A pesar de la cuarentena total declarada por el Gobierno de Bolivia desde el 25 de marzo, las vendedoras ambulantes ocupan cada día las calles de sus ciudades.
Ignorantes, irresponsables y salvajes son los calificativos que la clase media y alta utiliza para reprochar que los más vulnerables, sobre todo mujeres indígenas y migrantes del campo, rompan las medidas de confinamiento. Sin embargo, estas mismas vendedoras son quienes proveen diariamente de fruta y verdura fresca a los barrios más acomodados. Justificando su salida diaria para vender productos en la esquina de mi casa, Carmen Luna me comenta: "Cuando tus hijos tienen hambre, pierdes miedo al coronavirus".
La crisis sanitaria ha puesto en evidencia las profundas desigualdades sociales y económicas en todos los países del mundo. En Bolivia, y pese a la reducción registrada entre 2005 y 2018, son aún importantes:
3,9 millones de personas viven en situación de pobreza y, de ellas, 1,7 millones no logra cubrir ni siquiera el coste de una canasta alimentaria básica. En el escenario actual, el Estado afronta un triple desafío para garantizar el bienestar de la población: atender el riesgo del contagio con medidas sanitarias, asegurar la cobertura gratuita de los casos de emergencia de los más excluidos y garantizar medidas de protección social para la población más expuesta a un deterioro de sus ingresos. En casi 70 días de crisis sanitaria, en ninguno de estos frentes se han podido registrar victorias.
Las primeras medidas sanitarias en Bolivia se anunciaron el 12 de marzo, cuando se declaró la situación de emergencia nacional por la presencia de la Covid-19. Días después, se estableció una de las cuarentenas más rígidas de la región, con suspensión de todas las actividades públicas y privadas, interrupción de todo tipo de transporte y circulación de las personas restringida a un día por semana según número de identificación. Los centros de abastecimiento de alimentos atienden sólo por las mañanas y se autoriza únicamente la movilidad fuera de su barrio a personas que necesiten atención médica.
Sin duda, estas duras medidas de confinamiento han permitido que el país mantenga cifras oficiales optimistas respecto a la propagación de la pandemia, que actualmente
registra 3.577 casos positivos y 164 personas fallecidas. Frente a este aparente control del problema, la ciudadanía desconfía de una infra-estimación, sobre todo del número de infectados por la falta de detección. En Bolivia se realizan de promedio tan sólo 117 pruebas diarias para detectar pacientes con el nuevo coronavirus cuando sus vecinos hacen 8.000 (Chile) o 12.000 (Perú). Es decir,
el país ha realizado tan sólo 1.270 pruebas por cada millón de habitantes, la proporción más baja de Sudamérica. Esto contribuye a la falta de credibilidad de la información oficial, a lo que se suman denuncias de casos de corrupción en las adquisiciones estatales para combatir la Covid 19, lo que han puesto en crisis al Gobierno de la presidenta interina Jeanine Añez.
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En Bolivia, la pandemia coincide con una crisis de gobernabilidad por la falta de legitimidad de un Gobierno transitorio en un año electoral inusual. Resultado de la salida de Evo Morales del poder el año pasado, la crisis de salud se superpone a una marcada polarización política. Por todo ello, la credibilidad gubernamental es puesta a prueba constantemente, sobre todo después que la propia presidenta se ha postulado como candidata para la próxima elección. Esto ha contribuido a que la mandataria y candidata busque capitalizar la intervención estatal para su beneficio político, lo que ha influido no sólo en la toma de decisiones frente a la crisis, sino también en el grado de implementación por parte de la población. El componente económico se mezcla constantemente con el político y las movilizaciones populares para exigir medidas de apoyo económico durante la crisis han servido al Gobierno interino para acusar a Evo Morales de incentivarlas.
El mayor miedo que tiene la población a contagiarse tiene que ver con la poca capacidad del sistema de salud boliviano. Los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) reflejan un retraso importante del país en comparación con América Latina y El Caribe en varios indicadores del sistema de salud. El gasto
per cápita en Bolivia es de 356 euros versus 970 en la región. Hay 1,3 camas hospitalarias, ocho médicos y 3,9 enfermeras por cada 10.000 habitantes, frente a la media regional de 1,9, 24 y 63, respectivamente.
Pero el miedo a la escasa capacidad de atención del sistema público se convierte en pánico cuando conocemos que en Bolivia existen tan sólo 252 camas de aislamiento y 35 de terapia intensiva (UTIs) para atender a pacientes de la pandemia que aumentan a un promedio diario de 200. Algunas clínicas privadas han adaptado sus instalaciones para tratar casos de Covid-19 pero los costes, que rondan los 10.000 euros, son inalcanzables.
