La crisis del coronavirus y el cierre escolar han dibujado una situación socio-educativa inédita en España: millones de niños, niñas y jóvenes confinados en sus hogares, recibiendo clases, con mayor o menor intensidad, a distancia.
La escuela presencial ha sido substituida por plataformas digitales, encuentros virtuales y tutoriales en línea, en un intento (no siempre logrado) de mantener la conexión del alumnado con el aprendizaje. El cese de la actividad presencial en los centros escolares ha permitido ver con claridad la falta de acierto de aquellas profecías que en los últimos tiempos auguraban el fin de la escuela como institución útil en el siglo XXI, puesto que la era digital y la disposición de miles de recursos formativos
online nos llevarían indefectiblemente a una transición al auto-aprendizaje y a la reducción del valor de la tarea docente.
Hoy por hoy, a pesar de sus muchas limitaciones, la escuela sigue siendo necesaria. Lo es no sólo como espacio de transmisión de conocimiento y socialización sino también, y muy especialmente, como instrumento de lucha contra la desigualdad social.
El traslado de la educación desde los centros escolares al ámbito privado ha dado mayor visibilidad y ha enfatizado una desigualdad que no es nueva; existía ya antes de la llegada del virus.
Tenemos escuelas donde todo el alumnado está siguiendo el aprendizaje a distancia y escuelas donde una parte importante de sus estudiantes ha desconectado. Las diferencias entre unas y otras responden principalmente a la segregación escolar, que ha ido creciendo en los últimos años ante la pasividad de la Administración y con la colaboración de los criterios de elección por parte de las familias (a menudo fundamentados más en la composición social deseada que en la búsqueda de una mayor calidad pedagógica). La segregación explica buena parte de las limitaciones de nuestro sistema escolar, antes de la Covid-19 pero también ahora.
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La última
encuesta del Instituto Nacional de Estadística sobre equipamiento y uso de tecnologías de información y comunicación en los hogares recoge que un 19% carece de ordenador. Datos de una
encuesta que lanzamos la segunda semana de confinamiento apunta que
el 56% de los hogares no dispone de un dispositivo por persona para garantizar la correcta conexión (el 71% entre las rentas más bajas). La segregación comporta, además, que ni estos alumnos vulnerables (sin acceso a internet, sin ordenadores o
tablets) ni la capacidad de respuesta de las escuelas (problemas y preocupaciones que gestionar, recursos informáticos a su alcance, canales de comunicación con las familias) estén distribuidas de forma equilibrada entre los centros que integran el sistema educativo financiado con recursos públicos.
El panorama apunta a un incremento de las desigualdades educativas por un triple proceso. En primer lugar, porque la escuela a distancia no parece poder desempeñar con igual eficacia su papel compensatorio. Tenemos poca experiencia en la enseñanza remota y el aprendizaje autónomo, por lo que hemos tendido a sustituir el aprendizaje guiado por el profesorado en aula por otro guiado, más o menos intensamente, por el docente a distancia, pero con apoyo de un adulto en casa. Entre las familias menos instruidas, las dificultades para acompañar en las tareas escolares son más claras. En la misma encuesta, en la educación secundaria una cuarta parte de las madres que afirman no ayudar en las tareas escolares lo justifica por su falta de conocimientos (sólo un 2,5% en el caso de las que tienen estudios universitarios).
En segundo lugar,
el capital instructivo y cultural de las familias determina las dinámicas familiares y los usos del tiempo. Los datos obtenidos en nuestra encuesta corroboran que las familias más instruidas refuerzan la educación formal a través de actividades deportivas, musicales o manualidades con mayor frecuencia que las menos instruidas (entre las cuales los videojuegos, la televisión o las redes sociales tienen mayor seguimiento). Si la conexión entre los códigos familiares y los escolares ha garantizado siempre un mayor éxito escolar para los perfiles más instruidos, es probable que ahora que todo es tiempo familiar se refuerce esta conexión.
En tercer lugar,
no todas las escuelas están respondiendo por igual ante la suspensión de clases: unas pocas han parado prácticamente su actividad, otras están manteniendo una cierta vinculación con el aprendizaje y otras se han propuesto avanzar materia. Esto responde al talante de la escuela, al funcionamiento del equipo docente, a la necesidad de justificar más o menos su labor ante las familias (por cuestiones económicas o por presión social), pero también al marco de posibilidad en virtud de la composición social de su alumnado. Volvemos aquí al problema de la segregación escolar.
Evitar el incremento de la desigualdad requiere de acciones durante el confinamiento (para el poco que nos queda o para el próximo que nos toque vivir). Durante el cierre escolar, es básico garantizar el acceso a la conexión y los dispositivos, pero también hay que seguir facilitando instrumentos alternativos al aprendizaje en línea (materiales en papel, apoyo telefónico, programas educativos en televisión) como han llevado a cabo algunas comunidades autónomas, ciudades o centros educativos por iniciativa propia. Es también necesario repensar el rol de los y las docentes y de las familias en este proceso de aprendizaje a distancia; redefinir no sólo cómo enseñamos, sino también qué, todo ello teniendo en cuenta que las condiciones de confinamiento y las necesidades de cada familia son altamente desiguales.
Hemos aprendido que
la educación a distancia tiene importantes limitaciones y que éstas son especialmente graves entre el alumnado más vulnerable. En este sentido, el próximo curso debe garantizar la presencialidad al conjunto del alumnado pero, sobre todo, a los que más han perdido durante estos meses. La evaluación de esta pérdida y la disposición de los recursos para su recuperación (dentro y fuera del horario escolar y por parte de todas las administraciones con responsabilidad para ello) son esenciales para un sistema educativo, como el nuestro, que demuestra importantes limitaciones para eliminar las desigualdades sociales de partida. No necesitamos respuestas coyunturales, sino más y mejores políticas para resolver los problemas estructurales.