría) y Narendra Modi (India) a la cabeza. En realidad, por populismo Macri (como Vargas Llosa, Aznar y sus aliados) quiere decir peronismo o lo que los historiadores y politólogos, llamamos populismo clásico, o también populismo de izquierda.

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En cualquier caso, no hay evidencia de que la pandemia haya potenciado a este tipo de populismo, más bien al contrario. En países como Argentina, la oposición de derecha y el Gobierno peronista han colaborado en términos de políticas sanitarias de prevención y han dejado en gran parte de lado la demagogia y la demonización. Han sido políticas mayoritarias y no políticas que discriminan minorías en nombre de la mayoría, que es el rasgo típico del populismo. Lo mismo se puede decir de países como España, Italia o Uruguay.

El problema principal de la idea de populismo propuesta por la derecha conservadora es que es puramente ideológica en el sentido de que quiere explicar el todo por las partes o, por decirlo de otra manera, quiere resolver problemas complejos culpando a una de las principales tradiciones políticas de la región. El populismo se vuelve entonces un insulto y no un concepto histórico. Más aún, para esta derecha neoliberal, el populismo representa el mal absoluto y se convierte en sinónimo de dictadura.

Según Vargas Llosa, "en las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua la pandemia sirve de pretexto para aumentar la persecución política y la opresión". Ignorando diferencias esenciales entre democracia y dictadura, el escritor peruano señaló que "a ambos lados del Atlántico resurgen el estatismo, el intervencionismo y el populismo con un ímpetu que hace pensar en un cambio de modelo alejado de la democracia liberal y la economía de mercado". Así, Cuba, Nicaragua y Venezuela son ideológicamente homologadas a las democracias de España y Argentina: "En España y Argentina dirigentes con un marcado sesgo ideológico pretenden utilizar las duras circunstancias para acaparar prerrogativas políticas y económicas que en otro contexto la ciudadanía rechazaría resueltamente".

Esta negación de la complejidad se traduce en un fanatismo de bajo cociente intelectual que tiene una gran dificultad para analizar los cambios históricos en la historia misma del populismo. Cuando se analizan éstos, se puede apreciar que, en realidad, la situación es exactamente la opuesta.

El coronavirus ha potenciado un proceso histórico de acercamiento del populismo al mundo del fascismo y la dictadura. Por ende, la pandemia ha afianzado procesos por izquierda y derecha en los cuales se pierde justamente la combinación entre democracia y autoritarismo que es históricamente típica en el populismo, que va de Juan Domingo Perón y Getulio Vargas a Cristina Kirchner, Álvaro Uribe y Silvio Berlusconi.

Históricamente, el populismo es una concepción autoritaria de la democracia que, a partir de 1945, reelaboró el legado del fascismo para recombinarlo con distintos procedimientos democráticos. Tras la derrota de éste, el populismo emergió como una forma de posfascismo que reformula aquél en función de una era democrática. En otras palabras: el populismo es el fascismo adaptado a la democracia.

El populismo combina ambas, democracia y autoritarismo, mientras que la crisis de la pandemia de la Covid-19 potencia distintas variables de un autoritarismo extremo. La primera versión, por la izquierda, decanta al populismo en mera dictadura (Venezuela y Nicaragua). Ambos países se acercan a dictaduras de fuera de la región que poco o nada tienen de populismo, como son los casos de las dictaduras Turkmenistán y Bielorrusia. Y por la derecha, la pandemia regresa al populismo a sus orígenes fascistas como en los casos de la India, Brasil, Estados Unidos y Hungría.

En concreto, la crisis global desatada por la enfermedad potencia a los nuevos populismos de extrema derecha y a los ex-populismos (ahora convertidos en dictaduras) de Nicolás Maduro y Daniel Ortega. Todos estos casos se alejan sustancialmente del populismo clásico y, por lo tanto, no son el típico populismo que se quiere denostar.

Estrellas del populismo actual como Trump y Bolsonaro no tienen nada de populismo como lo entiende la derecha iberoamericana. Trump, Bolsonaro y compañía dejan de lado la tradición populista clásica para abrazar lo que, junto al filósofo norteamericano Jason Stanley, hemos denominado las políticas fascistas de la enfermedad. Su falta de planificación y prevención, y sus delirios y xenofobias, no tienen nada que ver con la tradición populista sanitaria representada por Juan Perón, Getulio Vargas y otros.

Este acercamiento del populismo al fascismo deja a sus líderes más expuestos en su impotencia para administrar sus países. Su incapacidad, su ceguera ideológica y sus políticas promueven en la práctica el éxito de la enfermedad y la destrucción de la democracia.

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