4 de Junio de 2020, 19:54
La actual crisis creada por la Covid-19 está provocando un ímprobo esfuerzo presupuestario por parte de los estados europeos para hacer frente a sus consecuencias más dramáticas. La naturaleza colectiva de la crisis y su profundo impacto en la práctica totalidad de los ámbitos sociales y económicos han precisado de una respuesta pública contundente que está orillando, por momentos, la centralidad de los intereses de mercado para potenciar los mecanismos de intervención estatales, en cuyo impulso no ha sido ajena la propia Unión Europea. Dan buena cuenta de ello el levantamiento temporal de la prohibición de ayudas de Estado o la anunciada suspensión, también temporal, de las reglas de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, medidas ambas que constituyen un vuelco sin precedentes en los elementos que hasta ahora se creían estructurales e imperecederos del modelo económico europeo.
Sin embargo, tales adaptaciones, aun siendo necesarias, no se aventuran suficientes siquiera por los más férreos guardianes de la ortodoxia presupuestaria. Las actuales políticas expansivas de gasto público, que posiblemente se extiendan en el tiempo más allá de lo que estos guardianes desearían, pueden conllevar un incremento exponencial del déficit en los estados europeos más afectados por la pandemia que son, al mismo tiempo y casi sin excepciones, los que menos capacidad fiscal de respuesta poseen. Dicha realidad, insoslayable especialmente para los países del sur como España, sólo puede afrontarse mediante mínimos criterios de justicia, igualdad y solidaridad si viene apoyada por el resto de la Unión Europea con decisiones contundentes que vayan más allá de la suspensión provisional de algunos de sus marcos normativos. Y entre estas futuras decisiones debiera estar el avance decidido hacia la integración fiscal, algo que vienen pidiendo destacados economistas como Paul Krugman o Joseph Stiglitz, y cuya ausencia ha sido acusada desde hace décadas por múltiples sectores políticos y académicos. Ello posibilitaría que la carga del esfuerzo presupuestario se repartiese de acuerdo con la capacidad económica de quienes han de contribuir, verdaderamente, al sostenimiento de los gastos públicos.
La Unión ha conseguido crear en los últimos decenios, con un éxito indiscutible para sus propios parámetros, un mercado único en el que las economías nacionales son interdependientes y en el que cobran especial relevancia las cuatro grandes libertades 'fundamentales' (libre circulación de bienes, servicios, trabajadores y capitales). En un proceso similar al de la construcción de fuertes mercados internos en el origen de los estados-nación, los elementos económicos se mueven hoy libremente por un espacio sin apenas barreras ni obstáculos. Pero, a diferencia del de los estados, el proceso de integración europea no ha sabido (o no ha querido) dotarse aún de contrapesos políticos y sociales suficientes como para que los beneficios privados que genera ese libre mercado puedan ser redistribuidos y sometidos a una tributación común.
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El poder fiscal sigue residiendo en unos estados que ven, impotentes, cómo la riqueza puede escabullirse a otros estados miembros, incluso vecinos, sin apenas poder hacer nada. Los beneficios societarios y financieros, que constituyen la parte cada vez más relevante del conjunto de la riqueza, se mueven libremente entre los países de la Unión sin tener que afrontar un marco impositivo común hoy inexistente y con la ventaja, además, de poder trasladarse a aquel Estado que presente una fiscalidad más flexible y ventajosa. De ahí la dificultad real de elevar la imposición con criterios de justicia y progresividad, tal y como exige nuestra Constitución y el marco conjunto del Estado social de los respectivos países europeos.
La competición fiscal a la baja entre estados que pertenecen a una misma comunidad política y a un mismo mercado único, sin unos impuestos comunes que a nivel europeo puedan gravar los ingentes beneficios que se derivan de la propia existencia de dicho mercado, lastra cuantitativa y cualitativamente la respuesta presupuestaria a la crisis actual.
La ambiciosa propuesta que la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, acaba de plantear ante el Parlamento Europeo gira en torno a lo que ya se empieza a conocer como Next Generation EU (la UE de la próxima generación). Esta propuesta tiene la virtud de ser consciente de dicha realidad al poner encima de la mesa un amplio paquete de medidas que avanzarían en la necesaria integración fiscal europea, aun sin completarla. La propuesta se fundamenta, principalmente, en una alteración sustancial del Marco Financiero Plurianual 2021-2027 para incorporar en él la posibilidad de un endeudamiento comunitario sin precedentes, algo que habrá de decidirse por la unanimidad de los estados.
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Una parte nada desdeñable de ese incremento del Marco Financiero se pretende basar en la creación de nuevas figuras impositivas, especialmente en los ámbitos de las tecnologías (comercio digital) y el medio ambiente (impuestos verdes). Si bien sigue sin pronunciarse sobre la extrema pertinencia de armonizar el Impuesto de Sociedades a nivel europeo, la iniciativa de la Comisión no deja de constituir un gran paso al vincular la respuesta conjunta a la crisis actual con la necesidad de avanzar, sí o sí, en una mayor integración impositiva. Sin duda, el paso es insuficiente para completar el proceso y acabar con la competición a la baja entre estados; pero al menos ya comienza a darse tal vinculación y eso, en el contexto europeo actual, es de por sí un logro.
Al margen del fondo de reconstrucción que se cree, o del siempre insuficiente aumento del Presupuesto comunitario, la vía de escape que le sigue quedando a los gobiernos continuará siendo el recurso al endeudamiento, que sufre a su vez una peculiar competición entre países al no existir, tampoco, los tan deseados y malogrados eurobonos. Inermes, los estados terminarían por verse condenados a llevar a cabo ajustes que reduzcan aún más los ya de por sí estrechos márgenes redistributivos actuales, lo que imposibilitaría una salida medianamente equitativa a los enormes desafíos colectivos, económicos y sociales que nos apremian. La probabilidad de que tales ajustes y recortes se den se vería reforzada, además, si decaen las suspensiones provisionales antes indicadas y vuelven a cobrar efectividad y plena vigencia los principios de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, que cortarían la vía del endeudamiento masivo y obligarían, ante la dificultad de elevar la presión impositiva estatal, a un incremento de la reducción del gasto público.
Hoy, más que nunca, en la Unión Europea hace falta una fiscalidad común y armonizada que se erija por encima de la libertad de movimiento de capitales, que anule la absurda competición a la baja entre países y que posibilite un refuerzo no sólo del potencial de respuesta europeo y estatal, sino también del aún inconcluso proceso de integración de nuestro Viejo Continente. De lo contrario, la única certeza que tenemos de la actual crisis (que su salida ha de ser conjunta y colectiva) podría evaporarse en el mar de incertidumbres que, inevitablemente, ya nos inunda.
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