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Aplazamiento de la COP26: ¿fin de ciclo?

Samuel Martín-Sosa

19 de Mayo de 2020, 19:25

Hasta la llegada de la Covid-19, los delicados equilibrios de las negociaciones climáticas suscitaban las cábalas sobre si llegaría a tiempo el anunciado objetivo de reducción de la UE para 2030: a tiempo de ser aprobado con antelación suficiente antes de la COP26 de Glasgow, y a tiempo de influir sobre la posición de otros grandes contaminadores como China. La decisión de aplazar la cumbre sobre el cambio climático hasta 2021 podría, desde esa óptica minimalista, verse como un alivio y una forma de ganar ese tiempo que no se tenía.

Sin embargo, seguir contando meses con los dedos es no haberse enterado de la enorme deflagración que se ha producido. Las frágiles expectativas del posibilismo climático han salido volando por los aires y se ha puesto de manifiesto de forma muy visible que el espacio institucional de solución multilateral ya venía herido, quizás de muerte. No puede explicarse de otra forma que se pueda aplazar alegremente la gestión de la mayor crisis de la historia de la humanidad: la crisis climática. Aplazar la COP, que en teoría es el principal mecanismo de que disponemos para atajarla, como quien aplaza un partido de fútbol de la Champions desvela un nivel de irrealidad cuasi lisérgico. ¿Alguien se imagina que los gobiernos hubieran decidido aplazar unos meses la gestión de la pandemia que estamos sufriendo? El cambio climático ha desaparecido de los medios de comunicación y de los debates, pero eso no lo hará esfumarse como por arte de magia. La crisis climática sigue su curso, y hoy tenemos aún más urgencia por afrontarla que hace un año y pico, cuando los científicos del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) nos alertaron de que teníamos poco más de una década para reaccionar.

El aplazamiento de la COP, más allá de explicaciones logísticas, puede aventurar el fin de un ciclo y tiene una lectura desastrosa en términos políticos. Porque lo que tenemos enfrente no es una alianza sólida de países prometiendo atender a esta emergencia y haciendo esfuerzos denodados por rescatar y reforzar el multilateralismo para garantizar la supervivencia de nuestra especie. Antes al contrario, la crisis de la Covid-19 ha reactivado una nueva ola de la doctrina del shock, provocando un empuje brutal en favor de la desregulación ambiental. En Estados Unidos, la EPA ha dicho a las empresas que quien quiera contaminar tiene barra libre, y entre las medidas económicas urgentes que Donald Trump ha aprobado se encuentra…. agilizar la construcción de un oleoducto de 2.000 kilómetros. China pretende apoyar su reactivación económica tras la pandemia con la construcción de nuevas centrales de carbón y grandes infraestructuras, como la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda.

[Con la colaboración de Red Eléctrica de España]

Por su parte, la industria europea se ha puesto a escribir su carta a los Reyes Magos con todo lo que quiere: retraso en el cumplimiento de los estándares de CO2 de los coches, rescates a las aerolíneas y a la industria automovilística, aplazamiento de dos años en los requisitos de eco-diseño de los electrodomésticos, una rebaja sustancial en los objetivos de recogida de residuos electrónicos…; y a nivel político, la batalla dialéctica en torno al Pacto Verde está servida: mientras algunos gobiernos, como el polaco o el checo, piden enterrarlo, otros intentan desesperadamente que no se hunda.

Las COP, un espacio sin influencia real

Quizás la debacle producida por la pandemia y el consecuente aplazamiento de la COP sólo ha terminado por evidenciar definitivamente la incapacidad manifiesta de estas cumbres y los espacios de negociación de Naciones Unidas para abordar la crisis climática. Ante la pregunta de cuál ha sido el efecto real que las negociaciones han tenido hasta ahora en las emisiones de carbono, conocemos la dolorosa respuesta.

Si miramos la gráfica histórica de las emisiones mundiales de carbono, encontramos dos momentos en que Éstas experimentaron un tropezón en su fulgurante ascenso. El primero se produjo a comienzos de los 90, tras el derrumbe de la Unión Soviética, cuando la crisis económica produjo un colapso industrial que redujo, entre otras cosas (según investigaciones recientes), a la mitad el consumo de carne por persona, abandonándose millones de hectáreas de cultivo. En esa fecha aún no se había producido la primera COP (que se celebraría en Berlín en 1995), aunque ya habían tenido lugar dos conferencias mundiales sobre el clima, y el problema era bastante conocido. El segundo momento de caída en las emisiones, más reciente, se produjo a consecuencia de la crisis de 2008-2009, cuyos efectos económicos y el dolor social producido aún arrastramos y mantenemos frescos en nuestra memoria.