A pesar del miedo provocado por un sistema de salud deficiente, también es comprensible que en Bolivia se tema más al hambre provocada por la pobreza que a la amenaza del coronavirus. La crisis económica provocada por la cuarentena impactará más a los hogares pobres y profundizará el deterioro de los indicadores de empleo, que ya se vieron afectados con la ralentización del crecimiento de la economía a raíz de la caída de los precios internacionales del petróleo y sus derivados.
En Bolivia, el 57% de la población ocupada afronta el riesgo de perder ingresos por su inserción en sectores informales. De los 5,4 millones de ocupados que hay en el país, 3,4 millones viven en hogares cuyo ingreso
per cápita mensual no supera el umbral de vulnerabilidad, fijado en 152 euros en áreas rurales y 240 euros en áreas urbanas. Y en ese grupo, la gran mayoría está compuesto por los trabajadores por cuenta propia como Carmen Luna, quienes prefieren enfrentarse a la pandemia antes de arriesgar la seguridad alimentaria de su familia.
Las medidas de protección social anunciadas por el Gobierno transitorio (entre ellas, el Bono Familia, transferencia de 67 euros a cada niño y niña de educación primaria e inicial,; la Canasta Familiar, 54 euros para adultos mayores, mujeres embarazadas y personas con discapacidad, y el Bono Universal, transferencia de 67 euros para personas entre los 18 y 60 años que no perciben pensiones o salarios) apuntan a proteger a los grupos vulnerables de la población. Otras medidas adicionales han sido la reducción temporal y el subsidio de tarifas eléctricas y de agua; la prohibición de cortes de agua, luz y gas durante la cuarentena y el diferimiento de pagos de deudas bancarias por el tiempo de la pandemia. Los bonos, subvenciones y diferimiento de pagos son medidas que pueden ayudar a algunas familias de forma inmediata, pero no resuelven el problema de los potenciales despidos que se auguran cuando las empresas tengan que plantearse la post-cuarentena. El Estado deberá afrontar este desafío en un contexto de restricciones fiscales que ya padece el Gobierno de transición debido a la contracción en los ingresos públicos.
Pero, como en muchos países ya se denuncia, las principales perdedoras en la pandemia son las mujeres bolivianas. Se estima que, por cada 100 hombres que viven en hogares pobres, hay 113 mujeres en la misma situación, sobre todo porque ellas están insertas con mayor frecuencia en ocupaciones y sectores de baja productividad y son quienes dedican más horas a las tareas de cuidado y al trabajo doméstico en los hogares. Por otro lado, en tiempos de aislamiento el hogar no es un lugar seguro, porque es ahí donde se sucede la mayoría de las agresiones físicas y emocionales. A esto se suma la pandemia silenciosa de la impunidad. Muchas organizaciones feministas están denunciando que los servicios municipales y policiales no atienden las llamadas de auxilio de las víctimas y que las fiscalías y juzgados han encontrado en la Covid-19 un pretexto para no impartir justicia.
Como se ha podido constatar en todo el mundo,
la emergencia sanitaria acentúa en los hogares la crisis de cuidados preexistente. En el caso de Bolivia, en los hogares monoparentales, que en un 80% tiene 'jefatura' femenina, la decisión de cuidar de manera exclusiva pone en riesgo el sustento diario. En los hogares con niños en edad de cuidado, la mayor parte del trabajo recae sobre las mujeres, con familias guiadas por valores fuertemente machistas. Será necesario durante la emergencia, y en el periodo de la recuperación, impulsar medidas que conduzcan a la creación de un sistema integral de cuidados, así como a la redistribución de la carga del trabajo doméstico y de cuidados.
En un país donde la pandemia ha llegado en la peor crisis política de la última década, se ha desatado la tormenta perfecta. Sin acuerdos políticos para establecer con certeza la fecha de los comicios, con la incertidumbre sobre los resultados electorales y un sistema político tan enfrentado que no está dispuesto a aceptar el triunfo del otro, la Covid-19 no es el principal enemigo de Bolivia. Los contagios atraen mucha atención mediática y política, pero muy desligada de las consecuencias del incremento de la vulnerabilidad social y económica de los estratos más pobres. Por ello, no podemos juzgar a Carmen Luna y a los más de 2,4 millones de trabajadores por cuenta propia que prefieren arriesgarse acaer enfermos antes que hundirse aún más en la pobreza.