Además de estas caídas notables, en 2014 se produjo un breve estancamiento que apenas duró tres años; una ilusión óptica ya explicada a la que los tahúres de la des-materialización económica se apuntaron con fervor, no dudando en calificarla de triunfo histórico y de una demostración palpable de que el desacoplamiento entre el PIB y la contaminación era posible y estaba, de hecho, finalmente produciéndose. El espejismo duró poco, y en los años siguientes las emisiones han vuelto a aumentar. Es decir, ninguna de estas reducciones ha sido fruto de un acuerdo entre países.

La lectura política a la luz de esta gráfica es clara: el historial de las negociaciones climáticas es un historial de fracasos. Los dos hitos principales de estas negociaciones han sido el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París. Pero los diferentes mecanismos de mercado habilitados para reducir emisiones (comercio de éstas, mecanismos de desarrollo limpio y de aplicación conjunta…) no han hecho mella en la implacable gráfica ascendente de las emisiones. Ya han pasado cinco años desde la firma del Acuerdo de París y el consumo de energía fósil mantiene unos porcentajes imperturbables: el 85% de la energía primaria consumida en el mundo en 2018 fue de ese origen.

Y no se trata de una mera inercia del pasado: en los años transcurridos desde la firma del Acuerdo de París, la inversión en proyectos de combustibles fósiles ha sido de 1,9 billones de dólares. De esta cifra, más de 600.000 millones han ido a parar a nuevos proyectos, financiados por bancos como el Santander o el BBVA, que están en la lista de las entidades financieras más sucias del mundo a pesar de su retórica sostenible. Es decir, el espacio político ha demostrado una impotencia absoluta para aportar soluciones eficaces, reconducir la economía dentro de los límites planetarios y enfrentar la crisis climática.

La hora de la verdad

La encrucijada histórica en la que nos encontramos en este preciso instante coloca un peso terrible sobre los hombros de la sociedad. En los últimos dos años, hemos visto un surgimiento sin precedentes de la protesta social en torno a la crisis climática y ecológica. Esta ebullición social emergente denota preocupación por el futuro, desconfianza hacia la clase política y determinación para tomar las riendas del cambio necesario. La sospecha de que quienes ostentan el poder no se estaban encargando de solucionar el problema ha empezado a prender. Durante mucho tiempo, el medio ambiente fue considerado como una preocupación de la que solamente nos podíamos ocupar una vez tuviéramos solucionado todo lo demás (empleo, economía, alimentación…). Pero en los últimos tiempos mucha gente está entendiendo que, en realidad, es una premisa sin la cual la vida (y, por tanto, todo lo anterior) no puede producirse.

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Sin embargo, este cambio perceptivo es sólo incipiente, y estamos ante la hora de la verdad en la que sabremos si esa percepción puede o no convertirse en hegemónica; la hora en la que sabremos si las llamadas de los intereses económicos a posponer, una vez más, la gestión de la crisis ecológica arrastrará a las masas y triunfará nuevamente el capitalismo del desastre, o si habrá un cuerpo social que tome la responsabilidad política de cambiar la historia organizándose al margen de unas instituciones que no dan respuestas eficaces.

Quizás esta vez no podrán convencernos de que es imposible otro sistema. Sin pretender banalizar lo que supone una reconversión económica, lo cierto es que en el breve lapso de días se han producido algunas reconversiones industriales silenciosas que nadie auguraba. La industria del automóvil produciendo respiradores, la de la moda produciendo EPIs y mascarillas… en estos casos, se ha puesto la vida (literalmente) en el centro, y lo que ha cambiado es que el objetivo no es garantizar el crecimiento económico de las corporaciones.

Hay ya algunos movimientos sociales proponiendo avanzar en un pacto climático (el Acuerdo de Glasgow) al margen de unas instituciones que parecen llevar décadas arrastrando su impotencia. Es un cambio en la conversación, porque se trata de no esperar más. Recientemente, la antigua secretaria ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático, Christiana Figueres, invitaba a la desobediencia civil; no sólo como la vía más eficaz para conseguir los cambios necesarios, sino como un deber moral en estos tiempos de crisis climática. Si ella, que sabe de lo que habla, lo dice... blanco y en botella.

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